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Introducción

La historia siempre ha sido objeto de manipulaciones por parte de aquellos que la escribieron o la mandaron escribir. Nada nuevo vamos a descubrir si decimos que los países ganadores de una guerra exageraban sus hazañas para engrandecer su nación o que los perdedores nunca reconocían completamente sus derrotas, o las manipulaban, maquillaban o justificaban de alguna manera que no significara una vergüenza o humillación. Pero si ha habido un periodo de la historia manipulado o distorsionado con saña por parte de los perdedores ha sido el de las guerras anglo-españolas; y en especial el episodio de la fallida invasión de Inglaterra donde supuestamente la Armada Española sufrió una humillante derrota en las costas británicas.

Lo peor de este episodio no es que los británicos falsearan los hechos, sino que aquí, en España, se dieran, y aún hoy se dan por buenas las versiones de los que, ni ganaron aquella batalla, ni ganaron la guerra. Pero es que incluso, a pesar de que en la actualidad está saliendo a la luz con bastantes detalles lo que verdaderamente ocurrió, se sigue pensando que aquello fue un verdadero desastre, cuando en realidad fue un mero “percance”, o se sigue diciendo que a partir de aquello la armada española perdió todo su poderío o que el Imperio Español comenzó su declive. Nada de eso es cierto.

Lo de percance se ha entrecomillado por una razón: en una guerra de aquellas dimensiones y en aquella época, perder una mínima parte de la flota o una tercera parte de los hombres no suponía ningún desastre, aunque el número de barcos hundidos fueran 30 y el número de hombres fallecidos fueran 10.000. Sin embargo, los barcos no eran baratos y 10.000 muertos son demasiados en aquella época y en todas. Lo que ocurre en esta ocasión es que, si con el mismo número de bajas y barcos perdidos, España hubiera obtenido una victoria, la perspectiva de este hecho histórico sería muy diferente.

Armada Invencible es el nombre dado por los ingleses a la flota española. Esto no debe confundirnos, pues no se debe a la admiración que sobre nuestra armada tenían; todo lo contrario, se trata de un mote en plan coña o recochineo, pues según ellos vencieron a la “invencible”. En la actualidad, al menos, ya van reconociendo que no vencieron a la Grande y Felicísima Armada, que era como verdaderamente se llamaba, y que fue un combate que quedó en tablas; realmente, ni siquiera hubo un verdadero combate. Los documentos y pruebas así lo demuestran y no se puede seguir mintiendo ni distorsionando aquel triste episodio. Pero, ¿qué fue lo que realmente ocurrió? Primero habría que situarse en el tiempo y saber qué ocurría en el mundo y por qué España quiso invadir Inglaterra. Habría que retroceder al menos treinta, o mejor cuarenta años para meternos en todo el contexto que dio lugar a una guerra abierta entre las dos naciones con incursiones inglesas en nuestras costas e intento de invasión de la Gran Bretaña; retroceso que nos da lugar, ya de paso, a conocer al que, posiblemente haya sido el monarca más poderoso, a cargo del imperio más extenso del mundo.

Los Reyes Católicos dejaron como herencia a sus nietos un Nuevo Mundo por terminar de descubrir y conquistar; y de la política matrimonial llevada a cabo con sus hijos en la península Ibérica y fuera de ella saldría no solo un rey de España, sino un emperador para Europa: Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano.
España llevaba camino de convertirse, como así ocurriría, en un gran imperio que abarcaría con el tiempo desde América hasta Filipinas, el imperio donde nunca se ponía el sol.

Francia no solo sentía celos, sino miedo, del poderío español. Porque este imperio ya la rodeaba por todas partes desde el momento en que las tierras de lo que hoy son los Países Bajos, Bélgica y parte de la propia Francia, pasaron a formar parte de España, herencia que nos llegaría por parte de la casa de los Austrias, ya que en aquella época se heredaba un país de la misma forma que hoy se hereda una parcela. Y para que los franceses no se aliaran con Inglaterra, nación a la que tampoco les éramos simpáticos, Carlos I se sacó una carta de debajo de la manga y puso en práctica algo muy habitual, casar a su vástago con una inglesa para estrechar lazos y hacerse con el control del Canal de la Mancha, fastidiando así las intenciones francesas que también planeaban pactos matrimoniales con los británicos. Como su hijo Felipe solo era un príncipe, Carlos decidió renunciar al reino de Nápoles para entregárselo y convertirlo en rey hasta que llegase el momento en que también lo fuera de España, ya que su esposa iba a ser nada más y nada menos que María I, reina de Inglaterra e Irlanda. Pero unir a ingleses y españoles era como mezclar agua con aceite y hasta la propia naturaleza se reveló contra aquel matrimonio negándole los hijos.

Nada iba a salir como estaba planeado, y si las relaciones con Inglaterra ya se habían enfriado con Enrique VIII, este matrimonio no iba a conseguir si no romperlas por completo, hasta enfrascarse en una guerra que comenzaría con una campaña de acoso y derribo lanzando, por una parte, corsarios que abordaban y robaban las mercancías que transportaban los barcos españoles desde América; y por otra, financiando y enviando a los Países Bajos conspiradores para desestabilizar una zona que pertenecía por herencia directa de su madre a Carlos I y que acabaría en manos de Felipe II.

Felipe II – Tiziano (1551)

Amor a primera vista

«De rostro es bien parecido, con frente ancha y ojos grises, de nariz recta y talante varonil. Desde la frente al extremo de la barbilla, su cara se afina; su forma de caminar es digna de un príncipe. Y su porte tan erguido que no desperdicia una pulgada de altura. Pelo y barba son rubios. En resolución, su cuerpo está perfectamente proporcionado, así como los brazos, piernas y los demás miembros, de forma que la naturaleza no parece capaz de labrar modelo tan perfecto».
(Yo, Felipe II, Ricardo de la Cierva)

Así le describía el espía que María había enviado a Madrid, cómo era el príncipe con el que iba a casarse. Más tarde le enviaron un retrato y según ella mima confesaría a Felipe, fue lo que encendió su amor y su deseo sobre todas las cosas. María Tudor era hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón, hija de Isabel y Fernando. Por lo tanto, los reyes Católicos eran sus abuelos y llevaba sangre española. María era once años mayor que Felipe. 38 años tenía ella y 27 él, cuando se casaron. Tampoco era demasiado bien parecida. Sin embargo, según cuenta Ricardo de la Cierva en su libro biográfico de Felipe II, éste llegó a estar enamorado de ella:

María no era bella pero tampoco tan desagradable como me la habían pintado quienes pretendieron, en la Corte, deshacer la boda por motivos que no alcanzo a entender. Su amor por mí era tan desbordante que llegaba, en la soledad de nuestra alcoba, a parecerme atractiva. Usaba en el lecho, con espontaneidad con artes amatorias un tanto bárbaras que me sorprendieron agradablemente.”

Ella, por lo visto, se enamoró de Felipe a primera vista, sin embargo él (aunque luego no le pareciera tan mal) fue a casarse con ella resignado a que lo haría con alguien “desagradable” físicamente, a pesar de las muchas trabas que le habían puesto y a un contrato donde las cláusulas eran del todo abusivas:

  • Felipe tenía que respetar las leyes y los derechos y privilegios del pueblo inglés.
  • España no podía pedir a Inglaterra ayuda bélica o económica.
  • Si el matrimonio tenía un hijo, se convertiría en heredero de Inglaterra, los Países Bajos y Borgoña.
  • Si María muriese siendo el heredero menor de edad, la educación correría a cargo de los ingleses.
  • Si Felipe moría, María recibiría una pensión de 60.000 libras al año.
  • Si fuera María la primera en morir, Felipe debía abandonar Inglaterra renunciando a todos sus derechos sobre el trono.

Ante este contrato basura cabe pensar, qué interés podía tener el rey Carlos en casar a su hijo con la inglesa. Los planes de Carlos I son difícilmente entendibles si no hacemos un esfuerzo por situarnos en la época que a aquellos reyes les tocó vivir. Las flotas procedentes de América eran constantemente atacadas por los piratas ingleses, y el Canal de la Mancha, por el que había que transitar entre España y los Países Bajos, no era seguro toda vez que el rey Francisco I de Francia se enfrascaba en una guerra contra el Imperio, mucho menos si entre Enrique VIII y Francisco había pactos. Los hijos se utilizaban para estrechar vínculos entre países, y vincularse con Inglaterra era una garantía de que ésta no lo haría con Francia.

Carlos no es que esperase grandes cosas de los ingleses, pues de sobra sabía que ellos iban a su libre albedrío, y de ahí que no le extrañara en absoluto las duras cláusulas del contrato. Pero al menos se cubría las espaldas ante un posible pacto franco-británico. Además, había otra razón no menos poderosa, la Iglesia. Carlos I quería poner freno al protestantismo, que desde que Enrique VIII había roto con Roma se extendía por Gran Bretaña. Carlos mismo, sufría el protestantismo, que había nacido en el seno de su Imperio y era constantemente presionado por el Papa para que no consintiera tales herejías. Se podría decir que Carlos era el responsable, y casi se sentía culpable de la existencia y la rápida expansión de los protestantes, desde el momento en que Martín Lutero se plantó frente a él y declaró que no se arrepentía y se reafirmaba en sus creencias.

María era nieta de españoles y llevaba el catolicismo en las venas. Casarla con un católico era la jugada perfecta para que Inglaterra volviera al buen camino. Paradójicamente, la desencadenante de esta corriente de protestantismo en Inglaterra fue la madre de María, Catalina de Aragón. Hablemos un poco de Catalina, hija de Isabel y Fernando. Cuando tenía solo tres años fue prometida a Arturo, príncipe de Gales, con el que se casó a los 17 años. Muy poco duró este matrimonio, pues a los cinco meses murió Arturo. Ocho años más tarde se casa con Enrique VIII. Pero Enrique pronto tuvo una amante, Ana Bolena, y quiso entonces deshacerse de Catalina con la excusa de que no conseguía darle un hijo varón. Pero el Papa no podía darle la anulación matrimonial, así que Enrique tomó una decisión sin precedentes, hacerse cargo de la Iglesia de Inglaterra, donde el Papa no pintaría nada y solo mandaría él. Así fue como él mismo deshizo su matrimonio y cómo nació la iglesia protestante de Inglaterra.

Enrique VIII

La perturbada mente de Enrique VIII

Enrique VIII era un paranoico asesino que mandó decapitar a dos de sus esposas acusándolas de adulterio, y a otras tantas les hizo la vida imposible injuriándolas o simplemente despreciándolas. Catalina, su primera esposa, no podía darle hijos, solo pudo darle una hija, María. Enrique era, además, muy supersticioso y le dio por pensar que su matrimonio estaba maldito.
A tal conclusión llego al leer en la biblia que si un hombre se casa con la viuda de su hermano, el matrimonio será estéril. Catalina había estado casada con su hermano Arturo durante cinco meses hasta que murió. Este argumento lo utilizó Enrique para pedir la nulidad de su matrimonio, pero el Papa no veía lógico lo que el rey inglés le pedía y no se lo concedió. Realmente, lo que a Enrique le sucedía, era que se había liado con Ana Bolena, la dama de compañía de su esposa. Enrique se salió con la suya al proclamarse jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra desligándose del Papa de Roma. La institución más alta de esta Iglesia estaría a partir de ese momento representada por Thomas Cranmer, arzobispo de Canterbury. Y este arzobispo, como no podía ser de otra manera, declaró nulo el matrimonio entre Catalina y Enrique dando validez a su matrimonio con Ana, que ya se había celebrado en secreto.

Pero Catalina no estaba dispuesta a renunciar a sus derechos de ser la legítima esposa de Enrique y esto le iba a costar muy caro. Fue recluida en un castillo hasta su muerte y la hija de ambos, María, fue declarada como hija bastarda. Enrique también había prohibido que Catalina se viera y ni siquiera se comunicara con su hija, y haciendo gala de benevolencia, le había prometido que sería trasladada a una mejor residencia donde además podría ver a María; claro que, para eso debería dejar a un lado aquella obstinada conducta suya con la que no quería reconocer que ya no era su verdadera esposa, y reconocer como autentica reina a Ana Bolena. Tanto Catalina como María se negaron.

A los 50 años Catalina se sentía muy enferma. María, que a pesar de tener prohibido el contacto y la comunicación con su madre se las ingeniaba para mandar y recibir cartas de ella, salió de inmediato para el castillo nada más enterarse. Su entrada fue como un ciclón, apartando y empujando a cuanto guardia le impedía el paso. Su autorización –decía- estaba a punto de llegar. Y los guardias, aunque no la creyeron, la dejaron pasar. Su madre murió allí, en aquel castillo, abandonada y repudiada por aquel miserable que ni siquiera la reconocía como hija. Todavía no sabía María que su padre era el mismo diablo que haría cosas aún peores.

La misma Ana Bolena iba a lamentar haberse liado con el rey, pues su cabeza no tardaría en rodar. Fue rechazada por el mismo motivo que Catalina, haberle dado una hija y no un varón. Enrique mandó arrestarla acusándola de un adulterio que nunca existió. Más tarde fue decapitada. Dicen que antes de su muerte bromeó con el verdugo diciéndole: «No te daré mucho trabajo, tengo el cuello muy fino».

Juana Seymour fue su tercera esposa y ésta por fin le dio un hijo varón, Eduardo. Juana tuvo la suerte de morir doce días después de dar a luz. Ana de Cléveris tuvo todavía más suerte, pues su matrimonio no llegó a consumarse. Por lo visto la primera noche no hubo nada entre ellos y Enrique confesaría más tarde «antes no me gustaba mucho, pero ahora me gusta mucho menos».

La quinta esposa fue Catalina Howart, prima de la asesinada Ana Bolena. Esta Catalina no escarmentó con lo que le había sucedido a su prima, y corrió la misma suerte. Fue ejecutada en la torre de Londres. Dicen que paso toda la noche practicando la forma de poner el cuello. Luego vendría Catalina Parr. A Enrique le gustaban las Catalinas, y a saber qué le veían las Catalinas a este asesino en vista de lo que hacía con las demás. Bueno, al menos ésta sobrevivió, y fue él quien por fin la palmó.

Cuando se vio en el lecho de muerte, por lo visto, le vino el remordimiento de todo el mal que había hecho a sus esposas e hijas. Entonces, en su testamento dejó escrito, además de ordenarlo de palabra a sus más allegados, que el sucesor sería su único hijo varón, Eduardo. Pero él sabía que Eduardo era un niño enfermizo y quizás no llegara a la mayoría de edad, por lo que, las siguientes en la línea de sucesión debían ser, por orden de edad, María y Elizabeth, (que también había sido declarada hija bastarda) sin que importaran las ideas religiosas. Si María tenía descendencia, el trono lo heredaría el hijo de ésta, pero en el supuesto de que no la tuviera, la siguiente en el trono sería Elizabeth. Si Elizabeth no tuviera descendencia, la heredera sería la sobrina de Enrique, María Estuardo. De momento, fue su hijo Eduardo el que se sentaría en el trono con solo nueve años bajo un consejo de regencia de 16 miembros elegidos por el propio Enrique VIII.

La enfermedad que sufrió Enrique, según algunas fuentes, lo pudrió y lo reventó por dentro, y aún todavía lo reventaría por fuera. Por lo visto, estando en el féretro estalló y salpicó de sangre todo alrededor, sangre que lamerían los perros. Todos consideraron aquello como un castigo divino.

Protestantes, católicos y viceversa

El hijo de Enrique VIII subió al trono a los 9 años como Eduardo VI y primer monarca protestante de Inglaterra. Moría solo seis años después a los 15. Tal como había dispuesto su padre, la corona pasaría a María, para regocijo de todos los católicos, pues sabían que a esta joven le habían inculcado bien unas ideas muy arraigadas en España, de donde procedía su madre. Pero los católicos se llevaron un revés momentáneo, pues los regentes del joven Eduardo no estaban dispuestos a que María subiera al trono y desbaratara todo lo que Enrique VIII había hecho en Inglaterra para crear su propia iglesia. Así que manipularon su testamento y proclamaron reina a Juana Grey, una sobrina nieta de Enrique. Solo nueve días después, el parlamento destituía a Juana, dando la razón a los que defendían que no podía hacerse lo contrario a la voluntad del difunto Enrique. Por mucho que les molestase, María debía ser la reina.

Pero, ¿quién era Juana Grey? Era bisnieta del padre de Enrique VIII, Enrique VII, su abuela materna era María Tudor, duquesa de Suffolk. Era una niña de 16 años y jugaron con ella por intereses de unos cuantos. Pese a su corta edad, se la considera una de las mujeres más cultas en la corte inglesa de su tiempo. Un grupo de nobles, liderados por John Dudley, duque de Northumberland, que había actuado como regente de Eduardo VI, buscaba un heredero que continuase la política religiosa del rey fallecido. Hicieron que Juana Grey contrajera matrimonio con el menor de los hijos del duque, Guilford Dudley en Londres, el 12 de mayo de 1553. El duque intentaba así mantener unos privilegios y un poder que podía perder si se efectuaban cambios en el país con un nuevo monarca católico. El intento de que Juana reinara fracasó, y el duque de Northumberland, suegro de Juana y principal implicado en la trama, fue acusado de traición y ejecutado. La misma pena le fue impuesta a Juana, que fue encerrada en la Torre de Londres, aunque su ejecución fue aplazada.

María Tudor ya era reina de Inglaterra, el retrato de Felipe pintado por Tiziano la había dejado encandilada y los acuerdos de boda progresaban adecuadamente, más adecuadamente para los ingleses, que estaban dispuestos a sacar cuanto provecho pudieran de aquel descabellado contrato, cuyas abusivas cláusulas hemos podido ver en el primer capítulo. No obstante, todavía tendrían que sortearse algunos obstáculos, pues había quienes se oponían tan firmemente a que María se casara con un español, que estaban dispuestos incluso a dar un golpe de estado para evitarlo. Fue el caso de Thomas Wyatt, que en febrero de 1554 se puso a la cabeza de una insurrección anticatólica y antiespañola que pretendía sustituir a María y poner en el trono a su media hermana Isabel. La rebelión fracasó y los insurrectos fueron condenados a muerte.

Fueron dos rebeliones anticatólicas en muy poco tiempo, y en esta última, creyeron conveniente ejecutar también a Juana Grey, que encerrada en la torre había evitado el castigo en un primer momento. Fue un verdadero crimen, pues Juana era solo una niña engañada por su propia familia. Isabel, que tampoco tuvo nada que ver con esta revuelta, ocupó su lugar; fue encerrada en la Torre de Londres, como medida preventiva. También su cabeza corría peligro.

Sobre María y Felipe

Para María, este iba a ser su primer matrimonio, sin embargo, Felipe ya había estado casado anteriormente. El invierno de 1543 se casaban en Salamanca Felipe y la princesa María Manuela de Portugal. Ambos tenían 17 años. El rey y emperador Carlos no estuvo presente en la ceremonia por su apretada agenda que le impedía abandonar los Países Bajos, donde se encontraba; pero iba siendo puntualmente informado de los acontecimientos. De este matrimonio nacería el infante Carlos.

Había tenido Felipe, o habría que decir tenía, en el momento de partir para casarse con María, una amante que estaba dando bastante que hablar, Isabel de Osorio, de origen burgalés, que había sido dama de honor de su madre y más tarde de sus hermanas. Según Luis Cabrera de Córdoba, cronista de la Corte, habría pretendido convertirse en esposa de Felipe a la muerte de María Manuela.

Por aquellos entonces, Felipe había encargado a Tiziano una serie de cuadros llamados “Poesías” inspirados en las “Metamorfosis” de Ovidio. Uno de ellos, “Venus y Adonis”, llama la atención de algunos historiadores, dicen que por el parecido físico de Adonis con Felipe. El cuadro muestra a Adonis escapando de los brazos de Venus. Bien podía ser, aunque son solo suposiciones, una alegoría del sacrificio que Felipe hizo teniéndose que separar de su amada Isabel, al ser llamado al cumplimiento del deber.

María Tudor, nombre que le pusieron en honor a su tía María, reina consorte de Francia por su matrimonio con Luis XII, era una mujer culta; no en vano su madre se preocupó de que recibiera una buena educación. Ya a los nueve años sabía latín, español y francés, además del inglés, y ya comenzaba a aprender griego. Además, no se le daba mal la música y la danza. A los dos años de edad, ya fue prometida en matrimonio con el príncipe Francisco, hijo del rey Francisco I de Francia. Como este acuerdo se rompió, en 1522 María fue prometida al rey Carlos I de España. María tenía seis años y Carlos veintidós, y todavía no se había casado con Isabel de Portugal, que llegaría a ser su primera y única esposa.

Catalina, que era tía del emperador Carlos, estaba encantada de que su hija se fuera a casar con su sobrino, sin embargo, este acuerdo también se rompería. Carlos siempre había mantenido una relación cordial con Enrique, pero la amistad se fue enfriando a medida que veía cómo el inglés no acababa de definir su relación política, un tanto ambigua, que de pronto apoyaba al francés, como se ponía del lado del emperador. Pero fue el trato vejatorio a su tía Catalina lo que hizo que Carlos se apartara definitivamente de la corte inglesa. Aun así, siempre con la diplomacia por bandera, rompió su compromiso con su prima de mutuo acuerdo con Enrique. Enrique VIII se encontraba de nuevo en libertad de conceder la mano de su pequeña María a los franceses. A Francisco I le ponían otra vez en bandeja la oportunidad de aliarse con los ingleses en contra de España. Se firmó un tratado donde se establecía que María se casaría con el propio Francisco I una vez tuviera la edad requerida para ello, o en su defecto, con su segundo hijo, Enrique, duque de Orleans. Pero por motivos que serían largos de explicar, este tratado tampoco se cumpliría y el compromiso se rompería tanto con el padre como con el hijo.

Desde los 16 años, María se convirtió en una chica que enfermaba con facilidad, tenía la menstruación descontrolada y sufría constantes depresiones. Todo ello coincidiendo con la desagradable situación que vivía su madre, despreciada por su padre por el hecho de no darle un hijo varón. Y aun así, después de las monstruosidades que se han contado en otros capítulos, Enrique era capaz de “amar”, porque consta que el rey adoraba a su hija desde el primer momento en que nació, según él mismo dejó escrito en una carta: «Los dos somos jóvenes; esta vez fue una hija, seguiremos luego con los hijos por la gracia de Dios» Pero la gracia no le fue concedida a Catalina, que fue repudiada y rebajada a la condición de princesa viuda de Gales. Es decir, le fue quitada la condición de reina para ser reconocida simplemente como viuda de su anterior esposo Arturo. Y María, a pesar de ser “adorada” por su padre, fue declarada hija ilegítima por apoyar a su madre. Los planes que Enrique tenía para casarla con un pariente de su nueva esposa también fueron abandonados.

A los 23 años, a María la cortejaba el duque Felipe de Baviera, pero este pretendiente fue rechazado por ser luterano, ya que María había sido bautizada y educada como una católica. Las negociaciones para casarla con el duque de Cléveris tampoco llegaron a buen puerto, y de esta forma, llegó a la edad de 37 años, hasta que le llegó la propuesta de matrimonio del heredero a la corona española, siendo ya reina de Inglaterra.

El 16 de mayo de 1554 salían Felipe y toda su comitiva real de Valladolid en dirección a La Coruña. En Benavente se entretendrían unos días debido a las fiestas que para la ocasión había organizado el conde de esta localidad. En Santiago de Compostela les esperaban los embajadores ingleses, con quienes asistieron a una solemne misa en la catedral, y el 13 de julio embarcaron rumbo a Inglaterra, para llegar el 20 a Southamton. Un viaje, que por cierto, fue horroroso para Felipe, según cuenta él mismo: «Yo partí el viernes de La Coruña y aquel día me mareé tanto, que para convalecer hube menester tres días en cama»; En Southamton desembarcaron unas cinco mil personas, tal era la gran comitiva que llevaba Felipe.

Por su parte, María se había desplazado a Winchester, donde tendría lugar la boda y desde allí envió al conde de Penbroke con doscientos caballeros a darle la bienvenida a los españoles y escoltar a Felipe hasta su presencia. Acompañaban al conde también una comitiva de arqueros vestidos de rojo y amarillo, por los colores de Aragón (rojo y amarillo) y Castilla (rojo).

La mañana del 21 de julio, en medio de un diluvio, llegaron a Winchester. A pesar de la lluvia, Felipe salió con su caballo blanco y su traje de terciopelo negro y capa roja, aunque está claro que el aguacero deslució su entrada en la ciudad. Luego, cambio de ropa por otra seca y lo habitual en estos casos, misa solemne pidiendo prosperidad para la nueva alianza. Más tarde, trajeron un mensaje de la reina que le invitaba a visitarla. Era la primera vez que iban a verse en persona. María iba a comprobar si era tan apuesto como lo habían pintado, y Felipe comprobaría si ella era tan fea y vieja como le habían dicho.

Conducidos por dos lores ingleses, acudió a la cita Felipe acompañado por el duque de Alba, duque de Feria y príncipe de Éboli. Llegaron hasta donde se encontraba María con toda su corte, y al verlo, salió a su encuentro, mostrándose feliz de conocerlo al fin, y agarrándolo de las manos. Cuentan que la costumbre inglesa exigía en estos casos que el novio besara en la boca a la novia, y así lo hizo Felipe, cosa que sorprendió al séquito español, pero que se vieron obligados a imitar con sus respectivas parejas. Pero, ¿qué impresión tuvieron uno del otro, y ambos entre todos los presentes? Felipe, recordémoslo, tenía 27 años; según los retratos que de él se hicieron, y a través de algunas descripciones de la época, era apuesto, aunque no muy alto, y tenía buen porte y dignidad regia. Por su piel blanca, su pelo tirando a rubio y una barba más rubia aún, podría haber pasado por inglés.

Parece que todos los cronistas que estuvieron presentes coinciden en que María estaba muy ilusionada, con lo cual se deduce que Felipe era el príncipe azul que tenía en mente tras ver sus retratos. Sin embargo, también coinciden en que Felipe supo mantener la compostura, sin dar muestra de no agradarle su futura esposa, pero se despachan a gusto describiéndola. El cortesano Ruy Gómez cuenta lo siguiente: «La reina no es nada hermosa, es pequeña, más flaca que gorda, de piel muy blanca, rubia, viste muy mal y tiene la voz áspera y fuerte como la de un varón. Mucho Dios es menester para tragarse este cáliz.» Sin embargo, ya bien por cortesía, o porque realmente lo sentía, Felipe declararía más tarde que no era bella pero tampoco tan desagradable como se la habían pintado. María no era mal parecida cuando fue joven; es probable que incluso a sus 37 años hubiera podido ser atractiva, de no haber sido porque, por su naturaleza enfermiza y las depresiones que había padecido hasta ese momento, la tenían demacrada y le hacían parecer mayor de lo que era.

Parece ser que uno de los pocos que podía comunicarse con fluidez con los ingleses era el duque de Feria, los demás lo hacían por gestos, o como buenamente podían. Felipe le había hecho caso a su padre cuando una vez le aconsejó que aprendiera francés, alemán, latín… y eso fue lo que aprendió, además del portugués, por haber estado casado con María Manuela. Pero su padre nada le dijo de aprender inglés, y ahora le hubiera hecho mucha, pero que mucha falta. Por eso le pidió a María que, así, de forma espontánea, le dijera algunas fórmulas sencillas, que él pudiera pronunciar durante la reunión, para quedar bien con los presentes. Y así, de esta manera, al despedirse pudo decir: «goodnight my lords», buenas noches, señores. Haber podido decir “goodnight ladies and gentlemen” hubiera sido ya la leche.

Días más tarde, el 25 de julio de 1554, se casaron en la catedral de Winchester: María Tudor, reina de Inglaterra e Irlanda y Felipe, rey de Nápoles y Sicilia y Príncipe de Asturias. La fecha, por cierto, agradó mucho a los españoles por ser el día de Santiago. Felipe, el primero en llegar, iba vestido con jubón y medias blancas, con manto dorado bordado en perlas. Media hora más tarde llegó María, vestida de blanco y oro, adornada con joyas y diamantes. Marcharon juntos cogidos de la mano por la catedral, engalanada exquisitamente para la ocasión, hasta llegar al coro, donde fueron unidos en santo matrimonio.

Terminada la ceremonia, sobre las tres de la tarde, se celebró un suntuoso banquete que acabó a las 9 de la noche. Cuentan las malas lenguas, que María quedó tan agotada la noche de bodas, que nadie la vio en público durante cuatro días. Otros dicen que solo fue por un día, y no fue por agotamiento, sino porque era tradición no dejarse ver el día siguiente a la boda.

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