Antes de decir, senadores, lo que creo que debe decirse en estas circunstancias sobre la actual situación política, os expondré brevemente los motivos de mi partida y de mi regreso. Como confiaba en que por sin la República había sido encomendada de nuevo a vuestra sabiduría y autoridad, consideraba que era mi obligación permanecer, por así decirlo, en mi puesto de centinela, como se espera de quien ha sido cónsul y es senador. Y así, desde el día en el que fuimos convocados en el templo de la diosa Tierra, nunca abandonaba mi puesto ni apartaba mis ojos de la República. En ese templo, en cuanto de mí dependió, puse los cimientos de la paz, renové un antiguo ejemplo de los atenienses, tomé incluso prestado el término griego del que aquella ciudad se había servido en el pasado a la hora de poner fin a las discordias civiles, y propuse que cualquier recuerdo de nuestras discordias quedase sepultado bajo un eterno olvido. Insigne fue entonces el discurso de M. Antonio, excelentes también sus propósitos. Él y su hijo fueron los garantes de que por fin se había consolidado la paz con los ciudadanos más eminentes. Y el resto de su vida política se guiaba por estos buenos principios: hacía participar a los principales de la ciudad de las discusiones que sobre los asuntos de Estado se celebraban en su casa, proponía ante el estamento senatorial excelentes leyes, nada, a no ser lo que de todos era conocido, era entonces encontrado entre los documentos dejados por G. César, a todas las preguntas que se le hacían respondía mostrándose como un hombre de muy firmes principios. «¿Se rehabilita a algún desterrado?» «Sólo uno, decía, y ninguno más». «¿Se concede alguna exención de impuestos?» «Ninguna», respondía. Quiso incluso que aprobásemos el parecer del ilustrísimo Servio Sulpicio de modo que, tras los idus de marzo, ninguna tablilla con decretos o beneficios de César fuese fijada públicamente.

Paso por alto muchos otros de sus actos, aunque insignes, pues mi discurso se apresura a tratar de una medida admirable y excepcional de M. Antonio: hablo de la magistratura de la dictadura, que recientemente se había arrogado el violento poder que es propio de los reyes, y que él extirpó de raíz de la República. Ni siquiera manifestamos nuestro parecer al respecto. Presentó por escrito ya preparado un decreto senatorial que quería que se aprobase y a cuyos puntos, una vez que fue leído, todos nos adherimos con el mayor entusiasmo, expresando públicamente a su autor por medio de otro decreto del Senado nuestro agradecimiento en los términos más solemnes. Parecía que una cierta luz de esperanza se mostraba ante nosotros, pues no sólo era suprimido el opresivo reinado que habíamos padecido, sino hasta el temor de un nuevo reinado; y que Antonio hacía entrega a la República de un magní$co presente: su deseo de que los ciudadanos fuesen libres, puesto que, a causa del reciente recuerdo del establecimiento de la dictadura perpetua, había extirpado de raíz de la República el título de dictador, aunque con frecuencia éste hubiese sido concedido con justicia en el pasado. Pocos días después, el Senado se veía libre del peligro de una matanza y fue arrastrado con el gancho el cadáver de ese esclavo fugitivo que se atribuyó violentamente el nombre de Mario. Todo esto Antonio lo hacía de común acuerdo con su colega en el consulado, Dolabela. Éste tomaba además bajo su propia responsabilidad otras decisiones, que, de no haber estado su colega ausente, estoy convencido de ello, habrían sido consensuadas entre los dos. Por ejemplo, cuando un in$nito mal, serpenteando, se deslizaba dentro de la ciudad y de día en día se extendía más y más, y cuando esos mismos que habían celebrado esos indignos funerales de César levantaban en honor de éste una columna en el foro; cuando, en fin, unos hombres depravados secundados por esclavos de igual catadura que ellos, amenazaban de forma más y más apremiante cada día los techos y los templos de la ciudad, fue tal la dureza con la que Dolabela reprimió tanto a aquellos insolentes y criminales esclavos como a aquellos sacrílegos y execrables hombres libres, y tal el modo en el que echó abajo aquella abominable columna, que me parece mentira que los tiempos se hayan vuelto tan diferentes cuando pienso en aquel día memorable.

En efecto, he aquí que en las calendas de junio, en las que se nos había convocado a que nos presentásemos, todo había cambiado: nada se resolvía por intermedio del Senado, muchas e importantes medidas se decidían en la asamblea popular, incluso sin ésta y contra su voluntad. Los cónsules elegidos para la próxima legislatura decían que no se atrevían a acudir al Senado. Los libertadores de la patria se veían privados de la ciudad de cuyo cuello habían apartado el yugo de la esclavitud; no obstante, los propios cónsules les alababan en las asambleas ciudadanas y en todos sus discursos. Los que eran llamados «los veteranos», por cuyo interés este estamento había mirado con el mayor de los celos, no eran exhortados a conservar aquellos bienes que ya tenían, sino que eran incitados a tener esperanzas de obtener nuevos botines. En cuanto a mí, como prefería conocer estos males de oídas que verlos en persona, y disponía del derecho de viajar como legado, partí con el propósito de estar de vuelta en las calendas de enero, en las que pensaba que comenzarían las sesiones del Senado.

Os he expuesto, senadores, la causa de mi partida. Os expondré ahora brevemente la de mi regreso, que es más digno de consideración. Como no sin motivo quise evitar Brundisio y la ruta habitual a Grecia, llegué en las calendas del mes Sexto a Siracusa, pues se hablaban maravillas del trayecto que llevaba desde aquella ciudad a Grecia. Sin embargo, esta ciudad a la que me unen los lazos más estrechos no pudo retenerme, pese a sus deseos, más de una única noche. Temí que mi llegada repentina al lado de mis amigos causase sospechas si me demoraba entre ellos. Como a continuación los vientos me desviaron desde Sicilia hacia Leucopetra, que es un promontorio de la comarca de Regio, me embarqué desde allí para continuar mi travesía. Y no había avanzado mucho, cuando el austro me hizo retroceder empujándome de nuevo hacia el mismo punto desde donde había embarcado. Como era noche cerrada, me quedé en la quinta de P. Valerio, camarada e íntimo amigo mío. Al día siguiente, cuando aún permanecía en casa de éste aguardando un viento favorable, vino a verme un gran número de ciudadanos del municipio de Regio, entre ellos algunos que acababan de llegar de Roma. Por ellos tuve conocimiento, en primer lugar, del discurso de Antonio ante la asamblea del pueblo, que me agradó tanto que, tras leerlo, comencé a pensar en regresar. No mucho después se me proporcionó asimismo un edicto de Bruto y Casio, que ciertamente, quizás porque les profeso incluso más afecto por sus servicios a la República que por la amistad que nos une personalmente, me parecía lleno de equidad. Se me decía además —pues, en efecto, ocurre con frecuencia que los que quieren anunciar buenas noticias añadan algo de su invención para hacer más alegre lo que anuncian— que se lograría un acuerdo: en las calendas del mes próximo el Senado se reuniría con una asistencia muy numerosa y en esa sesión Antonio, con el alejamiento de sus malos consejeros y la renuncia a las provincias de las Galias, evidenciaría que volvía a dejarse guiar por la sabia autoridad del Senado.

Me sentí entonces inflamado por un ansia tan ardiente de regresar que ni remos ni vientos me resultaban suficientes, y no porque pensase que no iba a llegar a tiempo, sino para no demorarme en felicitar a la República con una tardanza mayor de la deseada. Y llevado rápidamente a Velia, vi a Bruto. Cuál fue mi dolor al verlo, lo dejo a un lado. Me parecía en mi fuero interno algo vergonzoso atreverme a regresar a una ciudad de la que Bruto debía partir, y querer sentirme seguro allí donde aquél no podía estarlo. Pero no vi que él estuviese afectado de forma semejante a como yo lo estaba: en efecto, con la cabeza bien alta y la conciencia tranquila por el sentimiento de haber realizado la más honorable y hermosa acción, ninguna queja salía de su boca sobre su propia suerte, y sí muchas lamentaciones sobre la vuestra. Por él conocí en primer lugar cuál fue el discurso de L. Pisón en el Senado en las calendas del mes Sexto. Aunque éste —y también esto se lo oí a Bruto— no había sido muy apoyado por quienes habría debido serlo, no obstante, el testimonio de Bruto —¿pues qué puede tener mayor crédito?— y los comentarios de todos los que vi después me convencieron de que Pisón había alcanzado una gran gloria. Así pues, me apresuré a seguir el ejemplo de aquel a quien los senadores presentes no habían apoyado, y no porque pensase que podía conseguir algo —pues ni tenía esa esperanza, ni podía asegurarlo—, sino para, en el caso de que algo de lo que puede ocurrir a los seres humanos me ocurriese —pues muchos otros azares parecen pesar sobre nosotros además de la naturaleza y de los hados—, dejar, pese a todo, a la República mis palabras de hoy como testigos de mi eterno amor hacia ella.

Puesto que confío, senadores, en que los motivos de mis dos decisiones son aprobados por vosotros, antes de comenzar a tratar de los asuntos de la República, he de lamentarme brevemente de las injurias de M. Antonio de que ayer fui víctima, pues me considero amigo personal suyo y siempre he manifestado sin ambages que estoy obligado hacia él por un buen servicio que en una ocasión me prestó. ¿Qué causa había, entonces, para que se me convocase de manera tan ruda ayer al Senado? ¿Era yo el único ausente? ¿Acaso no os habíais reunido con frecuencia en menor número? ¿O quizás se iban a tratar asuntos tan importantes que incluso convenía que los enfermos fuesen transportados a la sesión? Era Aníbal, creo, que se encontraba ante las puertas de Roma; o había que discutir de la paz con Pirro, con motivo de lo cual nos ha llegado memoria de que incluso aquel célebre Apio, ciego y anciano, fue transportado al Senado. Había que deliberar sobre la celebración de unas súplicas públicas en honor de César, una sesión a la que los senadores acostumbran a no faltar, pues se sienten convocados no por las multas que los obligan a ello, sino por su afecto a aquellos en cuyo honor se celebrarán las ceremonias, lo mismo que ocurre cuando se delibera sobre la celebración de un triunfo. Por ello, los cónsules no se muestran preocupados de que resulte casi libre a un senador el no asistir. Como esta costumbre me era conocida y me encontraba muy fatigado por causa del viaje y algo enfermo, envié simplemente para cumplir con los deberes de la amistad un mensajero que anunciase a Antonio mi estado. Pero éste dijo delante de todos vosotros que iba a acudir a mi casa con obreros que la echasen abajo. ¡Palabras excesivamente coléricas y totalmente fuera de tono! ¿Es tan grande la pena por semejante crimen como para que Antonio se atreva a decir en este estamento que va a demoler con obreros pagados por el Estado una casa edificada a expensas del propio Estado de acuerdo con una resolución del Senado? ¿Quién convocó alguna vez a un senador bajo la amenaza de tamaño castigo? ¿Qué prenda o multa hay que supere a esto? Si él hubiese sabido qué voto iba yo a dar, habría suavizado algo sin duda la severidad de su convocatoria. ¿Pensáis, senadores, que yo iba a votar en favor de la medida que contra vuestro deseo vosotros decretasteis: que las ceremonias fúnebres de las Parentales se mezclasen con las súplicas públicas, que se introdujesen en la República unos ritos sacrílegos, que se decretasen unas súplicas públicas a un muerto? Y no digo a quién. Aunque se hubiese tratado del propio L. Bruto, que liberó a la República de la tiranía de los reyes y durante casi quinientos años perpetuó su estirpe para que ésta mostrase un valor similar y acometiese una hazaña semejante, no obstante, no habría podido ser convencido de hacer partícipe a ningún muerto de los ritos en honor de los dioses inmortales, de modo que sea objeto de unas súplicas públicas aquel cuyo sepulcro se halla en algún lugar donde puede ser honrado en privado. Mi parecer habría sido tal que pudiese fácilmente defenderme frente al pueblo romano si alguna grave calamidad —como la guerra, como una epidemia, como el hambre— hubiese azotado a la República, lo que en parte ya ha sobrevenido y en parte temo que la amenace. Querría que los dioses inmortales perdonasen esta ofensa al pueblo romano, que no la aprueba, y a este estamento, que la sancionó contra su deseo.

¿Qué? ¿Es lícito hablar de los demás males del Estado? Me es lícito y me será siempre lícito proteger mi dignidad y despreciar la muerte. Que tan sólo se me conceda el derecho de acudir a este lugar, no rehúyo el peligro de hablar. ¡Y ojalá, senadores, hubiese podido estar presente en las calendas del mes Sexto! No porque alguna utilidad se hubiese desprendido de ello, sino para que no se hubiese dado la circunstancia de que ni uno solo de los antiguos cónsules se mostrase digno de merecer este honor, digno, en $n, de la República, lo que entonces ocurrió. Ciertamente me causa un gran dolor esta desdicha: que unos hombres que se habían beneficiado de los grandísimos favores del pueblo romano no apoyaran a L. Pisón, defensor de un excelente parecer. ¿Acaso el pueblo romano nos hizo cónsules para que, situados en el punto más alto de la respetabilidad que proporcionan los cargos públicos, menospreciá- semos los intereses de la República? Nadie apoyó con su voto al antiguo cónsul L. Pisón, ni siquiera con un gesto de su cara. ¿Qué significa, maldita sea, esta voluntaria esclavitud? Baste con que haya habido una que hubo que soportar. Ni siquiera exijo esto de todos aquellos que manifiestan su parecer desde su asiento de antiguos cónsules: una es la causa de aquellos cuyo silencio perdono, y otra la de aquellos cuyo parecer reclamo. Ciertamente lamento que estos últimos estén a los ojos del pueblo romano bajo la sospecha de haber faltado a su dignidad no sólo por miedo, lo que ya sería en sí mismo vergonzoso, sino cada uno por un motivo particular. Por ello, en primer lugar, expreso, como la siento, mi más sincera gratitud a Pisón, que no pensó en su futura carrera política en el Estado, sino en cuál era su deber. En segundo lugar, a vosotros, senadores, os pido que, aunque no os atreváis a adheriros a mi parecer y a apoyar mi propuesta, me escuchéis, no obstante, amablemente, como habéis hecho hasta ahora.