La historia del gran marino Blas de Lezo
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Contenido
La toma de Gribraltar
El 1 de agosto de 1704 una gran flota compuesta por barcos ingleses y holandeses fondea en la bahía de Algeciras. Se baraja una cifra de unos 60 barcos. Dos eran sus comandantes; por parte inglesa George Rooke, por parte de los aliados holandeses, austriacos y españoles, el príncipe alemán Jorge de Hesse-Darmstadt. Un mensajero fue enviado a Diego Salinas, gobernador de Gibraltar, para que entregara la plaza a los aliados. Contaba con menos de 100 hombres para defenderse, pero había jurado fidelidad a Felipe V y contestó que no se rendiría. Darmstadt y Rooke toman posesiones frente a las murallas de Gibraltar y los cañones de los barcos abren fuego, sometiendo a la población a un intenso bombardeo durante cinco horas. Los habitantes del pueblo corrieron a refugiarse a una ermita donde estuvieron a salvo. Los defensores de la plaza no tenían ninguna posibilidad y acabaron rindiéndose.
Los cañones apenas causaron víctimas y hubo más muertos entre los soldados que asaltaron Gibraltar que entre los que la defendían: 8 bajas entre los defensores y 60 entre los asaltantes, más 200 heridos. Los mayores destrozos vinieron después, cuando los ingleses, ante la desaprobación del príncipe Darmstadt, se lanzaron al saqueo del pueblo y al asesinato, con cuantos no habían huido. Darmstadt no había venido a conquistar un territorio, sino a ganar adeptos a la causa austriaca, Rooke había venido a practicar lo único que sabían hacer bien los ingleses, la piratería.
En el año 1700 Carlos II, el último de los Austrias, moría sin descendencia. Tuvo que escoger un sucesor antes de morir. Tenía dos sobrinos, uno en Austria y el otro en Francia. Siendo Carlos II un Austria, como era, quizás debería haber escogido a Carlos de Habsburgo, hijo de Leopoldo I. Pero escogió al otro sobrino, Felipe de Borbón, duque de Anjou, nieto del rey de Francia Luis XIV. Media España acató la decisión del difunto Carlos II, la otra media, sobre todo la parte que había pertenecido a la Corona de Aragón se puso de parte del austriaco. La guerra civil estaba servida.
Pero no solo en España tuvo repercusiones la sucesión de Carlos II. Para empezar, Luis XIV vio la oportunidad de que Francia se convirtiera en una gran potencia mundial, e Inglaterra, era eso precisamente lo que temía. Los ingleses veían cómo sus aspiraciones a convertirse en el imperio más poderoso del mundo, ahora que España estaba en decadencia, podrían verse truncadas con una nueva potencia hispano-francesa. Por tanto, Inglaterra tomó partido por los Austrias.
El 24 de agosto salía del puerto de Málaga una flota franco-española compuesta por 51 barcos de entre 70 y 100 cañones, 6 fragatas y 12 galeras, además de algunas decenas de barcos de transporte. A bordo, 24.000 hombres y más de 3.500 cañones. Al mando de esta armada iba Louis Alexandre de Borbón, conde de Toulouse, hijo bastardo de Luis XIV, de solo 22 años; y por eso su padre le había puesto a su lado al almirante d’Estrées, un marino experimentado que le aconsejara. Habían avistado la flota enemiga a unas 35 millas de distancia, frente a las costas de Vélez Málaga. La comandaba el almirante inglés George Rooke, el pirata que asaltó Gibraltar. Eran unos 80 buques en total, que transportaban 23.000 hombres y 3.500 cañones. Prácticamente, las fuerzas estaban igualadas. Las tácticas en ambas flotas eran muy parecidas; las dos se distribuyeron en tres bloques. Los franceses fueron los primeros en abrir fuego.
En el tercer piso de babor de la nave capitana, se afanaba en coordinar las baterías de cañones un joven guardiamarina de 15 años. Gritaba, ordenaba, animaba, para que los cuatro cañones que pusieron bajo su responsabilidad no pararan de escupir fuego contra la flota anglo-holandesa. Era su primera vez. De las prácticas en la escuela de guardiamarinas en Francia había pasado de pronto a la lucha real. Sintió miedo al principio, pero no tardó en acostumbrarse. El ruido atronador de los cañones y el humo que no le dejaba respirar no le daba lugar a sentirlo, sino a seguir coordinando el trabajo de sus compañeros. Y tal fue el empeño de aquellos jóvenes en cumplir con su cometido, que las naves enemigas pronto notaron que les venía más fuego de babor que de ningún otro sitio.
Había pasado una hora desde que se inició el combate. Ambas flotas acusaban el cansancio. Los daños en una y otra eran muy parejos. Los ánimos, sin embargo, no estaban minados entre los jóvenes guardiamarinas. Y de pronto, ocurrió lo que tanto teme cualquier combatiente en una batalla naval, pero que nunca espera que le ocurra, que una bala de cañón entre por un portillo, o atravesando el casco de madera, y destroce el compartimento en que te encuentras, o algo peor, que te destroce a ti. La bala entro y destrozó la pierna izquierda del jovencísimo Blas.
Un alférez de 15 años
En nuestra niñez y juventud, muchos disfrutamos de la lectura de los Clásicos Juveniles entre los que seguramente todos recuerden aquella novela de Julio Verne titulada “Un capitán de 15 años”. A nadie aquí se le ocurrió escribir sobre la apasionante vida de nuestro personaje Blas, que fue nombrado alférez también con 15 añitos. Y este fue de verdad, no ficticio, y nombrado por el almirantazgo francés. Pero, todo hay que decirlo, tampoco podemos quejarnos, pues tuvimos al Jabato y al Capitán Trueno.
Blas fue llevado de inmediato por sus compañeros a la bodega del barco donde estaba instalada la enfermería. Iba casi desmayado por el dolor. Lo que quedaba de la parte inferior de su pierna izquierda iba colgando por algunos músculos y tendones. Lo pusieron sobre una mesa y enseguida fue atendido por el cirujano, que vio enseguida que la única solución era amputar aquel amasijo de carne destrozada. Le dieron de beber aguardiente en abundancia. Era la única anestesia disponible. Le colocaron una tira de cuero en la boca para que la mordiera con fuerza y lo sujetaron entre varios ayudantes. Un cuchillo muy afilado, a modo de bisturí, fue cortando los trozos de carne, y una vez que los huesos quedaron a la vista, cogió la sierra y los cortó por encima de lo que había quedado destrozado, muy cerca de la rodilla. Fueron solo dos minutos, pero interminables para el joven marinero. Pero aún le esperaba lo peor. La hemorragia había que contenerla, las infecciones también. El muñón fue sumergido en un caldero de brea hirviendo. El dolor fue tan insoportable que se desmayó, afortunadamente para él. Cuentan los que había a su alrededor, que no llegó a proferir ni un solo grito en ningún momento.
Mientras tanto, la batalla continuaba, los cañones continuaban escupiendo fuego. Al atardecer, ambas escuadras decidieron dejar de luchar y se retiraron. Unos y otros se atribuyeron la victoria, pero lo cierto es que ninguno fue el vencedor. Si alguien salió ganando, fue Rooke, que, aunque con la flota muy dañada, pudo seguir haciendo de guardacostas en aguas de Gibraltar, evitando que la plaza fuera recuperada por los adeptos a Felipe V. El conde de Tolouse, ignoramos si aconsejado por L’Estrées, no quiso salr en persecución de Rooke, aun habiéndose dado cuenta de que algunos barcos enemigos se habían quedado sin munición. Muchos son los que creen que fue una ocasión perdida para expulsar a los que luego nunca se marcharían. Creen que los franceses, viendo cómo su flota se iba deteriorando, no quisieron seguir luchando para no perder ningún barco. Porque el caso es que, a pesar de la dura batalla, ninguno de los dos bandos hundió ninguna nave al enemigo. Murieron, eso sí, muchos hombres. 1.500 muertos y 2.000 heridos en la escuadra franco española y 2719 muertos y 3.000 heridos en la anglo holandesa.
El cirujano, un francés con mucha experiencia, había realizado muchas veces operaciones parecidas, no era la primera pierna que cortaba, ni mucho menos, a pesar de no ser médico. No era necesario serlo para hacer de cirujano en un barco, solo hacía falta saber cómo coser la carne o cortar huesos por el sitio adecuado. Y sobre todo, ser muy rápido en la operación, para que el paciente sufriera el menor dolor posible y para que las heridas no estuvieran mucho tiempo expuestas a las infecciones. Si sanabas bien, estabas salvado, si la herida se infectaba, estabas perdido. El francés hizo un excelente trabajo con Blas. Hizo más que eso. Le explicó al conde de Tolouse lo admirado que había quedado del muchacho al que había atendido, por su valentía a la hora de afrontar la operación y por no haberse quejado en ningún momento, ni proferir un solo grito.
Tan impresionado quedó el conde, que días más tarde, mientras Blas se recuperaba en el hospital de Santo Tomás de Málaga, le envió una carta de felicitación. Y no solo eso, sino que encomió su comportamiento ante el rey de Francia y de su hermanastro el rey de España. Ambos tuvieron detalles con Blas. El francés lo ascendió a alférez de Vagel de Alto Bordo; el español le concedió una merced de hábito. ¿Que qué era eso? Pues un nombramiento honorífico de tal o cual Orden de Caballeros de tal o cual Santo, como la de Santiago, que tenía tanto prestigio y que en aquellos tiempos molaba mogollón. Tras tres semanas a cargo de las monjas, Blas experimentó una gran recuperación y al cabo de un mes estuvo en condiciones de regresar a Tolón, Francia, Donde fue ingresado en el hospital de guardiamarinas y donde acabaría por recuperarse, antes de regresar junto a su familia en su pueblo natal, Pasajes de San Pedro, Guipúzcoa.
Invierno en familia
Estando en el hospital le había escrito a su padre, sin llegar a contarle la gravedad de su herida, solo le dijo que había sido herido en batalla. Sobre el mes de noviembre Blas ya se movía de un lado a otro con muletas. Le habían intentado colocar una pata de palo, pero el dolor que le producía no le permitía caminar con ella. Y en los primeros días del mes de diciembre se llevó una gran alegría. Su padre, don Pedro Francisco de Lezo, había venido a Tolón a verlo. La pena del padre al ver a su hijo mutilado se mezclaba con la emoción y el orgullo de verlo vestido con el impecable uniforme de alférez. Ambos de fundieron en un emotivo abrazo. Luego, su padre le comunicó que, temiéndose que la herida no fuera tan leve como él le había dicho, había hecho las gestiones pertinentes para que le permitieran acabar la recuperación en su casa. Y así fue como Blas regresó al pueblo donde había nacido quince años atrás, un 3 de febrero de 1689. Era el tercero de ocho hermanos, aunque no todos vivían. Por fin volvía a abrazar a su madre, Agustina Olavarrieta, y a sus hermanos. Y vería a sus amigos, y pasearía con ellos por el pueblo… aunque esto último, de pronto le pareció que iba a ser imposible.
Pasaron los días lluviosos y fríos de invierno al calor de la chimenea y de la familia. Le visitaban los amigos y le hacían mil preguntas e intentaban animarlo. Los días pasaban y la lluvia era una buena excusa para no salir de casa. Pero la lluvia cesó y los días buenos llegaron, y Blas no se atrevía a salir a la calle con aquella para de palo que le habían proporcionado en el hospital de Tolón. Tenía miedo de resbalar, de no mantener el equilibrio, pero es que, además, le dolía muchísimo cuando apoyaba el muñón sobre la madera. Y fue entonces cuando su padre pensó en alguien que le podría ayudar.
Al día siguiente, a petición de su padre, se presentó en su casa un carpintero de los astilleros de Bordalaborda. Sabía trabajar la madera mejor que nadie, era un gran artesano, así se lo presentó a su hijo don Francisco. La idea consistía en hacerle una prótesis a medida, si Blas estaba de acuerdo. Nada tenía que perder, no se opuso, y así fue como el artesano le tomó las medidas y se puso a construirle una pata de palo nueva. Al cabo de dos días estaba lista. Nada más colocársela se dio cuenta enseguida de que era mucho más cómoda que la otra. Le hizo caminar y moverse de todas las maneras posibles. Luego, se la hizo quitar y se la llevó de nuevo para rebajar la madera allí donde era necesario. Cinco días más le bastaron al artesano para tenerla definitivamente acabada. Era mucho más ligera que la del hospital, encajaba perfectamente en el moñón, estaba muy bien almohadillada y, en definitiva, caminaba muy bien con ella. El artesano había hecho un gran trabajo, ahora, había que probarla dando un paseo.
Al principio un poco torpe, tímido y un poco avergonzado de que le vieran con aquel trasto como pierna, luego con un poco más de confianza, para acabar disfrutando de sus paseos por el puerto. Mantener el equilibrio ya no costaba nada. Pero ¿podría mantener el mismo equilibrio a bordo de un barco? Bastó que le contara sus dudas a sus amigos para que lo introdujeran dentro de un bote y lo llevaran a dar un paseo por la orilla del puerto. Así cada día, intentando ponerse de pie sin caerse, manteniedo el equilibrio encima de la barca. Superando movimientos cada vez más fuertes, hasta estar seguro de que, si en una pequeña barca aguantaba las embestidas de una ola, en la cubierta de un barco, mucho más estable, no tendría el mínimo problema.
A finales de marzo de 1705, Blas volvía a Tolón. Estaba animoso y totalmente restablecido. Solicitó un nuevo destino, de acuerdo con su nuevo rango de alférez, y le asignaron expediciones cortas por las costas mediterráneas, sin que tuviera que entrar en combate, que le sirvieron para confirmarle a los demás y sí mismo, que no era ningún minusválido y que su pata de palo no le impedía realizar a bordo las tareas de mando que les fueron asignadas. Tenía 16 años.
Regreso a la Armada
Blas de Lezo asombraba a todos por su bravura y estado de ánimo, no había motivo para que no se embarcara en misiones de más envergadura. Y así fue como participó en el apoyo de Valencia, una de las pocas ciudades del Levante que apoyaba a Felipe V y que se veía asediada por las tropas aliadas. Luego estuvo patrullando por el Mediterráneo y consiguieron apresar varios barcos ingleses. Era costumbre remolcar a los barcos capturados y llevarlos hasta el pueblo natal del principal responsable de la captura. A Blas de Lezo le fue concedido este honor. Muy destacada tuvo que ser su actuación para concederle el arrastre de un buque hasta Pasajes. Los vecinos del pueblo no daban crédito a lo que veían, Blas había apresado, ni más ni menos, que un buque inglés de 60 cañones, llamado “Resolution”.
Hubo salvas desde los fuertes de la ciudad y un ambiente festivo donde Blas no cabía en sí mismo por el gozo, al cual añadió la alegría de reencontrarse de nuevo con su familia y sus amigos. Pero solo pudo dormir en casa una noche. Al día siguiente tenía que reincorporarse de nuevo a la base naval de Tolón. Las cosas no pintaban bien para el rey Felipe V. En Barcelona, que en un principio se declararon partidarios del Borbón, ahora habían cambiado de bando y se ponían de parte de Carlos de Austria, el cual ya estaba en la ciudad. Perder el apoyo de Barcelona podía inclinar la balanza de parte del aspirante austriaco. Por eso, Felipe se puso a organizar la recuperación de esta importante plaza cuanto antes. No iba a ser nada fácil y le iba a costar su tiempo.
Las tropas españolas, con el mismo rey al frente, llegaron a las proximidades de Barcelona el 13 de abril de 1706. A finales de marzo, el almirantazgo francés ordenaba que la flota franco española zarpara con el objetivo de molestar a los buques británicos que no andaban muy lejos y controlaban la entrada al puerto, prestando gran ayuda a los defensores de la ciudad. Cuando la escuadra estuvo frente a los británicos, se plantó delante de ellos y no presentó batalla. ¿Qué ocurría? Pensaban todos los mandos intermedios. ¿Por qué siendo superiores en número no atacaban? Se encontraban nuevamente ante una situación similar a la batalla de Vélez Málaga, que a pesar de haberlos podido perseguir y acabar con buena parte de la flota británica, que huía con muchos barcos sin munición, prefirieron no exponerse a posibles peligros, pues ya anochecía. Ahora, estaban nuevamente ante ellos, y el comandante no quería exponer sus flamantes barcos a que se los estropearan.
La flota española, en aquellos años, andaba muy deteriorada, y al ser nombrado rey de España el nieto de Luis XIV de Francia todo quedaba en familia. Así que, la flota francesa, en mucho mejor estado, absorbió a la española, formando así una armada bastante potente. Pero, parecía como si los franceses, a pesar de que les convenía más que a nadie ganar esta doble guerra – una que había que librar contra los aliados y la interna dentro de España por la sucesión al trono-, no tenían demasiado interés en gastar recursos, les costaba sacrificar un barco, como si pensasen que la guerra podía ser muy larga y pudieran necesitarlo más adelante. Entonces ¿para qué estaban allí? -pensaban algunos. Por lo visto, solo para controlar. No entrarían en combate si no era estrictamente necesario. Pero las tropas de Felipe V que sitiaban la ciudad debían ser atendidas y había que hacerles llegar las provisiones. Así se había acordado y no podían fallarle al nieto del rey que mandaba por encima de todos los almirantes.
Varios buques harían el trabajo. No sabemos cuántos, solo que eran los de menor tonelaje, los más maniobrables y los que costaban menos dinero, por si perdían alguno. Había que romper el bloqueo inglés, y para una tarea tan arriesgada iba a ser necesaria mucha imaginación. El almirante francés no ordenó ninguna táctica, solo dijo que emplearan cuanta treta se les ocurriera, o lo que es lo mismo: id y apañáoslas como buenamente podáis, ¡pringaos!
Rompiendo el bloqueo británico
Blas de Lezo fue uno de los oficiales escogidos para romper el bloqueo y hacerles llegar las provisiones a las tropas de Felipe V, que asediaba Barcelona. El buque comandado por Blas no era de los más pequeños y llevaba a bordo un buen número de cañones, pero era lo suficiente ligero para jugar con los ingleses al gato y al ratón. Conocedor del mar desde que vino al mundo, sabía muy bien utilPor eso, se acercaba a ellos disparando, como dándoselas de fanfarrón, y cuando los ingleses le plantaban cara se daba media vuelta y hacía que lo persiguieran, dejando hueco para que otros barcos más pequeños llegaran al puerto donde dejarían la carga a los españoles. Otras veces, mientras los perseguían, los ingleses caían en emboscadas, pues los pequeños barcos franceses salían de la niebla y se colocaban detrás acosándolos a cañonazos. Y así, un día tras otro, burlar la vigilancia inglesa se había convertido en un juego divertido. Hasta que los ingleses decidieron tomar la iniciativa en ese juego.
Aquella mañana había una espesa bruma. Era un día perfecto para burlar a los británicos, la pequeña flotilla cargada de avituallamiento iba escoltada, como de costumbre, por el buque comandado por Blas. Tan espesa era la niebla, que pensaban que no los verían los británicos. Pero los vieron, y no hicieron nada por detenerlos; porque lo que querían era eso precisamente, que pasaran pensando que nadie los había visto. Dejaron su carga en la playa tranquilamente y emprendieron el camino de vuelta. La niebla comenzaba a desaparecer, y de pronto, como surgidos de la nada, allí estaban, varios barcos ingleses que les cerraban el paso. Habían caído en la trampa
Blas ordenó fuego a discreción, que no pararan los cuarenta cañones, pero estaba rodeado por todas partes. A los ingleses no les importaban los otros barquitos, era al suyo, era a él, a Blas de Lezo al que querían coger, porque conocían sus tretas y sus burlas y porque aquel mocoso con pata de palo ya los tenía hartos. ¡A ver si ahora escapas de ésta! Blas estaba rodeado. Eran tres, cuatro, no, cinco. Estaban detrás, a la izquierda, a la derecha, y cortándoles el paso. Todavía había algo de niebla y no estaban muy cerca, esto hacía que los disparos enemigos no fueran muy certeros. Pero la niebla se levantaba y el cerco se estrechaba. El fuego enemigo era cada vez más intenso y más certero. Lo estaban pasando francamente mal. Si no se producía un milagro, toda su intensa y cortísima carrera como marino acabaría allí, aquel día que se presentaba despejado y brillante, en cuanto se levantara la bruma matinal.
Dio una orden. Que bajaran balas de cañón a la cocina y a toda prisa. Había que calentarlas hasta ponerlas al rojo vivo. La espera hasta que estuvieron incandescentes se hizo eterna. Hubo que tener a raya a los británicos disparando a toda prisa, pero si no subían pronto las balas, el trabajo de los artilleros no serviría de nada. Y subió la primera, y detrás otra, y se apresuraron a meterlas en los cañones previstos para dispararlas. Dispararon contra el barco que les cortaba el paso, tan certeramente que al segundo impacto el barco se incendió. Un depósito de brea o cualquier material inflamable fue alcanzado. Las llamas se alzaron rápidamente y la confusión fue total. Apenas se giraron todos a contemplar el desastre sufrido por sus colegas, el barco de Blas se dio a la fuga tan rápidamente, que cuando acordaron ya no estaba a tiro de cañón.
El rey Sol entra en acción
Lo había pasado mal. Muchos de sus compañeros habían muerto, pero gracias a su ingenio habían conseguido salvarse la mayoría. Aquella manera de asistir a los sitiadores de Barcelona era demasiado temeraria y arriesgada. Y todo porque el comandante francés había adoptado su pusilánime postura de no entrar en combate. Para colmo, el 7 de mayo se avistaron en el horizonte un gran número de velas. Era la flota aliada, refuerzos que venían a unirse a los ingleses. ¿Cuáles serían ahora las órdenes del almirante francés? Desplegar velas y salir de allí echando leches, por supuesto. Porque, mira que si le rayan su flamante yate.
¿Qué sería ahora de las tropas de Felipe V ante la llegada de refuerzos aliados y el abandono de la escuadra francesa? Pues muy fácil, ir dando de mano, recoger el hato que nos vamos de esta hasa nosotros también. Felipe V se vio indefenso y tuvo que abandonar el asedio. Barcelona era una ciudad clave si quería conservar su corona. Ahora, Carlos de Habsburgo, el austriaco, se sentía un poco más fuerte, la balanza se inclinaba a su favor, los catalanes ya lo consideraban el verdadero rey de España. Carlos sonreía, ¡qué ingenuos son!
Tan fortalecido salió Carlos de Habsburgo del apoyo barcelonés, que se atrevió a plantarse en el mismo Madrid. ¿Dónde estaba Felipe? Acojonaito al otro lado de los Pirineos. Felipe había concentrado gran cantidad de tropas alrededor de Barcelona dejando desguarnecida Madrid y gran parte de España. Por eso Carlos apenas encontró resistencia en su viaje hacia la capital, ahora que todas esas tropas se habían refugiado en Francia ante la llegada de los aliados. Los madrileños, ante la llegada del austriaco, no se quedaron con los brazos cruzados, y aun sin soldados y sin armas, lo hostigaron con abucheos, insultos, piedras y todo tipo de objetos que pudieran lanzarle. Pero Madrid cayó en manos aliadas y ahora Carlos se dirige a Zaragoza, que también tomaron ese mismo mes de junio. Su intención era ser proclamado rey en aquella ciudad el 15 de julio.
Mientras tanto, al otro lado de los Pirineos, hay un rey ya entrado en años, que ve cómo su nieto necesita ayuda. ¿Qué no haría un abuelo por su querido nieto? Si doña Toda de Navarra se había desvivido por su nieto Sancho, aquel gordo al que habían tenido que coser la boca para que dejara de comer, ¿no iba él a desvivirse por el suyo? Había llegado la hora de actuar de verdad. Luis XIV, al que llamaban el rey Sol había decidido dejar de mirar desde lejos y pararles los pies a aquellos ambiciosos ingleses que ansiaban ser los amos del mundo, y a sus aliados holandeses que, como perros falderos, se habían pegado a ellos por los muchos favores que les debían. Durante mucho tiempo los británicos aportaron grandes cantidades de dinero para financiar las rebeliones holandesas contra el imperio español. Ahora estaban en deuda con ellos. ¿Acaso pensaban que su ayuda les saldría gratis?
Luis XIV envió con carácter de urgencia gran cantidad de tropas y armas para reconquistar los territorios perdidos. Por los pueblos por donde pasaban las tropas francesas, eran recibidos con gran alegría, los apoyaban y los abastecían de víveres. Ahora que Felipe V estaba a punto de perder la corona, parecía como si la población hubiera tomado conciencia de que la situación en España no sería favorable con un rey austriaco apoyado por los británicos, que nunca participaban en nada sin sacar tajada. Tanto éxito tuvo esta irrupción en España que, para el 4 de octubre, Felipe V pudo regresar. El recibimiento en Madrid fue apoteósico, con grandes muestras de alegría y júbilo.
Para los primeros meses de 1707, Blas de Lezo es destinado al fuerte de Santa Catalina en Tolón. ¿Por qué lo encontramos ahora en tierra firme? El almirantazgo seguía con su política timorata de no actuar, y apenas salían a patrullar el Mediterráneo, limitándose tan solo a vigilar la costa francesa. Muchos barcos permanecían amarrados, inactivos, y por eso hubo muchos destinados a la defensa de la costa, pero prestando sus servicios en fortalezas. A Blas lo habían puesto al mando de las baterías de Santa Catalina. Un día, a lo lejos se divisaron velas, eran buques del príncipe Eugenio de Saboya que se acercaban. Blas dio la voz de alerta, por si no venían con buenas intenciones. Y así era, venían con intención de asaltar la fortaleza. Sabían que los franceses tenían descuidado el Mediterráneo y aprovecharon para atacar. Iniciado el asedio comenzó también el intercambio de disparos. Los cañones saboyanos intentaban dañar las murallas, y por su parte, las baterías del fuerte intentaban repeler el ataque. Blas animaba a su gente, disparaban a buen ritmo, tal como él los tenía a costumbrados, no conseguirían asaltar el fuerte. Los cañones a su mando lo impedirían. Y de pronto, un proyectil proveniente de los barcos saboyanos impactó contra el parapeto de la batería donde se encontraba Blas. Un trozo de madera se desprendió y fue a golpearle en la cara, dañándole el pómulo y el ojo izquierdo.
El juego de los británicos
El pómulo no le quedó mal, los médicos hicieron un buen trabajo, pero aunque el ojo no llegó a vaciársele, perdió la visión. Tardó varios meses en recuperarse, pero lo que más le costó de todo fue habituarse a medir las distancias con un solo ojo. Una vez recuperado del todo y habituado a su nueva visión en dos dimensiones, Blas fue nuevamente ascendido a teniente de vagel guardacostas. Su destino fue la vigilancia de las costas atlánticas francesas. Muy buen trabajo debió realizar como guardacostas cuando en 1710 fue ascendido de nuevo a capitán de fragata. Blas había cumplido 21 años. Y con su fragata bien armada siguió patrullando Blas hasta 1712, dos años en que les hizo la vida imposible a los británicos que se acercaban por las aguas francesas. Hasta once barcos apresó y remolcó hasta Francia, el último, el “Stanhope” un buque de 20 cañones con el que mantuvo un reñido combate y finalmente venció y entregó en Rochefort, donde recibió las felicitaciones de sus superiores.
Aquel mismo año de 1712 las armadas francesa y española se separan y cada una, aunque seguirían como aliadas, pasó a prestar servicio a su país de forma independiente. Blas de Lezo fue muy bien acogido en la Armada de Felipe V y fue puesto a las órdenes de don Andrés del Pez, un marino con gran reputación. La Armada española no contaba por aquellos entonces con demasiados barcos, pero sí con excelentes marinos. Enseguida se dio cuenta el almirante de la valía del muchacho y quedó tan satisfecho por sus servicios que escribió al rey certificando sus cualidades. El rey, como respuesta, ordenó su ascenso a capitán de navío y le fue entregado el buque “Campanela” dentro de la escuadra que comandaba don Andrés del Pez.
Mientras tanto, en España el curso de la guerra seguía con vientos favorables para Felipe V, que iba recuperando territorios perdidos como Valencia y Zaragoza. Pero las tropas francesas estaban siendo severamente castigadas y el abuelo de nuestro rey Felipe no podía soportar estos descalabros por mucho tiempo más. La puntilla se la dio el duque de Saboya con la entrada de sus tropas en la base militar de Tolón. Demasiada sangre y demasiado dinero le estaba costando la guerra a Luis XIV. No le quedaba otra salida que emprender negociaciones de paz. Sus tropas abandonaron la península Ibérica y su nieto quedó indefenso ante los austriacos. ¡Qué se le va a hacer! Si ni niño tiene que perder la corona de España, aquí tiene a su abuelito, que lo recibirá con los brazos abiertos y no le faltará un plato de sopa en la mesa.
Y lo cierto es que en España se comenzaba a pasar hambre. A las calamidades que arrastra toda guerra, se unieron una gran sequía veraniega continuada con un invierno demasiado frío, por lo que no hubo cosecha que sobreviviera y los alimentos escaseaban. Y con la mezcla de tanta calamidad, la guerra comenzó a ponerse en contra de Felipe y a favor del archiduque Carlos, que se puso de nuevo en camino para entrar en Madrid. Tal como lo recibieron la vez anterior lo recibieron esta vez, entre abucheos, insultos y pedradas. Y cuando todo parecía perdido para Felipe, va y la palma el emperador de Austria. Los aliados se retiran y dejan solo al archiduque Carlos. ¿Qué está pasando? ¿A qué juegan los británicos? Está claro que jugaban al desgaste de unos y otros. Cuanto más desgastados estén los demás, más poderosos ellos.
A Inglaterra no le convenía una alianza entre España y Francia por su potencial poderío, pero tampoco le convenía un nuevo imperio como el de Carlos V. El emperador José I había muerto y su sucesor era ni más ni menos que el archiduque Carlos, el mismo que los aliados apoyaban para ser rey de España. Estaban pues, ante un caso similar al de Carlos I de España que heredó la corona española y la del Sacro Imperio. ¿Pero entonces, por qué le habían apoyado hasta ahora sabiendo que eso pasaría? O no habían caído en la cuenta, o pensaban que el emperador austriaco sería eterno, o siendo muy mal pensados, habían jugado a apoyarlo para dejarlo solo ante el peligro en el último momento. Fíate tú del demonio
Barcelona no se rinde
Firmados los acuerdos con Luis XIV la alianza entre ingleses y holandeses se disuelve y el archiduque Carlos de Austria queda sin apoyos. Se firma entonces el famoso tratado de Utrecht donde los ingleses le ponen duras condiciones a Felipe V. Se exige que abandone los territorios italianos, y se quedan con Menorca y Gibraltar. Menorca pudo recuperarse, en Gibraltar seguirán fastidiando forever.
Carlos, el austriaco, dice que, ante una causa perdida no tienen nada que hacer en Barcelona y que en Austria le espera una corona, así que, adiós muy buenas. En fin, que se perdió Gibraltar, pero, por lo demás, todo bien para Felipe, ¿no? Pues no. Se había firmado un acuerdo en Hospitalet el 22 de junio de 1713 en el cual se acordaba la entrada pacífica de las tropas de Felipe V el día 15 del mes siguiente. Habían sido 10 años de resistencia, y algunos pensaban que si se rendían, todo habría sido en balde. Por eso los cabecillas catalanes, Villarroel, Coma y Casanova no quisieron dar su brazo a torcer, y decidieron continuar la guerra.
«El Excelentísimo y Fidelísimo Principado de Cataluña convocado en Brazos Generales el sobredicho año y día ha deliberado continuar la guerra en nombre de la Sacra Cesárea Católica Real Majestad del emperador y rey nuestro Señor (que Dios guarde) por mantenerse vasallos de la sobredicha S.C.C.R.M. según la ley establecida en las cortes generales celebradas en el año de 1706 y por conservar las leyes, constituciones, privilegios, honores, costumbres y prerrogativas que el serenísimo duque de Anjou ha derogado queriendo que el presente Principado de Cataluña se entregue a discreción y que los naturales y habitantes no gocen en adelante más ley ni privilegio que la que a su arbitrio quiere imponerles.»
De este comunicado se desprende que no se fiaban de la promesa de Felipe V e insisten en mantenerse fieles a Carlos de Austria. El desafío, aún a sabiendas de que sus posibilidades eran nulas sin la ayuda británica y en ausencia de las tropas austriacas que se había marchado con Carlos, iba a costar mucha sangre. Felipe V escribe a su abuelo pidiendo consejo, pues ha firmado un acuerdo y ahora no sabe si debe romperlo. La respuesta de Luis XIV es tajante: derrotar definitivamente a los oponentes y hacerles pagar los costos de la guerra.