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Entre dos emperadores
Encontrándose Cortés ocupado en la construcción de la villa, le informan que cinco mexicas acaban de entrar a Cempoala. Eran recaudadores de impuestos. Cortés convence a los totonacas para que los detengan. Cacique Gordo se siente protegido por los extranjeros y decide apresarlos. La rebelión contra los tiranos de Tenochtitlan ya no tendrá vuelta atrás.
La detención de estos mexicas iba a servir a Cortés para dos cosas, primero para comprobar hasta qué punto estaban dispuesto a implicase los totonacas en una rebelión contra Moctezuma, y luego para utilizarlos en un enredo, con el cual pretendía ganarse la confianza del emperador. Dos de los mexicas son liberados a espaldas de los totonacas y son llevados a presencia de Cortés, que los envía a hacerle saber a Moctezuma que ellos, los españoles, no son sus enemigos. Al día se dio la voz de alarma de que dos de los presos se habían escapado y Cortés mostró su descontento con la fuga, a la vez que la preocupación de los totonacas aumenta, pues ahora Moctezuma ya estará enterado de la rebelión y no les quedará más remedio que mostrar fidelidad a los españoles y seguir adelante con ella.
Mientras tanto, la construcción de la villa seguía su curso, pero he aquí que algunos hombres pidieron a Cortés que les permitiera volver a Cuba, pues no querían seguir adelante con lo que ya se vislumbraba como un plan demasiado ambicioso. Cortés, aunque contrariado, no se opuso y estuvo dispuesto a poner uno de los barcos a su disposición. Pero pronto fue advertido por sus más allegados del peligro que suponía dejarlos volver. Todos los que pretendían abandonar eran fieles a Velázquez. Cortés se dio cuenta de su error, pues dejarlos marchar suponía poner al corriente de todo al gobernador. Lo mejor era denegarles el permiso, aunque eso supusiera un gran malestar entre los que ya se veían rumbo a Cuba.
En julio de 1519 llegaba Francisco de Salcedo, que siguiendo las indicaciones de Cortés, se había quedado en Cuba hasta recibir noticias de España. Salcedo las trae: el emperador había concedido permiso a Velázquez para descubrir tierras en el continente. Esto es una buena noticia, pues con su presencia en terreno mexica ya no está incurriendo en ninguna falta, la parte mala de la noticia es que el mérito será para Velázquez y probablemente termine siendo el virrey de todo lo que se conquiste. Por eso, Cortés se reúne con sus hombres de confianza y pone en marcha un plan.
No hay rey que no sepa apreciar un buen tesoro. Las arcas siempre van a estar dispuestas a recibir lo que le echen, y las de Carlos, regente de los reinos de España y emperador de media Europa, estaban más necesitadas que ningunas otras. Así que, ¿por qué no enviarle a Carlos V el tesoro que les había dado Moctezuma? Aquello era mucho más que la quinta parte exigida, pero es que, lo que Cortés perseguía también era mucho más que un simple reconocimiento por sus servicios.
Cortés se encierra en su chabola y se pone a escribir. Hace una lista detallada de todos los objetos que componen el tesoro. Luego escribe una carta dirigida a la reina Juana y al emperador Carlos: «Muy altos y muy poderosos, excelentísimos príncipes, muy católicos y muy grandes reyes y señores». Cortés sabe que aunque Carlos ejerce de rey, es su madre la que figura como reina nominal, y por eso utiliza la fórmula adecuada en la cual incluye a Juana. Esta carta irá firmada por los más allegados a Cortés, pero no por él mismo, para que cuele como una carta colectiva en la cual él no participa, y en ella se pone de vuelta y media a Velázquez, pidiendo a su majestad que bajo ningún concepto se le conceda la adelantaduría de las tierras conquistadas, y que se revocase cualquier título que ya se le hubiera otorgado. Se pide además que Cortés sea ratificado en su puesto de capitán.
Cortés quema sus naves
Se nombran dos procuradores, que serán los que llevarán el tesoro en persona al emperador. Uno de ellos será Montejo, antiguo cabecilla de los velazquistas. Enviándolo a España se lo quita de encima. El otro será Portocarreño, un hombre de plena confianza, que vigilará a Montejo y lo disuadirá de la tentación de hacer una parada en Cuba y visitar a Velázquez. Con la marcha de Portocarreño, quedará libre Marina, la concubina que el mismo Cortés le entregó.
No hay expedición que se precie que no cuente con su respectiva rebelión y su consecuente castigo ejemplarizante. La de Cortés no iba a ser menos. No era la primera, pero sí la más grave. Justo cuando el barco que debía llevar el tesoro a España estaba a punto de partir, se descubre una conjura que pretendía apoderarse del barco, llevarlo a Cuba y poner a Velázquez al corriente de todo. Fue uno de los conjurados, que en el último momento se arrepintió, el que avisó a Cortés.
Se acabó, Cortés no está dispuesto a consentir ni una sublevación más. Tiene muy claro lo que ha venido a hacer y todos los que lo siguieron estuvieron conformes. Debe dar un buen escarmiento. Los cabecillas Juan Escudero y Diego Cermeño son condenados a la horca y a Gonzalo de Umbría le serán amputados los dedos de un pie. Los demás, serán azotados. Solamente Juan Díaz, por su condición de clérigo, se salva del castigo, pero es relevado por Bartolomé de Olmedo en su cargo de director espiritual, y además, se caga las patas abajo cuando es amenazado con ser denunciado a la inquisición por entorpecer la evangelización de los mexicas. Según Bernal Díaz del Castillo, al firmar las sentencias, Cortés dijo alejándose del lugar: «¡Oh, quien no supiera escribir para no firmar sentencias de muerte de hombres!»
Solo queda una cosa por hacer: poner los medios para que nadie pueda intentar apoderarse de un barco y desertar. Reunidos en consejo, Cortés y sus hombres acuerdan una solución dramática: destruir los barcos. Quemar las naves. Una solución que no solo cumpliría con su propósito, sino que se convertiría en todo un símbolo universal de intrepidez, de aquel que toma una decisión y no está dispuesto a volver atrás.
Juan Suárez de Peralta describe los hechos con detalle: «Pareciéndole a Cortés que se pusiese en ejecución lo pensado, determinó de tratarlo con dos o tres amigos suyos, sin que nadie entendiese que se prendiese fuego a los navíos; y como lo trató con los amigos, acordaron que se hiciese. Así lo hicieron, y cuando no se cataron, vieron arder los navíos y procuraron socorrerlos, y no pudieron porque algunos se holgaron de ello, y el tiempo no les daba lugar, porque soplaba un airecito que los ayudó a quemar muy presto».
Esto es lo que cuenta este autor en su libro. Sin embargo, otros creen que es una invención y que lo que verdaderamente hicieron fue agujerear los cascos para que los barcos se hundieran, haciendo creer a los demás que estaban podridos por la broma (molusco que destruye la madera de los barcos). No parece muy verosímil la versión del hundimiento, pues de haberse hundido todos a la vez, nadie hubiera creído tal casualidad, y de haberse hundido solo uno, hubieran exigido partir inmediatamente antes de que se hundieran los demás. Aunque, quién sabe si alguien se hubiera atrevido a exigir nada, después de rodar cabezas y dedos de los pies. Sea como fuere, Cortés quemó (o hundió) sus naves, y aquello quedó para la historia y la posteridad como algo… casi romántico.
El bando velazquista y las intenciones del conquistador
En favor de los velazquistas, hay que decir, que no necesariamente eran los malos de esta historia, o no todos. Velázquez se había ganado la antipatía de muchos de los que un día estuvieron a su lado, entre ellos Cortés, que una vez fue su gran amigo. Si bien es cierto que muchos de los que se embarcaron eran fieles a Velázquez y estaban allí para espiar y entorpecer la expedición, otros simplemente estaban ahora en su bando porque querían volver a Cuba.
En esta aventura se embarcaron, ilusionados por la palabrería de Cortés, muchos de sus amigos y seguidores, pero también los había que solo iban porque no sabían hacer otra cosa que ganarse la vida con la espada o con el oficio de marineros, es el caso de una parte de los tercios italianos que habían servido con Gonzalo Fernández de Córdoba, y que en el momento de la expedición habían emigrado a Cuba, Los había también que simplemente querían vivir aventuras. El caso es que no todos estaban al tanto de lo que se proponía hacer el extremeño. ¿Acaso él mismo lo sabía?
Incluso una vez acabemos de ver la historia completa, nos va a ser difícil saber las verdaderas intenciones de Cortés, unos dirán que por ambición, por vengarse de las humillaciones de Velázquez, por simpatía hacia los indios, o la creencia más extendida de todas: Cortés se proponía (y lo consiguió) fundar un país de mestizos. Cortés pasó años viendo cómo se asesinaban a los indios. Así mismo también convivió con ellos y tuvo hijos con mujeres indígenas. Suficiente para cambiar su modo de ver a la gente de aquel nuevo mundo y comprender que los indios no eran seres inferiores. ¿Qué mejor manera de defenderlos que mezclando las dos razas?
Todo esto no quita que Cortés se hubiera metido en un berenjenal del que podía salir malparado, pues se había rebelado contra un representante de la Corona, aunque la máxima representante de ésta estuviera confinada en un pueblo castellano y el regente del reino, demasiado joven, lo tuvieran agobiado entre flamencos y castellanos. Y quizás sea precisamente esta intrepidez y esta rebeldía, a sabiendas de que le podía costar muy caro, lo que hace más interesante este acontecimiento que cambiaría la historia del mundo.
Los que querían volver, ya se habían dado cuenta del peligro que corrían si seguían al lado de Cortés, pues serían acusados de colaborar con un rebelde y ser castigados por ello. Les gustara o no la política de Velázquez, a su lado estarían a salvo. Seguir adelante con la expedición era exponerse a un castigo o a no volver de allí nunca más para evitarlo. Era lo que parecía perseguir Cortés, quedarse allí para siempre, aunque ya había jugado una carta muy valiosa para que eso no fuese así. El tesoro de Moctezuma navegaba rumbo a España.
Cuando menos lo esperaban, aparecieron en el horizonte unas velas. Son cuatro barcos y Cortés se pregunta quiénes pueden ser. Son barcos españoles, teme que Velázquez los haya enviado en su busca. Pero no es Velázquez quien los envía, sino Francisco de Garay, el gobernador de Jamaica. Él también obtuvo permisos para explorar el golfo de México. Buscan un estrecho entre Florida y Yucatán, que les permita pasar al Mar del Sur y poder llegar a Asia.
Vienen comandados por Alonso Álvarez de Pineda; han recorrido toda la costa desde Florida hasta llegar a la desembocadura del Misisipi, para seguir por la costa de lo que un día llegaría a ser Luisiana y Texas. Habían salido de Jamaica en noviembre de 1518, llevaban ocho meses navegando y ahora habían decidido desembarcar en México a escasos kilómetros de donde se encontraba Cortés, el cual no estaba dispuesto a permitirlo.
Sierra Madre
Los primeros en desembarcar son hechos prisioneros. Poco después se envía una chalupa a ver qué ha ocurrido y sus ocupantes también son capturados. Alonso Álvarez no insiste y decide volver a Jamaica. Los hombres capturados, unos diez, le vendrán muy bien a Cortes, que los convence para que se unan a él.
Las ciudades de Tlaxcala, Cholula y Uexot-zinco eran aliadas, formando una especie de confederación de tres millones de habitantes, que plantaba cara al emperador Moctezuma, el cual también tenía como aliadas a las ciudades de Texcoco y Tlacopan, agrupando juntas a otros tres millones de almas. En la práctica, era Tenochtitlán la que dominaba al resto. Cacique Gordo le había contado (a través de Marina) las rivalidades entre estas dos coaliciones, y le había aconsejado llegarse hasta Tlaxcala para negociar con sus jefes, ya que su ayuda era esencial para enfrentarse a Moctezuma.
El 16 de agosto de 1519 Cortés moviliza a un ejército de totonacas y abandona Cempoala para dirigirse a la ciudad de Tlaxcala. Hernán Cortés va a dar un giro radical a la historia de sus gentes, que alcanzarán la gloria, para ser marginados con el paso del tiempo por el resto de sus compatriotas mexicanos.
Cortés lleva trescientos de sus hombres, cincuenta taínos, unos mil guerreros totonacas y otros trescientos indios que hacen de porteadores. También le acompaña Malintzin, Marina, imprescindible para poder comunicarse con los tlaxcaltecas, que hablan la lengua nahúa. Atraviesan la Sierra Madre Occidental, es época de lluvias y una vez en el altiplano no tardan en experimentar la frescura de las alturas. Un buen trecho del camino se hará a través de la nieve, donde varios indios cubanos mueren de frio, al no haberse visto nunca en tales condiciones climáticas.
La tropa se había dividido en dos. Alvarado marcha al frente con un centenar de hombres; Cortés le sigue con un día de diferencia. En Xalapan, actual Jalapa, ambas tropas se unieron para marchar juntos el resto del camino. En este lugar una yegua perteneciente a Juan Núñez, perdió a su potrillo. Año y medio más tarde lo encontrarían en medio de una manada de venados. Al verse solo se fue hacia la primera manada que encontró, fue aceptado y se adaptó a convivir con ellos. Dicen que resultó ser un buen caballo.
El paisaje iba cambiando poco a poco, el camino discurría entre altos pinos que se alzaban sobre un cielo limpio. Llegaron a Zocotlan, actual Zautla, un poblado de casas de piedra pintadas de blanco con abundantes huertas. Unos soldados portugueses comentaron que aquel pueblo se parecía a Castilblanco, en Portugal, y así llamaron al lugar. Fueron amablemente recibidos por el cacique llamado Olintetl, un individuo que bien pudiera haberse conocido como Cacique Gordo, de no ser porque ya llamaban así al cacique de Cempoala. Este era todavía más obeso que el anterior, tanto que para caminar tenía necesariamente que apoyarse en los hombros de dos sirvientes.
Exhaustos y hambrientos como estaban, la parada en Zocotlan fue un alivio para las tropas. Olintetl ordenó que les sirvieran comida y fueran bien tratados. Aquel hombre amable, además de obeso tenía un rictus nervioso que hacía que de vez en cuando sus carnes temblaran, de ahí que los españoles le apodaran el cacique Temblador. Cortés tuvo ocasión de mantener una charla con él, en la cual el Temblador llegó a darle a entender que probablemente aquella hospitalidad que les brindaba tuviera consecuencias, pues los había acogido sin el consentimiento de Moctezuma. Cortés entonces le preguntó si eran vasallos del emperador, a lo cual el cacique respondió: ¿Pero es que hay alguien que no lo sea?
Cortés le preguntó si eran vasallos del emperador, a lo cual el cacique respondió: ¿Pero es que hay alguien que no lo sea? -Yo vengo en representación de otro emperador aún más poderoso-, le hizo saber el español. Pero aquello quizás ya era demasiado para hacérselo entender al cacique Tembloroso, por muy bien que se lo explicara Marina. Cortés también pretende hacerles entender que deben desprenderse de sus ídolos y en su lugar abrazar la cruz de Cristo, pero fray Bartolomé de Olmedo le hace ver que va demasiado deprisa.
El capitán comprende que es cierto y le pide a Marina que se limite a repetir el mensaje que van dejando por allí por donde pasan: que se aparten de los ídolos falsos, que abandonen los sacrificios humanos y la antropofagia.
Antes de partir de Zocotlan, todavía iban a tener ocasión de ver un verdadero tzompantli, ¿Qué era un tzompantli? un altar donde se colocaban cráneos humanos a la vista de todo el mundo. La misma palabra tzompantli significa cráneo en lenguaje nahúa. Su finalidad era honrar a los dioses, pero también la de intimidar al enemigo disuadiéndolo de seguir adelante. En Zocotlan pudieron comprobar cómo se las gastaba Moctezuma; en aquel tzompantli había cientos de cráneos sostenidos por varas que los atravesaban por las sienes.
Al contemplar aquel horror, muchos murmuraban si no era mejor darse media vuelta y volver atrás. Cortés, que los escuchaba se dirigió a ellos diciendo: “Buscamos engrandecernos en la grandeza, no en la pobreza”; que más o menos venía a querer decir que, cuanto más fiero y poderoso le pintaban a Moctezuma, mayor era el deseo que sentía de encontrarse con él.
Todavía permanecerían los españoles unas semanas en Zocotlan mientras decidían qué camino seguir, dejándose aconsejar por los totonacas sobre cual era la mejor ruta y la menos peligrosa, ya que algunas zonas eran vigiladas por los mexicas. Mientras tanto, Cortés envía unos mensajeros para anunciar a los tlaxcaltecas su llegada y sus intenciones de aliarse con ellos. Aquellos días se fue esparciendo por la región la fama de los españoles, siendo los totonacas quienes ponderaban todo lo que eran capaces de hacer, admirados por su armamento y sus tácticas guerreras.
Pasados cinco días sin que los mensajeros volvieran, Cortés se despide del cacique Temblador y de sus gentes y parte hacia Tlaxcala, parando antes en Ixtamaxtitlan, un pueblo vecino, a cuyo cacique le había llegado la fama de los españoles y les invitaba a visitarlo. Allí estuvieron tres días bajo la hospitalidad del cacique Tenamaxcuicuitl, que significa Piedra Pintada. Cortés no pierde el tiempo y pide a Piedra Pintada que le preste hombres, a lo cual el cacique accede y le deja un centenar de guerreros. Hay que aclarar que tanto Zocotlan como Ixtamaxtitlan son pueblos vasallos de Moctezuma, y que al igual que los totonacas están deseosos de sacudirse el yugo del emperador.
Cortés es informado de que están próximos a la frontera de Tlaxcala, que junto a Cholula y Uexot-zinco forman la única alianza que planta cara al imperio mexica. Avanzaban por un valle cuando de repente se encontraron con una gran muralla de unos tres metros de altura que les cortaba el paso. Se trataba de una impresionante obra defensiva que iba de una parte a otra del valle taponándolo por completo. Piedra Pintada, que los había acompañado hasta la frontera, les explicó que aquella muralla se encontraba allí desde tiempos inmemoriales y que servía a los tlaxcaltecas para defenderse de las guerras que todos los vasallos de Moctezuma mantenían con sus vecinos, aunque en aquellos entonces estaba abandonada y podrían cruzar fácilmente por una estrecha puerta que ni siquiera estaba cerrada. Al otro lado se encontraba Tlaxcala