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Vivir como un rey
Tras el fracaso por el sur de Francia, Carlos regresó a España. Aquella navidad de 1536 decidió que la pasaría con su esposa y sus hijos en Tordesillas junto a su madre, la reina Juana. Debido a sus viajes y su apretada agenda no podía ir a visitarla demasiado, así que aquella navidad era una buena ocasión para pasar unos días juntos. Al llegar, como de costumbre, se arrodilló respetuosamente ante ella y le pidió la mano. Juana se la negó, como hacía siempre, y le pidió que se levantara y la abrazara, como su madre que era. Durante aquellos días cayó una intensa nevada «que los hombres viejos dicen que hacía más de cuarenta años que nunca se había visto en esta tierra».
Durante los primeros meses de 1537 hubo varios intentos por llegar a un acuerdo con Francisco I para firmar la paz, pero el rey francés era terco como una mula y la lucha continuaba en Italia. En Milán, las tropas francesas fracasaron una vez más, y Francisco, frustrado y furioso, volvió la mirada a Flandes, rompiendo otro de los acuerdos firmados, en los cuales renunciaba a todas sus pretensiones sobre estos territorios. En una de las sesiones celebradas en el parlamento de París, Francisco volvía a reivindicar su señorío sobre Flandes, declarando a Carlos como rebelde en su cargo como administrador.
María, la hermana de Carlos, ahora gobernadora de los Países Bajos, reaccionó reclutando un ejército para defenderse. Fue mucho más efectiva su hermana Leonor, la esposa de Francisco, intercediendo en el conflicto y dialogando entre ambas para llegar finalmente a una tregua, que aunque no resolvió todas las cuestiones pendientes, daría un respiro a María y al propio Carlos, que aprovechó para visitar Aragón. Allí pasó varios meses intentando recaudar fondos para sus campañas militares. En noviembre fue avisado de que la emperatriz acababa de dar a luz y se encontraban mal, tanto ella como el niño.
Cuando Carlos llegó, Isabel se encontraba mucho mejor, aunque el niño seguía delicado. Pasó varias semanas con ellos, pero cuando Isabel estuvo lo suficientemente recuperada, Carlos tuvo que marchar de nuevo, muy a pesar suyo, pues se fue apenado por tener que dejarla en aquellos momentos en que ni ella ni el niño acababan de estar bien del todo. Él mismo comentaría años más tarde que «la emperatriz quedó tan mal de aquel parto que desde entonces hasta su muerte tuvo poca salud». El 31 de diciembre ya se encontraba en Barcelona; allí esperó al mensajero del papa, que le informó que todo estaba preparado para reunirse en Niza.
Niza, pertenecía al duque de Saboya y era territorio neutral. El papa se ofreció para mediar entre Carlos y Francisco, que acudió a la reunión con Leonor. La reunión fue bastante curiosa, pues ninguno de los contendientes quiso verle la cara al otro y solamente se comunicaron a través del papa. Sin embargo, no desaprovecharía Carlos la ocasión para abrazar a su hermana, que había llegado en una galera, y hasta allí se acercó a verla. Y entonces, tuvo lugar una curiosa y graciosa anécdota. Carlos quiso cruzar la pasarela hasta la embarcación, pero en esto Leonor salió y quiso cruzar también, y con el peso de ambos, la plancha de madera se rompió y cayeron al agua. Inmediatamente se zambulleron sus acompañantes para rescatarlos, para más tarde ser objeto de risas y chanzas.
Las conversaciones entre los reyes continuaron y ante las presiones del papa se logró una tregua de diez años. Si durante este tiempo alguno de los dos la rompía, el papa amenazaba con actuar contra ellos. Qué duda cabe que Leonor tuvo mucho que ver en aquel acuerdo, como en el encuentro de su esposo Francisco y su hermano Carlos. Había insistido mucho en que tenían que reconciliarse, y al final logró que un mes más tarde se reunieran en Aigues Mortes, en Francia, muy cerca de la frontera con España. El 14 de julio de 1537 Carlos recibió en su galera a Francisco, al día siguiente fue Francisco quien lo recibió a él. ¿Qué ocurrió en aquellas reuniones? Pues que ambos reyes se abrazaron y se juraron amistad eterna. Los testigos cuentan lo siguiente: «el rey de Francia sacó un anillo del dedo con un diamante y dixo a S.M. que desde aquella ahora en adelante, él se tenía por su verdadero amigo y hermano para ser siempre amigo de sus amigos y enemigo de sus enemigos».
Después de todo esto, cabe pensar si el rey de Francia estaba bien de la cabeza. Se puede entender el abrazo por parte de Carlos, que no deseaba otra cosa que la paz, aunque ya no se fiara un pelo de su cuñado. Se puede entender también que Francisco se sintiera presionado por Leonor para aceptar la amistad de Carlos. Lo que no se puede entender es cómo un rey puede ser tan testarudo y reincidir una vez tras otra, aun siendo vapuleado y hasta humillado por su contrincante. Definitivamente, pienso que Francisco sufría un severo trastorno, aunque nada hay de extraño, después de ver la ajetreada vida que les había tocado vivir. Y aquí viene otra reflexión: ¿No será más bien falso el significado de aquel dicho de “vivir como un rey”?
Cuando Carlos perdió los nervios
Suleimán, con su ejército intacto al no haberse querido enfrentar al emperador, no tardó en atacar de nuevo Hungría y a Carlos le llegaron malas noticias: las fuerzas cristianas habían sufrido una severa derrota. Por tanto, la amenaza turca era prioritaria y dio las órdenes oportunas a Andrea Doria para devolver el golpe a los musulmanes en el Mediterráneo. Mientras tanto, Carlos y la emperatriz presidieron una asamblea en las Cortes Castellanas de Toledo, en octubre de 1538, donde explicaron las extraordinarias circunstancias que les había llevado a convocarlos: el emperador necesitaba recaudar dinero para combatir a los turcos y pedía que fueran aprobados unos impuestos al clero y a la nobleza, pero su propuesta obtuvo escaso éxito.
Aquella asamblea fue, sin pretenderlo, una auténtica encerrona para Carlos en la que los nobles se iban a ensañar con él. Las continuas guerras en las que estaba inmerso el imperio no eran del agrado de muchos nobles que exigían un cambio de política y que el emperador se dedicara a los asuntos de España. Dos tercios de los miembros presentes se opusieron al impuesto. Carlos comprendió en ese momento la decepción de los castellanos, por tener un rey que además era emperador y no podía dedicarse de lleno a los asuntos del reino, tal como hicieron sus abuelos, que además fueron reyes y gobernantes los dos. Hubo solo un pequeño grupo compuesto por el duque de Alba y otros cuantos miembros que apoyaron a Carlos, aunque no pudieron influir en los demás.
Para colmo, el condestable de Castilla lideró una delegación que trajo un escrito para que fuera leído en presencia de Carlos: «Parécenos que lo más importante y más debido a nuestra fidelidad es suplicar a V.M. trabaje por tener suspensión de guerras, y de residir por ahora en estos reinos, hasta que por algún tiempo se repare el cansancio y gastos de V.M. y de otros muchos, que le han servido y servirán, pues es cosa notoria que las principales causas de las necesidades en que V.M. está, han nacido de los dieciocho años que ha que V.M. está en armas por mar y tierra, y los grandes gastos que a causa destos recrecen.»
Ante palabras tan duras contra el emperador surgieron protestas por todos lados. El propio Carlos saltó furioso dirigiéndose hacia el condestable mientras gritaba: «¡Voy a arrojaros por la ventana!» A lo que éste contestó: «¡Mirarlo ha mejor Vuestra Majestad, que si bien soy pequeño, peso mucho!» Más tarde, según cuentan los cronistas, Carlos se lamentaba diciendo: «¡He comprendido el poco poder que en realidad tengo!». Luego salió de allí despidiéndolos a todos ásperamente. El cardenal y ministro Tavera añadió: «No hay para qué detener aquí a vuestras señorías, sino que cada uno se vaya a su casa o a donde por bien tuviere». La nobleza de Castilla nunca más sería convocada a una sesión de las Cortes.
Estamos ante un magnífico ejemplo del problema que significaba el emperador para España y España para el emperador. La nobleza, con razón o sin ella, no estaba dispuesta a gastar su dinero en guerras en el extranjero, aun cuando combatir a los turcos en Hungría era más beneficioso y más cómodo que hacerlo desde la propia España, donde se había combatido a los musulmanes por más de ocho siglos. Pero la nobleza insistía en que solo financiarían la defensa de España. El otro gran problema era tener un rey permanentemente ausente. Carlos lo había solucionado en parte nombrando a su hermano Fernando regente y Rey de Romanos y a su esposa Isabel regente de España en su ausencia. En Italia estaba el papa y los príncipes que ahora gobernaban en paz, pero no era suficiente y en todas partes era requerida su presencia.
España no era una provincia de ningún imperio donde poder nombrar un virrey, España era un reino donde debía gobernar su propio rey, y estar presente era una de las peticiones que se le hicieron durante su primera ausencia, petición que procuró cumplir durante siete años, pero nunca más pudo permanecer en España por tanto tiempo. Todo esto no era, por supuesto, culpa del emperador, pero iba tomando buena nota, para que, en un futuro, el error fuera enmendado. Su hijo Felipe sería la clave de todo. El caso es que, Felipe agrandaría su imperio hasta dimensiones insospechadas, donde nunca se pondría el sol.
He perdido todo mi bien
El nuevo embarazo lo pasó Isabel en compañía de Carlos yendo y viniendo a Tordesillas, donde pasaban largos ratos con la reina Juana. Fue un otoño tranquilo. En Marzo de 1539 la emperatriz no se encontraba bien, y el 20 de abril dio a luz en Toledo a un hijo muerto y a punto estuvo la madre de morir también. La fiebre no le bajaba, y cinco días más tarde empeoró. Carlos no se apartó ni un momento de ella, de rodillas delante de la cama. El 1 de mayo, sobre el mediodía, expiraba Isabel con solo 36 años, y con ella se marchaba la alegría del emperador.
Cuentan los cronistas de la época, que Carlos estaba profundamente enamorado de su esposa desde el mismo momento que la conoció, y que la amó sobre todas las cosas desde ese día hasta su muerte. Nada más morir se abrazó a ella negándose a apartarse del cuerpo de su amada, mientras gritaba: «¡Dejadme, que he perdido todo mi bien!» Luego se encerró en sus aposentos sin querer ver a nadie, y cuando salió fue para prepararlo todo y confinarse en el monasterio de La Sisla durante siete semanas. Carlos no volvería a casarse de nuevo.
Felipe, de doce años, también debió pasar un mal trance, pues durante el funeral se volvió y se metió en la cama. El cuerpo de Isabel fue trasladado a Granada, donde fue sepultada junto a los abuelos de Carlos, Isabel y Fernando. Muerta su esposa, Carlos redactó su testamento, en realidad lo que hizo fue modificarlo, pues era costumbre entre los reyes redactarlo apenas llegaban al trono y luego ir modificándolo según las circunstancias. Eran conscientes del constante peligro que les acechaba continuamente y convenía tenerlo todo atado y bien atado. Como curiosidad, el testamento de 1536 especificaba que, si tenía un segundo hijo varón, éste heredaría los Países Bajos y el Franco Condado. De haber sido así, la historia de España y de buena parte de Europa hubiera sido muy distinta, pues el ducado no hubiera llegado a manos de Felipe.
Carlos también especificaba que en caso de heredarlo una de sus hijas, ésta debía casarse con uno de los hijos de su hermano Fernando. La intención de preservar el ducado en el seno de los Austrias es clara. También se preocupó Carlos de que el ducado de Milán estuviera fuera del alcance de los franceses, por lo que, también fue dejado en herencia a Felipe. De momento, y con tan solo doce años, Felipe fue nombrado regente nominal de España, siendo siempre guiado y asesorado por el cardenal Tavera, el duque de Alba y Francisco de los Cobos, hombres de confianza de Carlos, y de su tutor Juan de Zúñiga.
Felipe quedaba solo ante una gran responsabilidad, bien asesorado, pero sin su padre, que una vez más debía partir, esta vez a su ciudad natal, Gante, donde debía hacer frente a una revuelta. En los Países Bajos no cesaban los disturbios. María había tenido que enfrentarse a una rebelión en Bruselas. Ahora era Gante, y Carlos decidió intervenir personalmente para acabar de una vez por todas con este asunto que se venía ya alargando por muchos años. En Gante, la rebelión va a ser aplastada y van a rodar muchas cabezas, por lo que, es este un episodio bastante criticado, donde se acusa a Carlos de despiadado. Viendo los hechos desde el punto de vista de nuestros días, quizás sí, fue bastante sanguinario, pero lo cierto es que en aquella época, era la manera de acabar con una revuelta definitivamente, y los revoltosos llevaban mucho tiempo dando guerra.
Para ir a los Países bajos, el camino más corto era cruzar Francia. Dadas las excelentes y hasta empalagosas relaciones que existían entre Carlos y Francisco, ¿por qué exponerse a un naufragio en alta mar? ¡Cojamos el camino por Francia y ya de paso saludamos al cuñado! El propio Francisco, enterado de que el emperador se disponía a viajar, le envió un escrito invitándolo a cruzar su reino y a hacer un alto en el camino donde sería bien recibido « escrypté et sygnée de ma mayn, sur mon honneur » escrita y firmada por mi mano, por mi honor, decía Francisco. Carlos confiaba plenamente en su cuñado, sin embargo, no todos eran de la misma opinión y le advirtieron de que Francisco no era de fiar.
El invitado
En diciembre de 1539 Carlos y su séquito era recibido por el delfín Enrique y el condestable Montmorency, que los acompañaron hasta la ciudad de Poitiers. Allí se encontró Carlos con su cuñado Francisco y su hermana Leonor y se celebraron fiestas en honor a los visitantes. Las navidades las pasó Carlos como invitado en el castillo de Fontainebleau, donde disfrutaron de los festejos y de la caza a diario. Para el día de año nuevo de 1540 Francisco organizó un gran banquete a las afueras de París. Más tarde, Carlos haría una entrada solemne en Parías, montado en un corcel negro español, en señal de luto por su esposa. A su derecha cabalgaba el delfín Enrique, y a su izquierda el duque de Orleans, hijos de Francisco, los mismos que estuvieron retenidos como rehenes a la espera de que su padre cumpliera el tratado de Madrid.
Tras una semana en París, Francisco seguía colmando de atenciones a su cuñado y a todos sus acompañantes. Durante las interminables cenas se hablaba y se ensalzaban a tales o cuales personajes, como al duque de Alba, que se hallaba presente, opinando Francisco que tenía todas las cualidades para llegar a ser un gran general y contestando Carlos que tendría en cuenta su sugerencia, quedando así el duque más ancho que largo. Carlos parecía pasarlo bien, necesitado estaba de ello tras la pérdida de su amada Isabel.
Pero tras la amabilidad y las atenciones de Francisco, algo se tramaba contra Carlos de puertas adentro. Francisco todavía se quejaba de aquel tratado de Madrid, donde fue humillado y obligado a entregar a sus hijos. Pero no era Francisco quien conspiraba contra Carlos, eran sus dos hijos, que aún le guardaban rencor y estaban dispuestos a pagarle con su misma moneda, secuestrándolo y obligándolo a entregar los dos territorios por los que su padre tanto había luchado: Milán y Nápoles.
¿Cuál era el plan de los jóvenes príncipes, raptar al emperador mientras dormía y esconderlo en algún lugar? Por suerte, el condestable Fontainebleau ya sospechaba algo y acabó descubriéndolos y les advirtió de la imposibilidad de que siguieran adelante, ya que el rey, su padre, había dado su palabra y salvoconducto al emperador. Y no solo eso, sino que se había puesto de su parte en el asunto de la rebelión de Gante, ya que los sublevados habían acudido al rey de Francia para que les prestara ayuda y él no los había escuchado, en vista de lo cual, Carlos declararía agradecido: «Por su buena actitud hacia mi persona y el buen servicio que me ha prestado al no auxiliar a esos payasos de Gante, nunca más iré a la guerra contra él, y en el futuro permaneceremos perpetuamente buenos amigos y hermanos».
Era ya entrado enero cuando el emperador y su escolta cruzaban la frontera entre Francia y los Países Bajos, donde fue recibido por su hermana María y los altos cargos del estado y la iglesia. Los dos príncipes franceses seguían junto a Carlos, se habían ofrecido a escoltarlo hasta su destino, aunque ya no con las intenciones de secuestrarlo. A Carlos llegaron a caerle bien los muchachos, e iba dándole vueltas a la idea de concederle a uno de ellos, al más joven, el ducado de Milán, siempre y cuando aceptara casarse con una de las hijas de su hermano Fernando. Era una buena idea que solucionaría la pugna de Francia por Milán, sin que este territorio dejara de pertenecer a los Austrias. Incluso se lo había comentado a su hermana Leonor.
El 29 de enero el emperador entró en Bruselas. Y allí fue informado de la situación con los rebeldes. El 14 de febrero llegó a Gante en su papel de conde de Flandes y se puso al mando de las tropas de soldados alemanes enviados por Fernando. Ante la presencia del emperador y el despliegue de fuerzas, la tensión en Gante amainó de inmediato y comenzaron las detenciones de los cabecillas. ¿Pero por qué se habían sublevado los burgueses? No era nada nuevo, la burguesía de los Países Bajos hacía mucho tiempo que estaban en rebeldía por cualquier excusa. Ya se habían opuesto tiempo atrás al nombramiento de Carlos como emperador y ahora lo hacían negándose a pagar el impuesto que pedía María para crear un ejército que les protegiera contra una posible invasión francesa. Curiosa situación. María temiendo una invasión francesa, mientras su hermano cree haber contraído con Francisco una amistad inquebrantable, y el propio rey de Francia niega ayuda a los rebeldes, aunque en el fondo no renuncia a unos territorios sobre los que cree tener derechos.
Tras poner fin a la revuelta de Gante, que acabó con numerosos burgueses pidiendo perdón y con la soga al cuello, Carlos decidió convocar una reunión familiar para resolver otros asuntos. Acudieron Fernando, María y Leonor. Se discutió la mejor manera de afrontar el problema religioso y luego se habló de Milán, que para eso había venido principalmente Leonor. El único candidato francés que Carlos estaba dispuesto a admitir era al joven duque de Orleans, siempre y cuando se casara con una de sus sobrinas. Pero aquí ya no solo contaba el deseo de Carlos sino la opinión y las condiciones de Fernando, si su hija llegaba a ser la duquesa. María, por supuesto, también contaba al ser parte interesada y Leonor traía las instrucciones necesarias de Francisco para no dejarse engatusar y sacar el mayor provecho posible del pacto, si es que llegaban a un acuerdo. Que no se llegó.
Carlos dio por concluido el asunto y concluyó que, ya que la reunión familiar no había servido para sacar nada en claro, se posponía este tema para otra ocasión. En realidad, Carlos había decidido resolver el problema cómo y cuando a él le pareciera conveniente; y lo hizo en cuanto llegó a Bruselas, redactando un acta secreta donde nombraba duque de Milán a su hijo Felipe. Ahora vas y lo cascas.
Después de pasar algunos meses con María, hasta asegurarse de que Gante estaba completamente en calma, se dirigió a Alemania, donde también habían surgido algunos problemas con los luteranos. Llegó la primera semana de 1541 decidido a poner orden aquí también, aunque sabía que este asunto iba a ser mucho más complicado y no le serviría pasar por la horca a unos cuantos rebeldes. El mismo día de su 41 cumpleaños llegó a Ratisbona. Habían pasado 20 años desde que un monje se puso frente a él y le desafió manteniendo su postura y afirmando que toda la fe mantenida por los cristianos durante mil años estaba errada.
Durante ese tiempo hubo levantamientos, persecuciones y ejecuciones. Los luteranos fueron especialmente perseguidos en los Países Bajos y hasta el propio Carlos tuvo que llamarle la atención a su hermana recomendándole más tolerancia, tal como se hacía en Alemania. Carlos nunca tuvo intención de ceder ante la reforma, tal como le decía a Frenando en una carta: «las costumbres y ceremonias de la Iglesia deben ser preservadas exactamente como siempre habían sido, profesadas y practicadas. Estoy decidido a no participar en modo alguno dispensando, cambiando o alterando algo de nuestra fe», pero tampoco se cerró en banda y optó por la tolerancia: «Nadie, ya sea por condición espiritual o temporal, debe, en detrimento de nuestra verdadera fe cristiana, emplear violencia… Se debe ganar a los luteranos con mucha delicadeza.»
En la Dieta de Ratisbona, las representaciones de luteranos y católicos solo llegaron a ponerse de acuerdo en la doctrina de la Trinidad y poco más. Tampoco hubo tiempo para seguir discutiendo, pues en el mes de mayo llegaron noticias de que los turcos intentaban invadir Hungría. ¡Pesaítos son los moros también! Carlos tuvo que suspender la Dieta, dejó los principales asuntos en manos de Fernando y partió de inmediato para Italia. A Fernando le quedaba un buen problema al que enfrentarse. Los príncipes de cada estado del imperio hacían valer su poder para determinar a qué religión adherirse. En muchos de estos estados la reforma triunfó, habiéndose prometido libertad para elegir su credo, promesa que no se cumplió, ya que los gobernantes prohibieron practicar el catolicismo. Y donde seguían siendo de mayoría católica, hicieron lo mismo persiguiendo a los luteranos; con lo cual, muchos estados entraron en guerra.
El 3 de septiembre el emperador entraba en Génova, desde donde zarpó hasta Viareggio, y desde allí, ya por tierra, hasta Lucca, donde se encontró con el papa. Allí mantuvieron largas conversaciones tratando el tema del luteranismo y la necesidad de convocar el prometido concilio para dar soluciones al conflicto. También explicó al papa su intención de lanzar un nuevo ataque naval sobre el norte de África para atraer la atención de los turcos. Durante los meses que pasó en los Países Bajos y Alemania, sus oficiales habían estado recaudando fondos, tropas y barcos para tal fin.
El desastre de Argel
Desde el punto de vista de los “expertos” en el tema, las campañas del emperador contra el norte de África no sirvieron para gran cosa, pero lo cierto es que la campaña contra Túnez en 1535 sirvió para que Barbarroja dejara de molestar las costas italianas por un buen tiempo. Carlos deseaba desde hacía mucho tiempo liderar una de estas expediciones y se embarcó en una gran flota que transportaba a un gran ejército dispuesto a conquistar Túnez. En esta ciudad había al menos 20.000 esclavos cristianos, que ante la noticia de que el emperador venía hacia allí, formaron una revuelta que facilitó la entrada del gran ejército, sin apenas tener que luchar. Barbarroja huyó y estableció su nueva base de operaciones en Argelia.
El ejército imperial, compuesto por alemanes, italiano, portugueses y españoles, decepcionado por no haber podido entablar batalla, comenzó a exigir lo que era habitual tras la conquista de una ciudad: el saqueo. Carlos no pudo negarse y dio libertad para saquear Túnez durante tres días. Miles de musulmanes fueron hechos prisioneros para más tarde ser vendidos como esclavos y se produjeron muchos asesinatos. Hasta los generales del emperador mostraron sus quejas a Carlos haciéndole ver que aquel comportamiento no era de buenos cristianos.
En venganza por la pérdida de Túnez, Barbarroja atacó las Baleares, arrasando Mahón y capturando a muchos de sus habitantes para convertirlos en esclavos. Seis años más tarde, Carlos estaba a punto de embarcarse en otra expedición al norte de África comandada por él mismo. Quería extinguir el peligro musulmán en sus mismas raíces. La expedición no iba encaminada solo a combatir a Barbarroja para atraer la atención turca. Sabía que Barbarroja mantenía contactos con los moriscos españoles y se temía lo que tantos vaticinaban, una nueva invasión musulmana de la Península Ibérica.
Era otoño de 1541. Cientos de barcos compuestos de naves de transporte y galeras se reunieron en Mallorca, desde donde partieron para Argel. Había marineros y soldados de infantería, como de costumbre, procedentes de Italia, Alemania y España, principalmente. Entre sus componentes, el conquistador de Méjico Hernán Cortés. Pero alguien no asesoró bien al emperador, y es más que incomprensible, que tantos navegantes conocedores del mar, cometieran el error de iniciar la expedición entrado ya el otoño, cuando las tormentas son impredecibles.
Nada más salir de Mallorca les sorprendió una tormenta que causó algunos naufragios. Al llegar a las costas de Argelia, apenas si pudieron desembarcar las fuerzas de infantería. Muchas embarcaciones chocaron contra las rocas y fue imposible el desembarco de la artillería. Los barcos tuvieron que regresar a alta mar, mientras los soldados, sin medios adecuados para defenderse, fueron atacados por los argelinos. La lluvia no dejaba encender las mechas de los arcabuces, mientras los argelinos disparaban sus ballestas.
Seguía lloviendo cuando los barcos pudieron regresar a rescatar a los soldados, que habían decidido retirarse. Solo Hernán Cortés pidió seguir en suelo africano y contraatacar, pero su petición fue rechazada. De vuelta a España, la tormenta siguió castigando a la flota imperial. Las embarcaciones más pequeñas no resistían y se iban a pique, las de mayor envergadura tuvieron que lanzar al mar todo lo que llevaban para hacer sitio a los hombres que iban siendo rescatados. Los caballos eran lo que más sitio ocupaban, y llegó un momento en que hubo que tomar la amarga decisión de arrojarlos al mar. Uno de los cronistas de abordo comentó: «No hubo corazón que no se partiera por la pena y el dolor de verlos nadando en mar abierto, batiéndose con las olas y tratando de salvarse, mientras perdían la esperanza de llegar a tierra y seguían con los ojos a sus barcos y a sus amos que les miraban impotentes viéndoles perecer y ahogarse frente a ellos».
Fue un desastre del que un personaje sin honor, que sufría trastornos de personalidad, quería aprovecharse. Años atrás, en Túnez, en el puerto de La Goleta, Carlos se había hecho con un documento que demostraba que su cuñado Francisco tenía contactos con Barbarroja. Pero no imaginaba que ahora, cuando más confiaba en él, el rey de Francia aprovecharía su desdicha para aliarse con Suleimán.