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Una visita inesperada
Tordesillas, 4 de noviembre de 1517
Juana fue avisada de que tenía visita y salió de sus aposentos. Una pareja de jóvenes le esperaban. Uno de ellos, el varón, se acercó a ella, le cogió la mano y se dispuso a besársela en señal de respeto. Juana retiró la mano y no se lo permitió. En lugar de eso, se abrazó a él. Luego se abrazó a la chica. «¿De verdad sois mis hijos? ¡Carlos, Leonor, habéis crecido tanto! ¡Alabado sea Dios! Ciertamente, niños, ha debido costaros un gran esfuerzo y dificultad llegar tan lejos, no me extraña que estéis agotados y cansados, y puesto que ya es muy tarde lo mejor sería que os retiraseis a descansar hasta mañana.» Así contaba un cronista flamenco que viajaba con Carlos, el encuentro entre Juana y sus dos hijos mayores.
Habían partido el 8 de septiembre desde los Países Bajos en una flota de 40 barcos, nada menos que 4.000 personas. Cuentan que cada vela del barco donde viajaba Carlos lucía, una la imagen de Cristo, otra la de la Virgen y otra la de un santo patrón de no sé dónde. El cronista flamenco Laurent Vital contaba admirado que: «En verdad resultaba algo espléndido ver en la alta mar de España la flota armada de este gran y poderoso príncipe, con cuarenta grandes y poderosos navíos, los mejores que pudieran encontrarse en parte alguna, todos bien equipados, surtidos y preparados con todo lo necesario para viajar, y con muchos soldados, artillería y pólvora y otras municiones de guerra, y una gran abundancia de suministros de comida; todos con las velas desplegadas, que pareciesen desde lejos castillos flotando en la mar».
Doce días más tarde, el 19 de septiembre de 1517 llegaban a Asturias y desembarcaron en Villaviciosa. Fue todo un contratiempo que no habían previsto: 4.000 personas de pronto, en un pequeño pueblo, en pleno invierno. Los habitantes de Villaviciosa hicieron cuanto pudieron por atenderlos. «Durmiendo sobre paja o madera. El rey y los señores hicieron de la necesidad virtud, cada uno de ellos poniéndose manos a la obra.» En varios días, durmiendo cada noche en un pueblo distinto, recorrieron más de 100 kilómetros. La gente de los pueblos les llevaba vino, carne y pan; y según sigue contando el cronista los caballeros y damas tenían que ayudar con la tarea de prepararlo todo.
Llegados a San Vicente de la Barquera el 29 de septiembre, Carlos cayó enfermo. El príncipe, no es que no estuviera acostumbrado a los climas húmedos, pues peores deben ser los días de invierno en Flandes, pero quizás los pasaba plácidamente al calor de la lumbre, y aquellas jornadas de fina lluvia y frio viajando por Asturias y Cantabria le pillaron desprevenido. Todo quedó en un simple resfriado, y después de unos días de descanso emprendieron de nuevo la marcha.
Al día siguiente de visitar a su madre y a su hermana pequeña Catalina, debían continuar hasta Valladolid. Pero antes, Carlos quería hablar con Catalina. Tenía 10 años y nunca antes la había visto, la conoció la noche anterior. Se había mostrado tímida, retraída y callada. Le había dado muchas vueltas al asunto aquella noche antes de quedarse dormido. Catalina estaba sufriendo un encierro injusto. Era más que evidente que aquella niña no estaba teniendo una infancia normal, sin otros niños de su edad a su lado. Ni siquiera su habitación era normal, oscura y sin ventanas. Carlos decidió proponerle que se fuera a vivir a la corte, a lo que Catalina contestó ilusionada que sí.
Solo puso una condición que dejó a Carlos admirado, pues ponía de manifiesto la bondad y madurez de una niña de tan corta edad: si su madre la necesitaba, debían dejarla volver de inmediato. También le advirtió que en cuanto su madre se enterara de lo que pretendían no la dejaría marchar. Carlos aceptó la condición y propuso sacarla de allí a escondidas. Cuando Juana se dio cuenta de que Catalina había desaparecido gimió y dio alaridos de dolor, como un animal desesperado.
Cuando Carlos fue informado del drama, habló con Catalina para que volviera junto a ella. Sin embargo, se ocuparía de que las cosas cambiaran en la casa donde vivían. El dormitorio de su hermana fue reconstruido y se le añadieron ventanas (por lo visto querían evitar que Juana huyera por ellas), su guardarropa renovado con ropajes más alegres para su edad, y se le concedió permiso para asistir a misa, ya que Juana evitaba todo contacto con la religión. Desde ese momento, en la casa no debía faltar la asidua presencia de jóvenes nobles de ambos sexos. Se dispuso tuviera unos buenos educadores y en definitiva, se procuró que su vida fuera la de una niña normal, buscando un equilibrio para no separarla de su madre sin que tuviera que estar recluida.
Aquí yace la esperanza de España
Nadie puede saber lo que nos depara el destino. El de España no fue el que debió ser, aunque tampoco sabremos si, de haber sido otro, hubiera sido mejor, o tal vez peor, el caso es que, fue el que fue. Sin pretender convertir el párrafo en un trabalenguas, lo cierto es que se podría afirmar, sin temor a equivocarnos, que el rumbo que iba a tomar España tras la muerte de Fernando el Católico no fue, ni de lejos, el que habían imaginado él y la reina Isabel. Y esto es fácil de deducir viendo cómo Fernando estuvo dispuesto a echar por tierra los planes de unificar España, de haber tenido descendencia con Germana de Foix, a la vista de que todo lo proyectado junto a Isabel iba a quedar en manos de una demente (su hija Juana) y de un ambicioso traidor (su yerno Felipe).
La desaparición de la dinastía Trastámara, desde luego, no debía estar en el pensamiento de los reyes, mientras criaban a sus cinco hijos, hacían prosperar dos reinos peninsulares destinados a unirse, conquistaban un tercero (Granada) y plantaban sus estandartes al otro lado del Atlántico. No obstante, eran muy conscientes de lo que hacían al colocar a sus hijas en las principales cortes europeas, cometiendo el gran error de pactar no uno, sino dos matrimonios con un imperio que más que imperio era un galimatías de difícil calificación. Del pacto matrimonial del heredero Juan con Margarita de Austria poco se puede objetar, la chica fue una nuera que incluso cayó bien en la corte castellana. Pero ¿qué necesidad hubo de emparejar a Juana con un niñato malcriado como Felipe? En aquel momento ninguna, aunque el tiempo se encargaría de demostrar su utilidad, aunque fuera a un alto precio.
Francia era una piedra en la bota de Fernando. Aragón se expandía por el Mediterráneo, Portugal exploraba las costas africanas llegando cada vez más abajo, Francia ambicionaba quedarse con Italia, pero allí estaba Fernando de Aragón, impidiéndole atravesar los estados pontificios, para que no se hicieran con Nápoles. Una vigilancia y un guerrear constantes que conllevaban grandes gastos. La doble alianza con Austria fue, desde un punto estratégico, una buena jugada para dejar a Francia aislada y sin apoyos, pero a la larga, no fue para nada beneficiosa. Quizás un buen trato con el país vecino, meditado a conciencia, un intercambio, o venderles Nápoles, si tanto la anhelaban, hubieran traído mejores beneficios al proyecto unificador español.
En Juan estaban depositadas todas las esperanzas, hubiera sido el rey que la España unida necesitaba. Lo habían educado desde su nacimiento para ser rey, todos coincidían en que estaba bien preparado, pero su débil salud no le permitió cumplir el sueño de sus padres y ni siquiera dejó descendencia. Con él, escribía Pedro Mártir de Anglería, yacía la esperanza de España. Su hermana Isabel también moría, y tras ella su único hijo Miguel. Parecía como si la dinastía Trastámara estuviera maldita y condenada a desaparecer. Y así fue. Y no es que desapareciera la familia, pues María, reina consorte de Portugal, tuvo diez hijos y algunos de ellos llegaron a ser reyes; o Juana, que tuvo seis, siendo Carlos el heredero; lo que ocurre es que las dinastías las transmitían los varones, aun siendo ellas, como en el caso de Juana, las que transmitían la corona. Por eso cuando se habla de la desaparición de la dinastía Trastámara, que aportó a España, quizás los reyes más mediáticos de todos los tiempos, se suele tomar el asunto con cierto dramatismo, pero en realidad no es más que lo mismo que ocurre cuando en una familia solo nacen mujeres, el apellido acaba perdiéndose, aunque la sangre permanece.
Puede incluso que el tema nos preocupe ahora a nosotros más de lo que en su día preocupó a sus reyes. No creo que a Fernando e Isabel les preocupara el apellido de sus nietos, sino la actitud de sus padres, y está claro que ni Isabel se fue tranquila a la tumba con un yerno como Felipe ni Fernando sufrió una crisis nerviosa al ser informado de que su hija quedaba viuda. Tampoco nos equivocaremos demasiado al pensar que Fernando no se fue demasiado contento al otro barrio sabiendo que todo su proyecto quedaba en manos de un desconocido nieto que encima era extranjero. Mucho, mucho más tranquilo se hubiera ido de haber dejado España en manos de su otro nieto Fernando, que más tarde demostraría ser un buen elemento al lado de su hermano Carlos. Pero lo peor de todo este tema no era quién venía a gobernar, sino, en qué se convertía España a partir de ese momento. Hispania, España, acabada la reconquista, casi unida por completo, y habiendo abierto rutas de ultramar, a punto de convertirse en un imperio, dejaba de serlo para formar parte de otra cosa que ni los propios historiadores se ponen de acuerdo qué era. Una vez más, España formaba parte de un imperio, pero no era el imperio, aunque el emperador llevara sangre española. Una vez ya fue parte de Roma, pero no fue Roma, ni siquiera cuando algunos de sus emperadores llegaron a ser hispanos.
El Imperio Carolingio y el Sacro Imperio Romano Germánico
Europa y Asia eran, desde el punto de vista de sus habitantes, la misma cosa, una extensión de tierra infinita. Y realmente lo es, de ahí que se le llamara y aún hoy se le llame Eurasia. Desde Asia menor (Turquía) Europa es la tierra donde se pone el sol, que vendría a ser el significado de su nombre: puesta de sol, de la raíz de las lenguas semíticas “ereb”. El término Europa será adoptado por los griegos, y por supuesto, pasaría a formar parte de su mitología como una bella dama, que sería seducida por el pervertido Zeus, usando una de sus usuales triquiñuelas.
Los llamados bárbaros o tribus más allá del Rin pronto comenzaron a poner sus ojos en Roma. Muchos eran los que querían cruzar e integrarse, otros preferían hacerles frente, y finalmente, las tribus germánicas acabaron pactando con Roma como estados federados que defendían las fronteras del imperio. Hasta que desde Asia llegaron otras tribus más “bárbaras” aún todavía, que empujaron a los germánicos hacia el sur, buscando el amparo de Roma.
El imperio se dividía en dos. La parte oriental perdía su identidad latina y la occidental agonizaba lentamente hasta colapsar por completo. Los godos quedaban diseminados por las provincias hispanas y galas. Hasta la península itálica quedaba en manos bárbaras. La roma bizantina hacía sus últimos intentos por recuperar los territorios occidentales, pero finalmente Hispania y las provincias galas se convierten en reinos godos independientes. Entre Hispania y la Galia nacería el reino de Tolosa, pero perdidos parte de los territorios al otro lado de los Pirineos se convertiría en el reino de Toledo, donde implantarían su capital. 300 años aproximados perduraría el reino visigodo, durante los cuales hubo más borrascas que calma, aunque sirvieron para consolidar a Hispania (España) como unidad política, religiosa y cultural, dando buena cuenta de ello en sus escritos personajes tan sobresalientes como Isidoro de Sevilla.
Y para acabar de arreglar estas borrascas llegan los musulmanes allá por el año 711. Un tal Carlos Martel (Martillo) se emplea a fondo y no les deja invadir Francia. Los francos eran tribus germánicas, y al igual que había ocurrido en la península Ibérica, habían ido conquistando terreno a Roma hasta formar su propio reino. A la muerte del rey franco Pipino el Breve, el 24 de septiembre del año 768, el reino se divide entre sus dos hijos. Ya hemos visto que esta manera de repartir las herencias era muy habitual en España; y en todas partes las normas eran muy parecidas. En la práctica, y muy a pesar de que la intención del difunto fuera la de contentar a todos los hijos, la división de los reinos no hacía más que debilitarlos, a la vez que provocaban rencillas y conflictos entre hermanos. Aquí los herederos eran dos: Carlomagno y Carlomán. Además, venía a ser un impedimento en el proyecto de los francos de unificar Europa bajo una misma fe: la católica.
Reunidos en asamblea general, los francos proponen proclamar rey a ambos hermanos con la condición de repartirse equitativamente el gobierno, de esta forma se evitaba la división del reino. La proposición es aceptada por uno y otro, aunque los partidarios de Carlomán solo fingen estar de acuerdo y sus intenciones son romper el pacto más adelante. Durante tres años en que los dos reinaron hubo algunos conflictos, pero en diciembre del año 771 muere Carlomán y todas las disputas quedan zanjadas, dejando a Carlomagno como único rey.
Carlomagno nació entre el 742 y el 748, nadie está seguro del año de su nacimiento. Era nieto de Carlos Martel y de él heredó su nombre. Lo de Magno le vino luego, pues fue conocido como Carlos el Grande, aunque se habrá notado que lo de Carlo y magno ya forman un nombre compuesto. En fin, que hubo muchos grandes y muchos magnos que quisieron pasar a la historia con el sobrenombre de Alejandro, que fue grande de verdad.
Carlomagno, en definitiva, se propuso conquistar de nuevo todo el territorio del Imperio Romano de Occidente. Comenzó conquistando Lombardía y más tarde se enfrentó con los ejércitos del Imperio Bizantino, donde no había emperador, sino una emperatriz, Irene de Atenas. ¿Recuerdan ustedes a Gala Placidia, reina de los godos y emperatriz regente de Roma? Pues esta fue emperatriz de verdad, la única que existió en el Imperio Romano de Oriente. Quizás un día hablemos de ella a fondo, de momento, solo diremos que a la muerte de su esposo el emperador León IV, al ser su hijo Constantino VI menor de edad, se la nombró regente del imperio. El caso es que, al cumplir Constantino la mayoría de edad, ella no quiso soltar el poder y llegó a ordenar que dejaran ciego a su hijo para que no le disputara el trono. Así se las gastaba esta mujer, que por cierto, era de origen humilde y solo destacó por su gran belleza, que fue por lo que León IV la hizo su esposa.
Al proclamarse Carlomagno protector del estado pontificio de Roma, Irene lanzó sus ejércitos contra los galos, a los cuales consideraba unos intrusos (y lo eran), pero los bizantinos fueron vencidos y ahora toda Italia estaba bajo el dominio de los francos. El 1 de diciembre del año 800, Carlos fue coronado emperador por el papa León III y fue en aquel momento cuando fue conocido con el sobrenombre de el Grande. Aquella coronación fue como reconocer que el Imperio Romano de Occidente se había reconstruido, y él, Carlomagno era su heredero.
El nuevo emperador llegó a conquistar casi toda Europa central y tuvo un intento de introducirse en España, aunque sus ejércitos fueron vencidos por los vascones. Tras la derrota pensó que era mejor centrarse en sus conquistas europeas y dejar que los cristianos españoles combatieran a los musulmanes. Únicamente se adueñó de una franja a este lado de los Pirineos donde fundó unos condados que harían de área defensiva para que los musulmanes no llegaran a Francia. Fue la conocida como Marca Hispánica, cuyos condados se irían integrando entre los reinos hispanos tras la muerte de Carlomagno. Cuentan que en los condados catalanes se construyeron tantos castillos para defender la marca hispánica, que de ahí le viene el nombre de Cataluña. Castlá significaría castillo y castlans sería tierra de castillos. De ser cierta esta teoría, Cataluña y Castilla compartirían nombre.
Pero no nos apartemos del tema, el caso es que Carlomagno era muy vivo y aprovechando el desconcierto provocado por los musulmanes nos quitaron un buen cacho de terreno que al final volvería de nuevo a manos hispanas, pero mientras tanto aquí se luchaba contra el moro, él se forjaba un formidable imperio, el Imperio Carolingio, nombrado oficialmente por el papa como continuación del Imperio Romano de Occidente, aunque ya nada sería lo mismo, por mucho que se quieran imitar las cosas. Carlomagno moría el 28 de enero de 814 y su imperio quedaba en manos de su único hijo superviviente, Ludovico Pío, también conocido como Luis el Piadoso.
Según la tradición germánica, la herencia debía repartirse entre los hijos. Al ser Ludovico el único hijo superviviente, no hubo problema y el imperio permaneció intacto, lo cual vino a contentar a los partidarios de conservar el imperio y no crear divisiones. Sin embargo, a su muerte, todo lo conquistado por Carlomagno quedaría dividido en tres franjas, una para cada uno de sus nietos. La parte oeste sería para Carlos el Calvo, el centro para Lotario y el este para Luis el Germánico. Dos de estas franjas formarían la Francia actual, y la tercera, más occidental, insistiría en el empeño de darle continuidad al antiguo Imperio Romano.
Los descendientes de Luis el Germánico reinarían hasta la muerte de Luis IV en 911. Murió con solo 12 años. Los líderes alemanes eligieron como sucesor a Conrado I, y muerto éste le sucedió Enrique, llamado el pajarero, y al pajarero su hijo Otón I en el año 936. Otón consiguió un gran prestigio al derrotar a los húngaros en la batalla de Lechfeld, Hungría dejó de ser un peligro para el reino germánico, emprendieron relaciones diplomáticas y a cristianizarse. Todo ello le valió a Otón la bendición papal y la coronación como emperador en 962. El reino germánico se convertía así en Imperio y se expandiría hasta ocupar todo el centro de Europa, sobreviviendo hasta el siglo XIX. Podemos ya intuir por qué Francia quedó encajonada entre dos imperios, hasta que el enano chiflado Napoleón decidió apoderarse de ambos y convertirse él mismo en emperador.
Lo llamarían Sacro Imperio Romano Germánico y no pretendía convertirse en una gran nación, más bien se buscaba una unidad cristiana. Cada reino o condado mantendría su soberanía, pero sus duques, condes o reyes debían obediencia al emperador. El Imperio fue algo así como una gran confederación de naciones y tiene cierta semejanza con la actual Unión Europea. Visto así, suena bastante bien y parece una forma de gobierno bastante avanzada para su tiempo. En la práctica, el Sacro Imperio era bastante complejo y los conflictos y guerras se sucedían una tras otra. Esto fue lo que heredó nuestro Carlos, el hijo de Juana la loca, que además se encontró el añadido de los reinos que sus abuelos españoles se habían afanado en unir, y un “plus ultra” de un Nuevo Mundo que se había descubierto más allá de las Columnas de Hércules.
Flandes, Borgoña y el Toisón de Oro
Hemos estado viendo durante el relato de la historia de Isabel y Fernando, cómo Felipe, llamado el hermoso, fue archiduque de Flandes y duque de Borgoña. Flandes, o lo que hoy se conoce como Holanda o Países Bajos, son heredados por Carlos I de España y V del Sacro Imperio. Mucha sangre se dejaron los soldados españoles en aquellas tierras, y al hablar de Flandes siempre nos viene a la mente aquel célebre cuadro de Velázquez: La rendición de Breda, también conocido como Las Lanzas. Por eso, hora es ya de saber cómo y por qué vino a parar a manos de nuestros reyes, y por qué se luchó tanto por un país con el que poco o nada nos une.
Con la región de Borgoña, situada al este de Francia, sí que nos unen algunas cosas, porque Constanza, la esposa de Alfonso VI, por ejemplo, era borgoñesa, y su hija Urraca fue reina de León, y los sobrinos de Constanza fueron nombrados por su marido condes de Galicia y Portugal. Borgoña fue un estado independiente entre el año 880 y 1482, aunque nominalmente eran un ducado vasallo de Francia. Mas o menos lo que ocurría con el condado de Castilla, formado a partir de la expansión del reino de Asturias hacia el este y que terminaría tomando forma de estado autónomo y reino.
En Francia, tal como pasaba en España, los condados y los reinos iban cambiando sus fronteras, uniéndose o particionándose, según pactos y convenios de sus gobernantes. En 1363 Juan II le dio el título de duque de Borgoña a su hijo pequeño Felipe, que se casaría con Margarita III de Flandes. En ese momento, Borgoña y Flandes quedan unidas.
María de Valois, la esposa de Maximiliano I de Austria, fue la última duquesa de Borgoña como estado independiente. Luis XI, apodado el prudente, pero también el Araña, aprovechó la muerte del padre de María para anexionarse el ducado, por lo que, Francia y Austria entran en guerra. María muere al caer de un caballo y Maximiliano firma la paz con Luis. Borgoña se incorpora a Francia y Flandes a la casa de Austria. No obstante, los Habsburgo seguirían reclamando el ducado, aunque Francia nunca cedería. Felipe el hermoso, hijo de Maximiliano, heredaría Flandes, pero de Borgoña solo heredó el título de duque, y como tal, se declaró vasallo del rey de Francia, y de ahí, aquellos chanchullos y tejemanejes que Felipe se traía con los franceses y que tanto incomodaban a su suegro Fernando.
Al título de duque de Borgoña ni siquiera su hijo Carlos renunció, ya que este título tenía y sigue teniendo en la actualidad demasiado prestigio, al dar acceso a ser maestre de la Orden del Toisón de Oro, algo así como la Orden de Santiago en España. La Orden del Toisón de Oro nació tras la fusión de Borgoña y Flandes, aunque hubo más territorios que se unieron a estos dos, como Artois, Brabante, Luxemburgo, Limburgo, Henao, Zelanda y Holanda. Fue al duque Felipe, llamado el bueno, a quien se le ocurrió crear aquella institución que garantizara la fidelidad de los principales magnates de todos aquellos condados y feudos. A cambio, todos podrían participar en la vida política de lo que prometía ser un país independiente.
La orden está inspirada en la Jarretera, la orden de caballería más antigua de Inglaterra. Felipe el bueno había sido invitado por los ingleses a formar parte de ella, pero él prefirió crear la suya propia en 1429. Llegó a tener tanto prestigio que ha llegado hasta nuestros días, siendo el actual Maestre Felipe VI en España y Carlos de Habsburgo-Lorena en Austria.
De esta manera, los Países Bajos, pasaron a manos de Carlos de Habsburgo, hijo de Felipe el hermoso y Juana de Castilla, apodada la loca, territorio que ya formaba parte de un vasto imperio, del que ni siquiera Carlos imaginaba sus dimensiones.
Carlos apenas conoció a su padre. De su madre no guardaba ningún recuerdo cuando la vio en Tordesillas; y con algunos de sus hermanos tuvo su primer contacto al llegar a España. El 11 de noviembre, después de visitar a su madre, Carlos y Leonor se dirigieron a Mojados donde se encontrarían con su hermano Fernando, que tenía 14 años. Había venido a recibir a sus hermanos haciendo todo un despliegue de jinetes, obispos y parte de la nobleza, con un colorido ondeo de banderas. Hay quien cuenta que Carlos no hablaba y apenas entendía español, sin embargo, otros aseguran que su abuelo Fernando se encargó de enviarle a algunos maestros para que le enseñasen el idioma del reino que un día le tocaría heredar. Y en efecto, puede que no lo supiera a la perfección, pero no le costó demasiado entenderse con su hermano pequeño Fernando.
No solo se entendieron con el idioma, sino que nació entre ellos una gran amistad que perduraría toda su vida. Tan entusiasmado estaba Carlos con el encuentro de su familia que impuso a su hermano la Orden del Toisón de Oro. Mientras tanto, su consejero Chièvres, conocido en español como Guillermo de Croy, se afanaba en preparar su entrada en Valladolid. Según el cronista flamenco Vital: «había tanta gente en los campos y a lo largo de las carreteras que apenas se podía pasar».
«La entrada en Valladolid se realizó con más de seis mil hombres a caballo, entre los cuales había más de trescientos vestidos de oro, y otros muchos con ropas de seda, habiendo grandes señores y caballeros luciendo enormes cadenas de oro. Resulta difícil poder describir y dar a entender tanto la riqueza del atuendo real como la magnificencia de su entrada en la ciudad de Valladolid, pues nunca en Castilla hizo su entrada un rey tan noble y excelso como este, como muchos viejos burgueses y mercaderes de Valladolid confesaron. El joven príncipe iba ataviado con coraza, pero sin casco, pues su cabeza estaba cubierta por un gorro de terciopelo negro con una pluma blanca de avestruz que se mecía con elegancia, y sobre el gorro un gran penacho de cuyo extremo colgaba una enorme perla oriental con forma de pera.»
Durante una semana estuvieron acudiendo los nobles con sus familias a saludar al nuevo rey. El 27 de noviembre, Carlos y Fernando cabalgaron para recibir a Germana, la reina viuda de su abuelo Fernando, que venía a presentar sus respetos. Cuentan las malas lenguas, que nada más verla, Carlitos le echó el ojo, y como solo era 10 años menor que ella, (Carlos tenía 17 y Germana 27) nació entre ellos una intensa aventura amorosa.
A finales de enero, Carlos volvió a Tordesillas, donde pasó una semana con su madre y la puso al corriente de todo cuanto pretendía hacer. En principio había convocado las Cortes de Castilla en Valladolid en nombre de ella, la reina Juana. Su madre acudió a la convocatoria que se celebró el 4 de febrero. Se la veía bastante cuerda, hasta orgullosa de estar al lado de su hijo, y no dudó en reconocerlo como rey. Ambos fueron proclamados gobernantes conjuntos el 7 de febrero, en una ceremonia celebrada en la iglesia de San Pablo. En la práctica, Juana nunca tomaría parte activa en el gobierno y terminada la ceremonia volvió a su casa.
Volviendo al tema del idioma, lo que está claro es que le costaba hablarlo y entenderlo, aunque hay que decir que Carlos llegó a ser un verdadero políglota. Pues además del flamenco y el español que acabaría aprendiéndolo a la perfección, hablaba francés, alemán e italiano. El historiador Menéndez Pidal cuenta una anécdota que dice que Carlos hablaba español a Dios, italiano a las mujeres, francés a los hombres y alemán a los caballos. Seguramente se trata de una broma, pero pone de manifiesto que Carlos no tuvo nunca problemas a la hora de comunicarse en ningún rincón de su vasto imperio. Pero a sus 17 años, recién llegado a España, todavía le costaba mantener una conversación, hablando siempre por él su consejero Guillermo de Croy. Esto no contribuyó precisamente a su popularidad, pues comenzaban a verlo como un mero instrumento en manos de su consejero. Sin embargo, aquella mala impresión comenzó a cambiar con la presencia de su hermano Fernando, siempre a su lado y apoyándolo en todo, a pesar de su juventud.
Tú a Flandes, yo a Valladolid
Carlos ya había sido confirmado rey de Castilla junto a su madre, ahora le tocaba una dura prueba, ser confirmado rey de Aragón. A mediados de abril llegaron a Aranda de Duero donde pasaron dos semanas. Allí cada uno de los hermanos cogería un camino distinto; Fernando era enviado lejos de España, a los países bajos. A Carlos le habían aconsejado que lo hiciera. Era un trámite necesario. El día 20 de abril de 1518 se despidieron. «Cuando el rey estuvo listo ambos hermanos montaron a caballo y saliendo de Aranda, más de media legua, en donde el camino presenta una encrucijada, allí ambos hermanos se despidieron. Don Fernando quiso apearse, pero el rey no lo consintió, y a caballo y descubiertos se abrazaron estrechamente, casi sin hablar… con los ojos llenos de lágrimas».
Era bien sabido que Fernando gozaba de un amplio apoyo popular. Muchos eran quienes pensaban que era él el que debía heredar las coronas de Castilla y Aragón. Por eso, para evitar conflictos, Fernando debía ser alejado de España. Si lo que cuenta el cronista es cierto, Carlos debió pasar un mal trago al tener que desterrar a su hermano nada más conocerlo. Es difícil saber qué pasaba por la cabeza de un niño de 14 años al ser obligado a abandonar la tierra donde nació y creció. Pero Fernando ya estaba al corriente de lo que iba a suceder antes de conocer a su hermano.
Al morir su abuelo había quedado como regente el arzobispo Cisneros, que recibió instrucciones para hacer los preparativos necesarios, junto a una carta dirigida a su hermano comunicándole que a su llegada debía partir para Flandes. No era un exilio, solo un alejamiento para prevenir conflictos. La carta, decía así: «he sido informado que algunas personas de vuestra casa hablaban mal en desacatamiento y perjuicio de mi persona y hacían otras cosas dignas de castigo, y algunas dellas se ha desmandado a hablar y escribir a algunos grandes, y a ciudades desos reinos, cosas escandalosas y bulliciosas».
Todo venía a raíz de los comentarios de algunos nobles, que decían que el rey había dejado a su nieto Fernando como heredero del trono de Aragón. Cierto es que lo hizo, pero fue en un primer testamento que luego fue modificado: el definitivo dejaba bien claro que el heredero sería Carlos. El joven Fernando se limitó a obedecer; el destino le compensaría con creces su fidelidad.
El día 9 de mayo llegaban a Zaragoza, después de hacar paradas de cortesía en cuantos pueblos iban cruzando. Las Cortes de Aragón fueron convocadas en el palacio de la Aljafería, donde después de largos debates fue reconocido rey juntamente con su madre Juana el día 29 de julio de 1518. Por aquellos días, una epidemia de tifus golpeó la corte acabando con la vida de uno de sus consejeros, el canciller Jean le Sauvage. Mientras tanto, a su hermana Leonor ya se le había preparado una boda: Manuel de Portugal buscaba esposa de nuevo en España, después de quedar viudo, primero de Isabel y luego de María, dos de las hijas de los Reyes Católicos. Manuel tenía ya 50 años y Leonor 21.
El 24 de enero de 1519 abandonaban Zaragoza para dirigirse a Lérida con la intención de ser reconocido por los catalanes. Luego deberían marchar a Valencia, a Andalucía, y así, reino tras reino y condado tras condado. Tengamos en cuenta que España llevaba camino de convertirse en un solo reino, pero cada antiguo reino conservaba sus fueros y sus leyes, algo así como las autonomías actuales, y cada una de ellas debía reconocer formalmente a los nuevos monarcas. Valencia era el siguiente reino por visitar, pero la peste retrasó la visita y entre tanto surgieron otros imprevistos. Carlos envió una embajada para que le reconocieran por escrito, pero los valencianos se negaron y exigieron que el rey estuviera presente. No pudo ser, por el momento, pues estando en Cataluña recibió la noticia de que su abuelo Maximiliano había muerto y se le reclamaba para ser nombrado esperador del Sacro Imperio.
Antes de morir Maximiliano, quiso dejarlo todo atado y bien atado promocionando a su nieto Carlos para que fuera elegido Rey de Romanos, título indispensable para poder ser elegido luego Emperador. Los emperadores alemanes no heredaban el trono de sus antecesores, sino que eran elegidos por siete príncipes del imperio. Cualquiera podía ser elegido, incluidos los reyes de otros países. Para suceder a Maximiliano eran candidatos los reyes de Inglaterra y Francia. Pero el viejo emperador austriaco tenía demasiada influencia y también demasiado dinero, aunque no fue él quien llevó a cabo los sobornos, sino su hija Margarita, que supo maniobrar enviando grandes regalos a los príncipes electores para que su sobrino fuera el elegido. En septiembre de 1518 Margarita recibía desde Alemania la gran noticia: «El pasado viernes, los electores decidieron por cinco votos de siete, que elegirían como Rey de Romanos a vuestro sobrino Carlos.» En cualquier caso, era solo una promesa, había que esperar a que la votación fuera oficial. Para entonces, la salud de Maximiliano flaqueaba cada día más y decidió marcharse a las montañas del Tirol con la intención de recuperarse, pero en vez de eso murió a principios de enero de 1519.
La noticia de la muerte de su abuelo le llegó estando en Barcelona. Fueron días de incertidumbre que Carlos pasó en Montserrat, a la espera de noticias. Si los electores cumplían su promesa y era elegido, debía marchar a Alemania. Finalmente, el 28 de junio de 1519 los príncipes alemanes votaron unánimemente: «Proclamando como Rey de Romanos y emperador electo a Carlos, archiduque de Austria, duque de Borgoña y rey de España». Margarita no cabía en sí misma del gozo y escribió a todo el mundo difundiendo la noticia: «los electores del Sacro Imperio han elegido unánimemente, por la inspiración del Espíritu Santo, a mi señor y sobrino Rey de Romanos». El 6 de julio Carlos fue informado oficialmente; la noticia le llegó a media noche, por lo que, tuvieron que despertarlo para informarle. Inmediatamente ordenó que se dictaran cartas para informar a todas las ciudades de España. A la mañana siguiente se celebró una solemne misa y se cantó un tedeum en la catedral de Barcelona.
Las calles de Barcelona se abarrotaron de gente que festejaba el acontecimiento. En agosto se presentaba una delegación presidida por el duque de Baviera que venía a entregarle los documentos que debía firmar para dar su consentimiento al título otorgado en Fráncfort. A partir de ahora, iban a cambiar algunas cosas en los protocolos de la corte que irritarían a muchos. Por ejemplo, Carlos era el primer rey con ese nombre en España, por lo tanto, se le conocería como Carlos I. Pero era el quinto emperador del Imperio que se llamaba Carlos, por lo tanto, se le conocería como Carlos V. No solo eso. El título acuñado especialmente para él era el de: «Don Carlos, Rey de Romanos, emperador electo, semper augustus , y doña Juana, su madre, rey y reina de Castilla y Aragón.» Sobre todo, eso de rey de romanos, chocaba a todo el mundo. Seguimos con más cambios. A partir de ahora, a Carlos no debían dirigirse como Alteza, que era lo común en España, sino como Majestad. Por último, en la correspondencia se cambiaba lo de «muy poderoso señor» por «S.C.C.R.M.» que quiere decir Sacra Católica Cesárea Real Majestad.
Las sorpresas y buenas noticias, tal como suele ocurrir con las malas, casi nunca vienen solas. Estando todavía en Barcelona recibió una carta de Hernán cortés: adentrándose en las espesas selvas del Nuevo Mundo, había descubierto una civilización, un auténtico imperio, al cual había vencido. La carta venía acompañada por un presente, pero éste se encontraba en Valladolid, donde creían que se encontraba Carlos, por eso solo le llegó la carta. Se trataba nada menos que de un cargamento de regalos para el nuevo rey: Telas delicadas, oro, plata y diamantes; un fabuloso tesoro. Después de casi 30 años desde el primer viaje de Colón, por fin llegaban las riquezas del Nuevo Mundo. Este niño nació con el pan bajo el brazo.
No hubo demasiado tiempo para más. Debía dejar Barcelona, pero antes de partir, aún recibió a un curioso personaje. Un italiano aventurero que pedía su aprobación para embarcarse en un viaje que se estaba preparando en Sevilla. Carlos no tuvo impedimento alguno en entregarle una carta de recomendación a don Antonio de Pigafetta para que embarcara con Fernando de Magallanes, que se disponía a buscar un paso para llegar a Asia por occidente. ¿Qué quién es Antonio Pigafetta? Un pájaro de mucho cuidado. Leed La Gran Aventura de la Vuelta al Mundo.
El 23 de enero de 1520, Carlos y su séquito abandonaban Barcelona. Mientras regresaban a Valladolid iba siendo consciente del descontento entre la población por tan breve visita a España, dejando la sensación de que había venido a gobernarlos un rey extranjero que ni siquiera vivía aquí. Tras pasar una semana en Burgos, entró en Valladolid el 1 de marzo, encontrándose con la sorpresa de que el pueblo estaba revuelto con la noticia de que el rey abandonaba España. Todavía pasaría tres días en Tordesillas visitando a su madre y poniéndola al corriente de todo lo acontecido en los últimos meses. Para el 26 de marzo ya se encontraba en Santiago, desde donde partiría el 20 de mayo tras una estancia de casi dos meses, pues además de celebrar Cortes hubo algunos retrasos en los preparativos de la flota que lo llevaría a los Países Bajos. Unos cien barcos, la mayoría enviados por su tía Margarita, (hay que ver esta Margarita qué apañá era) se encargarían de trasportar el ejército que le acompañaba, además de toda su corte. También le acompañaría un buen número de españoles que querían estar presente en la coronación, incluidos personajes como el duque de Alba o la reina Germana, que se había vuelto a casar con un margrave alemán.
La partida de Carlos fue el detonante. En Castilla estalla la conocida como revolución de las Comunidades. En realidad, estas revueltas ya habían comenzado nada más morir Fernando el Católico durante la breve regencia del cardenal Cisneros, que también había muerto poco antes de la llegada de Carlos. Parte de la nobleza, como siempre dividida, esperaba ansiosa la llegada del nuevo gobernante con la intención de congraciarse con él. Pero otros muchos apoyaban los derechos de Juana y preferían a Fernando como sucesor. Solo que ahora ya no estaba Fernando. No se habían equivocado los que aconsejaron a Carlos enviar a su hermano lejos de España; que por cierto, ¡qué tal le iría por Flandes?
Fernando llegó a Gante el 19 de junio de 1518 con 15 años y allí permaneció tres años como invitado de su tía Margarita. Se le concedió residencia propia y guardia personal, además de una corte que incluía a flamencos y españoles. No le vino mal al muchacho conocer a su familia flamenca y austriaca. Pudo conocer nuevos países y aprender otros idiomas, como el francés y el flamenco. Durante esos años, Fernando y Carlos mantuvieron correspondencia y algunas de esas cartas pone de manifiesto que entre ambos no había rencillas. No tenía por qué haberlas, a pesar de que ciertos historiadores califican el viaje de Fernando como un “destierro”. Sirva como ejemplo parte de una de esas cartas escritas por el joven Fernando: «pongo todo mi porvenir en vuestras manos, como si fueseis mi padre, por quien os tengo y os tendré durante toda mi vida». Los dos hermanos pudieron por fin reencontrase tras la vuelta de Carlos a los Países Bajos, y en abril de 1521 Fernando le acompaño a Alemania, donde sería coronado emperador.
Mientras tanto en España, la revuelta de los comuneros sigue adelante y el gobierno en Castilla quedará paralizado durante más de un año. Habían sido dos años frenéticos en los que Carlos tuvo que atender demasiados asuntos y no había parado de viajar. A su llegada a España no había defraudado, y tras el desastroso y brevísimo reinado de su padre, algunos, sobre todo los anti fernandinos, tenían sus esperanzas puestas en él. Pero esas esperanzas se fueron desvaneciendo poco a poco para acabar desapareciendo con su marcha.
Se palpaba la sensación de ser un país conquistado, sobre todo al ver cómo los flamencos recibían y distribuían honores entre ellos. Era como revivir el reinado de Felipe, su padre, cuando los flamencos se repartían los puestos de mayor importancia. Carlos había prometido no repartir cargos entre extranjeros, ni en el gobierno ni en la Iglesia. Sin embargo, burló a todo el mundo concediendo cartas de naturalización, o lo que es lo mismo, la nacionalidad española, a todos aquellos flamencos o alemanes que debían ocupar algún cargo. Y es aquí donde puede observarse que, Carlos, con solo 17 años, por muy bien preparado que estuviera (que lo estaba), era todavía un niño fácilmente manipulable, como cualquier otro de su corta edad. Pero Carlos no tardaría en madurar, no le quedaba otro remedio, pues estaba a punto de convertirse en rey del mundo.