La frustración del nieto favorito

Cuando hoy se habla de lo condicionados que nos tiene la imagen personal y la obsesión que a veces tenemos por la obesidad, tal vez no se sepa que ya en el siglo X, hubo quien se vio condicionado –muy condicionado- por su imagen. Aunque a decir verdad, el caso de Sancho el Craso, además de estético era… más bien de practicidad o de movilidad, pues Sancho, llegó un momento en que no podía ni subir a su caballo. ¡Cuánto sufrimos hoy con las dietas! ¿Sufrir? ¡Qué vamos a saber nosotros lo que es sufrir por una dieta!

Pero empecemos por el principio. ¿Quién era este Sancho y en qué época vivió? Sancho Nació en el 935 durante la ocupación musulmana y era hijo de las segundas nupcias de Ramiro II con Urraca Sánchez, hija de doña Toda de Pamplona. Al morir Ramiro II subió al trono Ordoño, nacido de su primer matrimonio con Adosinda Gutiérrez de Galicia. Nadie en el reino de León pone en duda la legitimidad de Ordoño, que al ser el primogénito está en su derecho de heredar el trono. Pero doña Toda es una mujer de armas tomar y no está de acuerdo. Piensa que la ascendencia de su nieto Sancho tiene más categoría –hijo de una princesa Navarra- que la de Ordoño –hijo de una simple noble gallega. Sancho tiene el cerebro lavado por su abuela, por eso, cuando vio a su hermanastro en el trono, sintió tal frustración, que marchó a Pamplona a ser consolado por su abuelita. Tal vez fue esta frustración la que le hizo darse al abandono personal y comenzó a comer como un cosaco. Y entonces comenzó a engordar.

Sancho no las tenía todas consigo para ser rey, sin embargo, tenía tres cosas a su favor: su inteligencia (eso dicen, aunque luego demostró que no supo ponerla en práctica), una abuela muy influyente y ser su nieto predilecto. Después de pasar una buena temporada con ella, regresó. Contaba 19 años y junto a él cabalgaba Fernán González, conde de Castilla, suegro de su hermanastro y rey Ordoño y a su vez yerno de doña Toda. Sancho se disponía a dar un golpe de estado y derrocar a Ordoño. Está claro que si Sancho no gozaba del beneplácito de los nobles, su abuela sí. Y a saber qué favores ofreció la navarra a Fernán González para que enviara un ejército contra su propio yerno. Pero Ordoño III supo repeler el ataque. Su hermanastro y su suegro tuvieron que dar marcha atrás. Y no solo eso, sino que supo poner en su sitio a los gallegos que también se habían sublevado. Y ya puestos, la emprendió contra los moros que también habían aprovechado la ocasión para ponerse gallitos y les dio una somanta allá por Portugal. Y aún más, Ordoño salió en ayuda de las tierras castellanas de su suegro que estaban siendo atacadas por los moros mientras él andaba por Lisboa. Aquella ayuda providencial hizo que su suegro, Fernán González tuviera que agachar la cabeza, desprenderse de su orgullo y jurar fidelidad a su rey.

Ordoño estaba demostrando ser un gran rey. Había vencido tanto políticamente como en el campo de batalla. Y había conseguido que reinara la paz entre moros y cristianos, ya que en Córdoba se dieron cuenta que los leoneses tenían gran potencial bélico y pidieron firmar un tratado de paz. Todo marchaba bien. Pero de pronto, Ordoño moría. Nadie sabe de qué. Se dice que de muerte natural, pero nadie muere tan naturalmente a los 30 y pocos años de edad, después de 4 años de reinado. Llegó la hora de Sancho el gordo, que no tuvo éxito en su golpe de estado, pero iba a conseguir reinar, ahora sí, de forma natural. Los dos hijos de corta edad de Ordoño no podían optar al trono en aquel momento, así que Sancho ve llegar su hora y es ungido rey en noviembre de 956 en Santiago de Compostela a los 21 años de edad. Sancho I ya era rey de León, pero en realidad, Sancho era un mero instrumento de su abuela.

En León, quien verdaderamente gobernaba era doña Toda, o lo que es lo mismo, León estaba siendo gobernado por Navarra. Entre esto y que Ordoño había dejado los deberes hechos, en León había poco que hacer, así que Sancho se dedicó a sus dos placeres favoritos: cazar y comer, comer mucho. Por lo tanto, Sancho comenzó a engordar más de lo que ya estaba y la gente comenzó a llamarle Sancho el Craso. Dicen los historiadores, que León difícilmente podía ser gobernada por alguien tan obeso, que si bien en otro lugar no hubiera supuesto impedimento alguno – en Francia, sin ir más lejos gobernó Carlomagno el Gordo- en un lugar donde la vida de un rey se desarrollaba a lomos de un caballo, esto no era posible, pues Sancho era incapaz de subir a su montura. A Sancho I le esperan días difíciles.

A pesar de que algunas crónicas hablan de los excesos de Sancho con la comida, hay otros que apuntan a la obesidad mórbida, con lo que, la gordura de este rey sería un problema de salud bien conocido hoy día. Pero nos ha llegado una crónica no demasiado detallada y así se cuenta en este relato, sin ánimo de mofa para los que padecen este problema. Sancho reinaba plácidamente en León, dedicándose casi exclusivamente a cazar y a comer. Corria el año 956 y contaba 21 años. Pero Sancho gozaba de todo menos del afecto de los condes y demás nobleza. No hablamos del pueblo llano, que poco o nada pintaba en aquella época en asuntos políticos, sino de los nobles, que eran quienes alzaban o derrocaban las monarquías. Y por eso su abuela lo hizo llamar.

-Mi niño, tienes que procurar ganarte a los nobles, ¿no ves que no pueden verte ni en pintura? No te perdonan haber querido derrocara a tu hermanastro. Haz algo, tal como hicieron los reyes que te precedieron.
¿Y qué habían hecho los demás reyes? Ganar tierras a Al-Andalus. Pero ganar tierras no era tarea fácil. Todo comenzaba con intimidar, con arrasar, con entablar alguna que otra batalla. Y eso fue lo que tramó hacer Sancho. Pero antes, su abuela tuvo un encargo para él.
-Controla al conde castellano, a mi yerno Fernán González. Que si antes te apoyó en el intento de derrocar a tu hermanastro, ahora no te aprecia lo más mínimo, en realidad nunca te ha apreciado demasiado.
¿Por qué estaba recelosa doña Toda? Porque Fernán González, su yerno, había vuelto a dar en matrimonio a su hija, la viuda del difunto Ordoño, es decir, a la nieta de doña Toda. Y esta viuda nieta, habiéndose vuelto a casar, sí que podía poner en el trono a su nuevo marido. No andaba muy mal encaminada la perspicaz doña Toda. Por último, antes de despedir a su nieto, una nueva recomendación.
-Y procura comer menos, que te estás poniendo que casi no puedes cabalgar.
Sancho se despidió de su abuela mientras se subía al caballo con la ayuda de algunos de sus hombres, y marchó a León. Ya de camino, iba tramando su plan y pensando dónde atacar. No tuvo en cuenta Sancho el tratado de paz con Córdoba que el difunto Ordoño había dejado firmado.

No está registrado dónde atacó Sancho, pero la rotura de la tregua puso a los moros cordobeses muy, my cabreados y León iba a pagar las consecuencias. En respuesta los moros organizaron varias aceifas, como llamaban a los ataques donde arrasaban aldeas. Cuentan las crónicas musulmanas que regresaron a Córdoba con más de 400 cabezas cristianas, pues la costumbre, era cortar las cabezas de sus adversarios para exhibirlas como trofeos y como prueba del éxito en sus campañas guerreras. En realidad, aquello no tuvo nada que ver con una victoria en batalla, pues las aceifas eran ataques por sorpresa a aldeas indefensas donde nadie, ni hombres ni mujeres ni niños, eran respetados. Ahora los que estaban muy cabreados eran los propios leoneses, no solo con los moros, sino con el que había desencadenado aquel desastre, su propio rey, Sancho el Gordo.

Nadie está seguro de si Fernán González fue quien organizó la revuelta, pero sí se está seguro de lo que no hizo. Y lo que no hizo fue mover un dedo para defender al predilecto nieto de su suegra. Porque, desde luego, lo que se le vino encima a Sancho tuvo que ser organizado, pues solo así se entiende que ni la guardia de palacio le defendiera. Todo el mundo se había vuelto contra Sancho el Craso y nadie se puso de su parte. Sancho salió de palacio como pudo y corrió, nuevamente, a Navarra, a los brazos de su querida abuela. En León reinaba ahora Ordoño IV, un primo suyo.

-No te preocupes pequeño, que ya me encargo yo de que recuperes lo que te pertenece. Pero antes, tenemos que hacer algo. Estás más gordo que la última vez que te vi, así difícilmente podrás luchar para arreglar este complicado asunto . Sí, algo habrá que hacer para arreglarte a ti primero.

Abderramán III

La dieta de un rey

Doña Toda, ya lo hemos dicho, era abuela de Sancho, madre de la reina de León, suegra del conde de Castilla… y muchas cosas más, pues doña Toda estaba emparentada con toda España. Pero lo que no hemos dicho hasta ahora, es que esta singular abuela era también tía de Abderramán III, el califa de Córdoba. Así que, aprovechando esta singular influencia, hizo venir hasta Pamplona a Hasday ibn Saprut, un médico judío que estaba al servicio de su primo.
-A ver qué puedes hacer con mi nieto, que el pobre no puede ya ni tenerse en pie.
Nada menos que 220 kilos pesaba ya Sancho. El médico, al verlo, quedó estupefacto.
-Solo me comprometo a curarlo si accede a venir conmigo a Córdoba. Allí dispongo de los medios necesarios.
Doña Toda accedió a la exigencia del médico. Y a pesar de sus 80 años de edad, no permitió que su nieto viajara solo, sino que se encaminó junto a él y cruzó toda España de norte a sur rumbo a Córdoba.
-Todo sea por la salud de mi nieto, y ya de paso veo a mi sobrino.

Emprendieron el largo camino donde Abuela y nieto se acomodaron en una carreta, cuyo traqueteo no tardó en convertirse en una tortura para las crasas carnes de Sancho. No se sabe cuánto tiempo aguantó, pero sí se sabe que terminó el inacabable camino sobre la lona de la carreta, que fue desmontada y adaptada en unas parihuelas, para que así Sancho viajara como más cómodamente fuera posible. A la abuela y al nieto le acompaño el mismo rey de Navarra, García I, hijo de doña Toda y por supuesto, un buen puñado de guardias personales. Y por fin, una vez en Córdoba, doña Toda, Sancho y el rey de Navarra fueron acogidos por Abderramán en una solemne ceremonia, que en vista de las circunstancias del desdichado ex rey de León, no le tuvo en cuenta sus fechorías (ya más que vengadas) al romper la tregua firmada por su difunto hermanastro.

Y tras un breve descanso, una vez repuestos del viaje, no había tiempo que perder. El médico judío se llevó a Sancho a sus dependencias.
-¡Vamos! –exclamó doña Toda.
-Señora, no veo necesaria su presencia, serán cuarenta días de tratamiento, usted mejor quédese y descanse adecuadamente para el largo camino de vuelta –le aconsejó Hasday ibn Saprut, que en realidad no quería que la abuela se entrometiera en sus “especiales” métodos de curación.

Accedió la anciana, muy a pesar suyo, a no “entrometerse”. Después de todo, y por mucho cariño que le tuviera, estaba acostumbrada a pasar largos meses sin verlo. Ahora solo serían 40 días. Sancho iba a estar vigilado durante las 24 horas del día, y a partir de ese preciso momento, no iba a probar bocado. Iban a ser 40 días de ayuno. Su habitación, con un ventanuco por el que, por supuesto no podría huir, y un camastro en el centro, no se diferenciaba demasiado de una tétrica mazmorra. Allí recibiría Sancho su tratamiento, que consistiría en infusiones a base de hierbas. Unas hierbas que solo el judío conocía y que, aparte de limpiarle las tripas, aportarían al paciente lo necesario para que no muriera de inanición. Una lástima que no se haya podido averiguar qué tipo de hierbas eran, pues los resultados, como veremos, son extraordinarios.

La primera toma no tardaría en estar lista. Sancho se acomodó en su nueva cama, como le había aconsejado el médico. Estaba panza arriba cuando llegó acompañado de dos auxiliares. Al intento de incorporarse, el médico le indicó que se quedase como estaba, que se limitara a abrir la boca. De sobra sabía que Sancho rechazaría tomárselo por su cuenta. Con un jarro, y a través de un embudo, le fue vertido en su garganta lo que Sancho en un principio creyó que sería una especie de dulce te, que sin embargo resultó ser un líquido amargo y vomitivo. Y esa fue su primera reacción, vomitar. Sancho, a pesar de lo que le costaba rodearse, sacó fuerzas suficientes para hacerlo, si no quería ahogarse en su propio vómito. El médico le dejó hacer, pues sabía que era una reacción normal. Había más, mucha más infusión para hacerle tragar. Sancho protestaba, y su protesta acabó en insultos y maldiciones, pero mientras los dos auxiliares le sujetaban, el médico le hizo tragar la cantidad de amarga infusión que él estimó conveniente.

Cuando acabaron, le dejaron panza arriba, exhausto por los inútiles esfuerzos por escapar de los que él ya consideraba sus inclementes verdugos. No tardaron en notar un pestilente olor, proveniente de la entrepierna de Sancho. Y al olor siguió una mancha de un color verde oscuro. -Vaya –exclamó el médico-, no ha dado tiempo a levantarlo. La reacción de sus tripas ha sido más rápida de lo normal. Varias veces al día siguió este martirio de tragar a la fuerza, vomitar, volver a tragar y soltar el amargo líquido mediante malolientes diarreas. Hasta que, después de una semana, Sancho estaba en condiciones de caminar y hacer ejercicio físico, que sin duda sería de gran ayuda para su adelgazamiento. Pero este ejercicio, conllevaba un peligro. Sancho aprovechó un mínimo descuido para desaparecer. Hasday ibn Saprut ya se lo temía. Sancho había encontrado comida, pero el médico tenía previsto un remedio para estos casos. Sancho no volvería a probar bocado hasta acabar el tratamiento.

Cuando le encontraron fue conducido a su habitación, y no tardaron en salir de ella unos escalofriantes gritos de dolor. Mientras sus auxiliares le sujetaban panza arriba, Hasday ibn Saprut le daba una puntada tras otra en los labios hasta quedar unido el inferior con el superior. A Sancho le cosieron la boca, solo así estaban garantizados sus paseos y sus ejercicios sin arriesgar la dieta. Las infusiones le serían administradas a partir de ahora con una pajita. El problema era, que Sancho se negó a chupar. Los labios le dolían muchísimo, le sangraban. La imagen de su cara era tenebrosa, los ojos rojos, unas resaltadas ojeras, y una boca que parecía haberle sido borrada para pegarle en su lugar un pedazo de carne ensangrentada. Así paso varios días, en los que Sancho ni siquiera salía de su habitación. Ni siquiera bebía agua. Se sentía muy débil. Hasta que el médico le convenció de que si no bebía la infusión, corría el riesgo de morir. -Abuela, ¿dónde estás? –quiso exclamar Sancho, pero no pudo hacerlo, solo pudo pensarlo, mientras las lágrimas asomaban a sus ojos. Le acercaron la vasija y la pajita. Intentó introducírsela por el agujero central de los labios, entre puntada y puntada. Le dolía, pero acabó de introducirla y sorbió. Estaba ya acostumbrado al amargor de aquella horrible infusión, así que no tardó en bebérselo todo.

-¿Lo ves? No ha sido para tanto. Ya verás que bien vas a ponerte dentro de nada. –Le consoló el médico.
Pero después de varios días sin entrar nada en su estómago, ni siquiera agua, la reacción fue explosiva. El líquido fue violentamente regurgitado a través de su esófago, quemándole cual hierro incandescente, hasta llegar a su boca. Y una vez allí, al no encontrar más salida que los minúsculos orificios entre los labios, su boca se expandió de tal manera, que los puntos de sutura casi reventaron, provocándole un gran dolor. Los orificios parecían una regadera expulsando el verdoso líquido a presión. Un líquido que le quemaba las heridas y que salpicó en la cara de Hasday ibn Saprut. El alarido que Sancho pudo haber soltado fue también reprimido por la costura de los labios, y solamente se oyó un sordo gemido, que no por sordo, era menos estremecedor. Parte del vómito volvía de nuevo al estómago al rebotar en la boca. La escena se repitió una y otra vez, pues el estómago no paró hasta estar de nuevo completamente vacío. Suerte la de Sancho, que se vaciara antes de tiempo, ayudando sus tripas a ello, soltando el resto por la parte baja. El asiento quedó inundado. A Sancho se le iban a salir los ojos de sus órbitas mientras seguía gimiendo. Hasday ibn Saprut salió de la habitación, con la cara chorreando y sin aguantar ni un segundo más el horrible olor que inundaba la estancia. A este episodio seguirían otros muy similares. El médico llegó a temer por la vida de Sancho y las represalias de su abuela, que seguía esperando impaciente el día en que su nieto se presentara ante ella hecho un figurín.

Y ese día llegó, porque al final, la dieta del judío fue un éxito. El día 40 llegó. A Sancho se le permitió por fin tomar una ligera ensalada. Los labios habían sido descosidos, y al hacerlo volvieron a sangrarle, aunque de forma controlada. Llegó la hora de ser presentado ante su abuela y demás acompañantes. Sancho tenía la cara demacrada. Sus ojos inyectados en sangre. Las ojeras parecían un antifaz pintado con tinta china. La cara arrugada. Nadie le hubiera echado en esos momentos los 22 años que tenía. Las feas cicatrices de sus labios remataban su horrible aspecto facial. En cuanto al resto de su cuerpo, tenia mucha menos panza, menos anchura de espaldas y unas piernas más finas. Su figura se asemejaba a un bulbo donde las caderas eran lo más ancho de su cuerpo. Y si hubieran podido verlo desnudo, se habrían horrorizado de ver los pliegos de su piel, ahora vacíos, doblados y escondidos bajo el ropaje. Pero todo había merecido la pena, pues sancho pesaba ahora casi la mitad, su peso era de unos 120 kilos. La opinión de doña Toda no se hizo esperar: -¡Qué guapo han dejado a mi niño! Amor de abuela, sin duda.

Doña Toda de Navarra

Abderramán III, sobrino de doña Toda de Navarra, podría haber sido juzgado como un criminal de guerra, de haber existido un tribunal competente en aquellos años. Y sin embargo, en aquellos momentos, era la solución al problema que se le presentaba a esta mujer. Doña Toda no había viajado a Córdoba solo por acompañar a su nieto en su cura de adelgazamiento. Tampoco su hijo, el rey de Navarra, estaba allí porque le preocupara el trato hacia su sobrino y mucho menos en viaje de placer, éste solo estaba allí por exigencias de su señora madre, y ella para hacer un trato con el califa de Córdoba.

A su sobrino Abderramán le ofrecía unas tierras que el califa reclamaba tiempo atrás si a cambio él ayudaba a restablecer en el trono al desdichado Sancho, que en cuanto recobrara su forma física estaría en condiciones de cabalgar y empuñar una espada. Pero antes de continuar, conviene aclarar de una vez quien era doña Toda y por qué tenía tanta influencia en todos los rincones de España. Remontémonos al año 860, cuando los moros llevaban en la península 149 años. El emir Muhammed I ibn Abdurrahman hace una incursión por Pamplona, y para garantizar su sometimiento rapta al príncipe Fortun Garcés y a su hija Oneca de 10 años de edad. 20 años estuvo prisionero este príncipe hasta que fue puesto en libertad para suceder en el trono a su padre García Íñiguez. En cuanto a su hija, el emir de Córdoba Abdalá I quedó prendado de ella y la hizo su esposa. Muy enamorado tuvo que estar de ella cuando la rebautizó con el nombre de Durr (Perla). De él tuvo un hijo y dos hijas. El hijo de Oneca, llamado Mohamed, sería el heredero pero fue asesinado y no llegó a ser emir, aunque tres semanas antes sería padre del que nos ocupa ahora, Abderramán III, el primer califa de Córdoba

Y hay más, éste califa, además de una abuela navarra, tuvo también madre navarra, aunque no entraremos ahora en más detalles. Oneca volvió a Navarra junto a su padre Fortun, una vez muerto el rey García. No está claro el motivo por el que Oneca abandonó Córdoba, pero en vista de los harenes que los emires y califas tenían, quizás ella se cansó al verse relegada a un segundo plano y sintió añoranza por su tierra. El caso es que Oneca volvió a Navarra. Corría el año 882 y pronto se casó con su primo Aznar Sánchez de Larraún y de este matrimonio nacería doña Toda Aznarez, la abuela de Sancho, madre del rey de Navarra y tía del califa de Córdoba.

Doña Toda no tragaba a su sobrino cordobés, muy mal se lo hizo pasar unos años atrás, cuando Abderramán, aprovechando una crisis política quiso arrasar Navarra para, apelando a sus lazos de sangre, reclamar el trono. Su tía salió a su encuentro y apelando a esos mismos lazos de sangre pidió a su sobrino moderación. Abderramán no atacó, pero exigió a Toda que Navarra se sometiera, y a su vuelta a Córdoba, ya que no tuvo el placer de arrasar Navarra, se permitió el lujo de ir arrasando cuantas aldeas castellanas y leonesas encontró por el camino, asesinando a gran cantidad de hombres, mujeres y niños. A Toda no le quedó más remedio que declarar Navarra reino vasallo del califato de Córdoba. Pero ya llegaría el momento de desquitarse de esta humillación. Y el desquite llegó cuando Ordoño, el hermanastro de Sancho, haciendo uso de su buen hacer como rey, obligó a Abderramán a pedir una tregua, esa tregua que rompió Sancho. Ahora, estaban Abderramán y Toda de nuevo frente a frente, pero ya no era su vasalla; no obstante, estaba allí para pedirle un favor: alzar a su nieto de nuevo al trono de León.

La aunténtica reina de toda España

Abderramán, el sobrino de doña Toda, accedería a ayudar a recuperar León para Sancho. Sí, pero el ambicioso califa no se conformaba con las diez fortalezas a orillas del Duero que Toda le ofrecía. El nieto de Oneca, que tenía rasgos europeos, con ojos azules y barba rubia, la cual se teñia para parecer un autentico moro, exigía también que León se sometiera a su califato. León debía ser un reino vasallo. Abderramán y Toda, tía y sobrino, jugaban hacía tiempo a devolverse las humillaciones, y ahora le tocaba al sobrino devolvérsela a su tía. La derrota de Simancas todavía le dolía a Abderramán.¿Qué pasó en Simancas? Que doña Toda mandó un gran ejército contra su sobrino y lo derrotó. Fue la respuesta de doña Toda a aquella exigencia de someter el reino de Navarra y a aquellos asesinatos que su sobrino cometió a su regreso a Córdoba. Doña Toda no participó, por supuesto, en aquella batalla, pero nadie dudaba que la victoria fue suya, la gran victoria de doña Toda. Así se las gastaba esta mujer.

Bien, no había problema, León sería reino vasallo de Al-Andalus. Y si anteriormente Toda faltó a su palabra rebelándose contra su sobrino, ¿qué garantías tenía ahora de que no fuera a pasar lo mismo? Bueno, para empezar, los ejércitos cordobeses se habían repuesto bastante después de la tregua firmada con el hermanastro de Sancho, y por León andaban las cosas revueltas. Abderramán estaba seguro de poder dominar cualquier situación. Toda accedió, era lo que más le convenía. A su avanzada edad, lo único que quería era arreglar la situación lo más rápidamente posible. Aunque en su interior, al tiempo que accedía ya tramaba la forma de devolverle la pelota a aquel sinvergüenza.

Partieron los navarros de nuevo hacia el norte. Doña Toda se sentía ya algo cansada, una mujer con una gran fortaleza, pero con tan avanzada edad no debería verse en estos momentos en la aventura de atravesar de nuevo España, nada menos que 700 kilómetros de viaje. Tiempo más que suficiente para rememorar su larga existencia. Porque 81 años eran muchos años para la época. Pero Toda no era una mujer cualquiera. Toda era reina e hija de reyes. Se casó a los 30 años con Sancho Garcés, parió 7 hijos, un hijo y 6 hijas, los cuales sirvieron, el primero para tener un hijo rey en Navarra, y las siguientes para expandir su sangre por todos los rincones de España. Quedó viuda a los 49 años y no volvió a casarse. El trono navarro pasó a su hijo García. Pero al ser éste menor de edad, fue ella la regente del reino, y después de la mayoría de edad también, porque su hijo era oficialmente el rey, pero era ella la que, sin duda, mandaba.

En la primavera de 959 salió de Córdoba un potente ejército moro que más tarde se uniría a otro navarro. Sancho, con muchos kilos menos encima, se dirije a Zamora que se rinde sin apenas oponer resistencia, luego caería Galicia y finalmente León. Curiosamente, los nobles apoyan de nuevo a Sancho. Y Ordoño IV, que era quien reinaba en aquel momento, sale huyendo. Por lo visto, Ordoño, que no está muy claro de dónde salió, fue puesto como marioneta de los nobles, pero finalmente éste rey no respondió a las expectativas que ellos tenían. Sancho I volvía a reinar en León para orgullo de su anciana abuela. Por cierto, que Sancho se casó y tuvo un hijo que más tarde le sucedería en el trono.

¿Todos felices, pues? Veremos. De momento, la anciana abuela, que veía acercarse el final de sus largos días, tuvo una charla con su nieto.
-No permitas que el moro se salga con la suya, jamás le entregues las fortalezas del Duero, ni seas su vasallo. Si yo le derroté, tú también podrás hacerlo. Doña Toda Aznárez moría un año mas tarde, a los 82 años de edad, después de haber sido la autentica reina de “TODA” España.

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