Estamos en el año 722. Hace once años que los musulmanes han invadido la península Ibérica. Toda Hispania está dominada. ¿Toda? No. Un pequeño grupo de astures resiste a las puertas de los Picos de Europa. Puede parecer que se parafrasea la introducción de una historia de Asterix, pero es cierto. La cueva que servía como lugar de culto era un lugar perfecto para refugiarse. No se sabe exactamente cuántos eran. Se dice que unos cuantos centenares entre hombre mujeres y niños. Hay quien afirma que aptos para luchar solo había trescientos hombres. ¿Quienes eran y por qué huían? Era un grupo de rebeldes que se habían negado a pagar los impuestos que el gobernador musulmán exigía y se había ordenado su persecución. A la cabeza estaba Pelayo, un guerrero visigodo.
¿Quienes eran los visigodos? Eran una parte del pueblo godo (los demás son llamados ostrogodos), los que llegaron a Hispania. Son ni más ni menos que los auténticos fundadores de España. Hay quien se empeña en señalar el siglo XV en la partida de nacimiento de nuestro país. No es verdad. España nació como reino por primera vez a principios del siglo V. Los godos o pueblos germánicos eran un pueblo procedente del norte, probablemente lo que hoy es Suecia, y después de un largo periplo por Europa terminaron en la península Ibérica.
De no haber sido por aquella invasión que vino a dar un giro radical al curso de la historia española, hoy no habría duda de que España es una de las naciones más antiguas del mundo. Pero todo cambió para los cristianos que habitaban la península. Actualmente, nos cuentan maravillas sobre el legado que nos dejaron los moros en España. No hay documental o libro de texto que no muestre columnas y arcos majestuosos, o lamente la pérdida de mezquitas que debieron ser impresionantes. Y es que la invasión musulmana dejó tras de sí, es cierto, monumentos admirables. También son ciertos los adelantos sobre ciencia y astronomía para la época, y es indiscutible que fueron una gran potencia económica y militar. Todo esto está muy bien que lo cuenten. Pero siempre existe la otra cara de la moneda. La invasión musulmana supuso un verdadero desastre humano tanto para los cristianos visigodos e hispano-romanos, como para los propios musulmanes. Una incesante guerra que duró 700 años. Una constante opresión para los cristianos, que veían un año tras otro cómo sus campos y aldeas eran arrasados, y sus hombres y mujeres eran capturados como esclavos. También supuso, por supuesto, que los cristianos se tomaran la revancha, golpeando al moro en cuanto podían y donde podían. Tampoco es cierto que entre moros y cristianos, allí donde convivían, reinara la paz y la concordia. La única verdad es que el cristiano estaba completamente discriminado y humillado, al que se le cobraban impuestos especiales por practicar su fe, para que más tarde se volvieran las tornas y fueran los moros quienes padecieran la humillación de tener que «pagar» (las parias) por vivir aquí.
De no haber sido los musulmanes, nadie sabe el rumbo que hubiera tomado la historia de España, pero sucedió lo que sucedió y fue lo que fue. El reino visigodo desapareció… o no. Es lo que se suele decir, que desapareció, pero no es cierto. Habíamos comenzado narrando cómo un grupo de aproximadamente trescientos cristianos se habían refugiado en Covadonga liderados por el guerrero Pelayo. Hasta allí llegó un ejército de unos 10.000 soldados musulmanes. Pudieron ser más o pudieron ser menos, en esto no se ponen de acuerdo, pero esa es la cifra que más suena. Sea como fuere, eran muchos más que los cristianos que había en la cueva, aunque estos tenían la ventaja de esperarlos en un lugar privilegiado para el combate. En cualquier caso eran muchos, demasiados moros para solo trescientos cristianos. No pudieron llegar hasta la cueva. Se habla de un milagro. Se dice que las flechas que los moros lanzaban se daban la vuelta y bajaban de nuevo hacia ellos. Posiblemente rebotaban en la rocas y bajaban de nuevo, pero la fe de los cristianos lo achacaron a un milagro de la Virgen. La Virgen, obrara o no el milagro, infundió los ánimos suficientes para que aquellos bravos guerreros no dejaran subir hasta la cueva a un ejercito infinitamente superior en número. Doscientos cristianos perdieron la vida, pero fueron miles los moros muertos, es lo que cuanta la tradición y las crónicas tanto cristianas como moras. Y quizás por eso, porque no merecía la pena seguir sacrificando tantos soldados por capturar a solo cien cristianos, decidieron abandonar el lugar.
Grave error dejar con vida a los cien cristianos a los que llamaron despectivamente «asnos salvajes», entre los que se encontraba Pelayo que acabó convirtiéndose en caudillo y origen de una nueva dinastía de reyes visigodos. La noticia de la gesta de Pelayo y sus trescientos guerreros se esparció como la pólvora y el ejército moro en retirada fue atosigado por donde pasaba. Por todos los cristianos fue interpretado aquello como una gran victoria, la primera victoria contra los mahometanos. La rebelión no había hecho más que empezar, y el pequeño reducto de cristianos libres en Cangas de Onís se fue expandiendo hasta formar rápidamente el reino de Asturias, que más tarde se convertiría en el reino de León, una potencia considerable capaz de plantar cara al ejército invasor. No, el reino visigodo no desapareció, y si en algún momento lo hizo, resurgió el día en que Pelayo y sus trescientos resistieron en Covadonga, hasta nuestros días.