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La batalla de Bailén
Por la tarde, el propio general Francisco Javier Castaños había pasado revista a las tropas. Benito Pérez Galdós, a través del protagonista de una de sus novelas, describe de esta manera al general español:
“Parecía tener 50 años y, por cierto, me causó sorpresa su rostro, pues yo me lo figuraba con semblante serio y ceñudo, según mi entender debía tenerlo todo general en jefe puesto al frente de tan valientes tropas. Muy al contrario, la cara del general Castaños no causaba espanto a nadie, aunque sí respeto.”
Por la noche el silencio se hizo en el campamento, hasta que, sobre las tres de la madrugada, sonaron los primeros disparos. Eran los soldados de Dupont, que acababan de llegar a Bailén y se encontraron con que las tropas de Vedel no estaban esperándoles, las que les esperaban eran las de Coupigny, que los atosigaban ametrallándoles. Fue una gran sorpresa para el general francés, que más preocupado por salvar sus carros llenos de tesoros robados en Córdoba que por poner en práctica una buena estrategia, había caído en la trampa de las maniobras de despiste que los generales españoles habían estado realizando durante varios días.
Los tiros habían tenido lugar a unos 4 kilómetros de Bailén, después de que las primeras tropas francesas, al mando del mayor Teulet, cruzaran el puente de piedra sobre el arroyo Rumblar y tropezaran con una compañía de zapadores de la Guardia Valona que vigilaba las afueras del pueblo. Este destacamento español no fue un problema para que Teulet siguiera avanzando hasta llegar a una zona despejada llamada la Cruz Blanca. Allí sí tendría serios problemas al encontrarse con las unidades de vanguardia del brigadier Venegas. La batalla había comenzado. Dupont estaba a 5 kilómetros de donde se había iniciado el combate. Alertado por los cañonazos, se apresuró a ordenar que avanzara la caballería. Dupré no tardó en llegar en ayuda de Teulet con dos brigadas y un total de 500 jinetes que embistieron contra el escuadrón de caballería español. Eran las 5 de la mañana y ya apuntaban las primeras luces.
Los españoles tuvieron que retirarse, pero no tardó en atacar el segundo escuadrón y los franceses fueron expulsados de la Cruz Blanca. Los franceses habían perdido ya 100 jinetes, así que decidieron esperar a que llegaran más refuerzos. Las fuerzas españolas estaban dispuestas de la siguiente manera:
A la derecha, las compañías del brigadier Venegas.
En el centro, en el cerro del Zumacar Grande, las del general Reding.
A la izquierda, sobre el Cerrajón, las del marqués de Coupigny.
A su espalda quedaba Bailén y al frente el arroyo Rumblar, por donde Dupont se disponía a atacar. Por parte española se habían desplegado un total de 14.000 hombres, y otros 4.000 estaban dispersos por diferentes cerros alrededor de Bailén. Los franceses eran aproximadamente 12.000 y avanzaban desde Andújar formando un convoy de una decena de kilómetros e iban entrando en combate tal como iban llegando. Eran unos 10.000 los soldados aptos para entrar en combate, pues Dupont contaba con al menos 2.000 heridos o enfermos. Incluso se habían dejado 300 hombres en Andújar, incapaces de ponerse en marcha, al amparo y la buena voluntad de los habitantes de aquel pueblo.
A las cinco y media, las brigadas francesas de Dupré se desplegaron en la falda del Zumacar Chico cañoneando a los de Coupigny. Después de una hora, los franceses se llevaron la peor parte, ya que los cañones españoles eran de mayor alcance. Dupré decidió retirarse a la espera del general Chabert. A las seis y media llegó Chabert con 10 cañones más, 1.400 jinetes y más de 3.000 soldados de infantería. Dupont tenía un dilema, atacar o no atacar; necesitaba que al menos llegara la brigada de Pannetier, pero todavía tardarían dos horas, ya que caminaban muy retrasados y estaban a unos cinco kilómetros. Por otra parte, si no atacaban corrían el peligro de que en cualquier momento se presentara por su espalda el general Castaños con los suyos. Con Reding y Coupigny al frente y Castaños por detrás estarían perdidos, Dupont no tenía elección. Chabert atacaría al centro de las columnas españolas, mientras Privé atacaría a la izquierda y Dupré a la derecha. Dupont no era el único temeroso de ser atacado por la retaguardia. Reding sabía que Vedel y Dufour, engañados y alejados hasta La Carolina, ya estarían de vuelta y podrían aparecer en cualquier momento. Por lo tanto, también tenía prisa y dispuso que Venegas y Coupigny atacasen a los franceses por los flancos derecho e izquierdo.
El brigadier Venegas, que se encontraba en el cerro Valentín, descendió con sus tropas dispuesto a arremeter contra el ala izquierda francesa, sorprendiendo a Dupont que no esperaba esta maniobra española. El general francés dispuso entonces que contraatacaran los 400 jinetes de Dupré. De repente, los jinetes que iban en cabeza se vieron interceptados por algo que no esperaban. Un caballo que no fue parado a tiempo desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra, arrastrando consigo a su jinete a un profundo barranco de más de treinta metros de profundidad. El jinete francés no murió en la caída ya que las paredes del barranco eran de tierra y no descendían en picado, sino en una pronunciada pendiente. Además, pudo agarrarse a unas ramas, pero al intentar subir fue acribillado desde el otro lado, igual que estaban siendo acribillados sus compañeros mientras dudaban si descender o rodear el barranco. Finalmente dieron marcha atrás alejándose de las balas españolas y decidieron ir al encuentro de los de Venegas rodeando la ancha brecha.
Una vez que se encontraron con la infantería española, los hicieron retroceder de vuelta al cerro, aunque los jinetes franceses habían sufrido muchas bajas. Mientras esto ocurría en la parte izquierda, el ala derecha francesa estaba siendo hostigada por las tropas de Coupigny que habían bajado desde el Cerrajón y lanzado su ataque a los que se encontraban en la Cruz Blanca. Dupont envió entonces a los Dragones y Coraceros de Privé hacia el Portillo de la Dehesa, con intención de atacar y cortar la retirada a los españoles. Pero vistas y adivinadas las intenciones francesas, estos se apresuraron a retirarse rápidamente hacia la línea principal española. Salió en ayuda el mismo marqués de Coupigny, reforzándolos con el regimiento de Jaén, primer batallón del Regimiento de Reding y la cuarta compañía de Zapadores. Los jinetes de Privé arremetieron con fuerza y la caballería española comenzó a estar seriamente tocada. No salieron muy bien parados tampoco los del regimiento de Jaén. Las cosas no pintaban bien para el flanco izquierdo español. Fue necesario adelantar los regimientos de Bujalance, Cuenca y Trujillo para proteger a las unidades que venían en retirada. Los jinetes franceses que venían en persecución, finalmente fueron rechazados por la batería de cañones española. En este combate murieron varios oficiales españoles y los franceses cobraron ánimos al capturar una bandera.
Envalentonados, los franceses vuelven a la carga para no dar tregua. El general Chavert avanzaba ya con la infantería contra las baterías centrales españolas. Tuvieron que emplearse a fondo estas baterías que comenzaron a hacer estragos entre los atacantes, que no por eso dejaban de avanzar. La amenaza estaba ya a tan solo 300 metros, y fue entonces cuando la caballería salió al encuentro de los franceses, tanto por la izquierda como por la derecha, arrollándolos y acuchillándolos sin piedad, y obligándoles a retroceder. Los franceses se refugian entre los olivares de la Cruz Blanca y desde allí abren fuego sobre los jinetes españoles. El teniente coronel don Francisco Bonet cae muerto y los escuadrones comienzan la retirada. Fue entonces cuando les salieron al encuentro los coraceros del general Privé que ya se habían reorganizado. El choque fue brutal y los jinetes españoles se vieron obligados a retroceder hasta las baterías centrales. Desde allí, salieron nuevamente al contraataque ayudados por unidades de reserva, dispuestos a defender a la desesperada las baterías que se veían seriamente amenazadas ante la cercanía de la caballería francesa, que no paraba de avanzar. Finalmente, los franceses fueron rechazados. Su acción suicida les había costado un gran número de bajas, pero también habían dejado seriamente diezmada a la caballería española. Eran las ocho y media y las fuerzas de Dupont que quedaban por llegar estaban ya sobre el puente del Rumblar.
Se trataba de las brigadas de Pannetier, que fueron las encargadas de hacer frente a Venegas, que nuevamente venía al ataque, ya que Reding no estaba dispuesto a dar tregua a Dupont. Venegas se dirigía al Zumacar Chico y Dupont decidió hacerle frente con las fuerzas que en ese momento estaban más frescas, al no haber entrado todavía en combate. Sin embargo, acusaban el cansancio de tan larga caminata desde Andújar. Para colmo, el terreno donde entraron a luchar era abrupto y accidentado, haciendo su avance bastante penoso. Los de Venegas se emplearon duramente con ellos, por lo que tuvieron que salir en su apoyo las brigadas de Dupré, o lo que quedaba de ellas, obligando a los españoles a retroceder de nuevo. Al final, las cansadas brigadas de Pannetier tomaron el Zumacar Chico y allí se desplegaron dispuestas a hacer frente a Venegas, por si se le ocurría bajar de nuevo.
La mañana avanzaba a las puertas de Bailén, el sol comenzaba a calentar. Pero a pesar de calentar para todos por igual, parecía que para los franceses calentaba mucho más, aunque solo eran las diez. Vedel seguía sin aparecer y Dupont sabía que Reding estaba aprovechando esta circunstancia para no darle tregua. Por otra parte, si en vez de Vedel, el que aparecía era Castaños, estaba completamente perdido. No había más remedio que intentar un nuevo ataque al centro español, a pesar de que el cansancio y la sed comenzaban a hacer mella entre los soldados. Y hasta en los caballos, que tampoco habían bebido ni descansado desde hacía ya muchas horas. Desde las filas españolas vieron cómo la infantería francesa levantaba una gran polvareda. Eran cuatro columnas al mando de Chabert. No tardaron en abrir fuego los cañones, pero desafiantes, los franceses seguían avanzando. Los voluntarios de Granada, apenas habían entrado en combate, pero la hora les había llegado al dárseles la orden de hacer frente a los de Chavert que estaban próximos a las baterías de cañones del centro español.
Los franceses estaban muy próximos y las balas silbaban por todas partes, hasta que la lucha se hizo cuerpo a cuerpo y a punta de sable o bayoneta. Unos momentos antes, los franceses parecían avanzar por encima de un lago de fuego, debido a que la tierra recalentada por el sol daba la sensación de derretirse provocando el fenómeno óptico del espejismo. Ahora, la polvareda y el humo de la pólvora lo envolvían todo. Los franceses estaban cansados, pero tampoco a los españoles les sobraban ya las fuerzas después de varias horas de combate, sin embargo, unos y otros luchaban con rabia y fuerza. El sudor, el polvo y la sangre comenzaron a formar una mezcla siniestra en el rostro y el cuerpo de muchos hombres. Finalmente, los franceses se retiraban perseguidos hasta un olivar donde corrían a refugiarse. Los primeros que iban llegando disparaban cubriendo la retirada a sus compañeros. No tardo en salir la caballería de Dupré con los 150 jinetes que aún le quedaban. Dupré no solo pretendía cubrir la retirada de la infantería, sino llegar hasta las mismas líneas españolas, su temeridad le costó la vida y la de otros 50 jinetes. El implacable sol seguía su recorrido en el cielo, y bajo él, los olivares de Bailén se iban convirtiendo poco a poco en un horno. Y mientras para los franceses no había forma de salir de aquel martirio, para los españoles llegaba la salvación en forma de cántaros de agua transportados por divinas mujeres que acudían para calmar su sed. Lo habían estado haciendo durante buena parte de la mañana, acarreando cubos de agua para enfriar los cañones o dar de beber a los caballos. Ahora, por fin, podrían beber algunos de los soldados, que armaron un gran revuelo por acercarse a ellas cuando las vieron salir de un olivar y no tardaron en acabar con el preciado líquido.
De pronto, todos callaron quedando atentos al personaje que se acercaba a ellos. Era el general Reding. Una de las mujeres se le acercó con su cántaro y le ofreció de beber. Fue cuando se oyó, por unas décimas de segundo, un silbido que acabó en el momento en que una bala atravesó el cántaro de la muchacha, que lo soltó dando un grito. Los soldados que había alrededor abrieron fuego de inmediato contra el lugar desde donde habían oído el disparo, poniendo en fuga a un pequeño grupo de franceses entre los olivares. La mujer, una vez repuesta del susto, se agachó para recoger lo que quedaba del cántaro, pues entre los tiestos aún había uno lo suficientemente grande como para contener el agua que no se había derramado, y se la ofreció al general, que bebió y dio a todas las gracias por su valentía al arriesgar sus vidas viniendo hasta aquí. La mujer que dio de beber a Reding era María Bellido y pasaría a la historia y a la leyenda. Y por este motivo, en el escudo de Bailén aparece un cántaro agujereado.
A las doce del mediodía Vedel no hacía aún acto de presencia. Dupont estaba desesperado y los soldados deseaban que el sol se desplomara definitivamente sobre ellos y los achicharrara de golpe, antes que aguantar el suplicio de ser abrasados lentamente a 40 grados. Al otro lado, el cansancio también se dejaba sentir, pues no todos habían tenido la suerte de beber un sorbo de agua, ni de llevarse a la boca algo de comida. Pero los ánimos les seguía teniendo en pié por ver que el enemigo no había conseguido hacer mella entre sus filas. No obstante, los temores de Reding aumentaban y no dejaba de mirar hacia atrás, por si Vedel intentaba sorprenderle. Pero ni Vedel regresaba de su visita a La Carolina, ni Castaños aparecía detrás de Dupont, en su supuesta persecución desde Andújar. Al general francés no le quedaba más remedio que arreglárselas por sí mismo, así que decidió arremeter contra el centro español con todas sus fuerzas. Cuando desde las filas españolas vieron lo que se les venía encima, todos entendieron que Dupont iba a por todas. Él mismo se había puesto a la cabeza. Era la carga definitiva, y por la dimensión del frente que avanzaba, sabían que iba a ser muy destructiva. Por el centro venían 400 Marinos de la Guardia, detrás de ellos dos batallones de la brigada de Chabert. Por la izquierda avanzaban los dos batallones de las fuerzas de Pannetier, que habían sido llamados a retirarse del Zumacar Chico. Por la derecha, un batallón del regimiento suizo, uno de la cuarta legión y la brigada del general Schramm. Todos ellos arropados por los 100 jinetes que quedaban de la brigada de Dupré, colocándose 50 de ellos a cada lado.
Los cañones y fusiles españoles comenzaron a lanzar sus balas contra el frente francés, que a pesar de la lluvia de metralla no cedían en su implacable avance. En ambos bandos pronto se dieron cuenta de que se trataba de un ataque suicida, por lo que, la rabia y el coraje salían a flote de las últimas fuerzas que aún les quedaban, tanto a unos como a otros. Las filas francesas comenzaban a verse resentidas por los estragos que en ellas hacían los cañones, los soldados caían bajo la lluvia de balas, y los caballos se derrumbaban hechos pedazos por la metralla, mezclándose su carne y su sangre con la de sus jinetes. Pero el objetivo de los franceses eran las baterías del centro español, y hasta ellas estaban dispuestos a llegar mientras quedara un solo soldado en pie. Si conseguían apoderarse de aquellas baterías y romper el centro español, la suerte del general Dupont podía cambiar. Tarea que Reding le iba a poner muy difícil, y ya que el fuego de cañón no conseguía pararlo, mandó adelantarse a la infantería que formaban filas alternativas para disparar sus fusiles; mientras unos disparaban, los otros recargaban su arma, pero no tardaron en tener un choque contra ellos.
De pronto, unos centenares de soldados franceses se apartaban de la lucha. En realidad, eran parte del regimiento suizo francés, que se negaban a pelear contra los suizos de Reding. Luego, los franceses, o una parte de ellos, comenzaban a retirarse. Esto fue debido a que el general Dupont fue alcanzado por una bala en la cadera y muchos lo creyeron muerto. Pero los marinos de la Guardia y los últimos jinetes de Dupré aún seguían con fuerzas suficientes como para reorganizarse y acometer una última embestida. La cólera los cegaba de tal manera que no les importaba cuántos caían muertos a su alrededor, no pararían hasta alcanzar los cañones españoles y apoderarse de ellos. Su avance era imparable, nada los detenía, la caída de su general los había puesto más furiosos. Querían la victoria a toda costa.
A Reding no había nada que le preocupase más en aquel momento que la posibilidad de que se presen tase Vedel. A Dupont, le preocupaban ahora bastantes más cosas, la aparición de Castaños y su herida en la cadera, aunque nada comparado con la suerte que corría su ejército sin él al frente. Los jinetes franceses cabalgaban a toda velocidad, blandiendo los sables a diestro y siniestro, y los Marinos de la Guardia empujaban sus bayonetas contra las filas españolas. Su objetivo estaba cerca. Las baterías españolas estaban a un paso de ser suyas. Pero el camino que los franceses iban abriéndose en su avance, iba a ser su propia trampa, porque ese mismo camino pronto se cerraría sobre ellos. Los jinetes saltaron por encima de los cañones, pero no tardaron en ser derribados de sus caballos. Los Marinos llegaban, pero allí se iban quedando. Aquella temeridad cometida en su arranque de furia fue su perdición. Todo estaba perdido y nada había que hacer, salvo intentar huir en retirada.
Hubo gritos de júbilo por lo que se daba ya por la victoria definitiva sobre el ejército imperial. Pero habría que esperar hasta ver si todavía había otro contraataque, y sobre todo, estar pendientes de Vedel, del que no había duda que aparecería de un momento a otro. A la una del mediodía, los oficiales franceses pasaban revista a su ejército. La sed, el hambre y el cansancio se reflejaba en sus caras. Para terminar de minar los ánimos franceses, un destacamento español que patrullaba por los alrededores, apareció por la retaguardia. Dupont, convaleciente por su herida en la cadera, fue informado de la situación, nada que él no supiera o adivinara. Así que les dijo a sus oficiales que algo debía haberle sucedido a Vedel si no había venido ya, y alguien tenía que ir a negociar con el general español.
Al capitán Villouters, el encargado para esta negociación, se le vio aparecer junto a varios soldados portando bandera blanca. Al llegar a las filas españolas pidió hablar con Reding. El mensajero solicitaba de parte de Dupont la suspensión del combate y un paso libre para encaminarse a Despeñaperros. Reding aceptó la suspensión del combate, pero en cuanto a dejarles marchar decidió dejar el asunto en manos de su superior y le propuso ir en busca de Castaños. A las dos de la tarde se presentaban en el puente del Rumblar los más de 9.000 hombres de la tercera división de Castaños al mando de don Manuel de la Peña. El ejercito de Dupont estaba ahora completamente dominado y no le quedó otro remedio que comenzar a negociar la rendición.
A varios kilómetros de Bailén, un ejército de 6.000 hombres se aproximaba a esta ciudad. Soldados cansados, exhaustos de andar deambulando de un lado a otro, que volvían de La Carolina y de Guarromán, donde habían sido enviados para nada, todo había sido un engaño en el que el general Dupont había caído. Vedel había obedecido las órdenes sin rechistar, y ahora volvía para entrar en combate con unos hombres necesitados de descanso. Pero con un poco de suerte, apenas tendrían que luchar. Llevaban varios kilómetros escuchando el retumbar de los cañones y todos pensaban, que a estas horas, Dupont tendría dominada la situación; ahora que estaban cerca y el sonido había cesado, era casi seguro que la batalla había acabado con una más que evidente victoria francesa. Estaban a punto de salir de dudas, pues la patrulla de reconocimiento volvía en estos momentos. Cuando éstos estuvieron delante de su general, no sabían cómo darle la mala noticia, y cuando por fin hablaron, Vedel no podía dar crédito a lo que escuchaba: Dupont estaba en problemas.
No habría descanso. Rápidamente se dispuso a formar un plan de ataque. Una columna se dirigiría al cerro de San Cristóbal, otra al cerro del Ahorcado, otra rodearía este cerro para cortar la retirada de sus defensores, y los demás permanecerían en reserva. Hechos los preparativos y justo antes de comenzar el ataque, llegaban dos oficiales españoles con bandera blanca que informaron de la situación: entre Dupont y Castaños se había acordado un alto el fuego y debía respetarse. La primera respuesta de Vedel fue: «Andad a decir a vuestro general que me importa bien poco el acuerdo y que voy atacar.» Pero ante la insistencia de los enviados, Vedel reflexiona y envía a su ayudante, el comandante Meunier, para que le informara de primera mano de que efectivamente se estaba negociando un alto el fuego. Quince minutos fueron los concedidos a este hombre para ir y venir con la noticia, como si el general no quisiera que volviera a tiempo, para que nada estropeara sus planes de ataque y poder hacer lo que por lo visto no había hecho Dupont. Ellos, la flor y nata del glorioso ejército imperial, que a lo largo y ancho de Europa y Asia jamás habían sido derrotados en cientos de batallas, no podía ser que cayeran ahora víctimas de un piojoso ejército formado en su mayor parte por voluntarios sin experiencia. Podría admitir caer derrotado por un poderoso zar ruso entre el barro siberiano, pero no allí, no en un pueblo perdido detrás de Despeñaperros, a manos de campesinos harapientos, en una región de un país que ya había perdido el poderío de siglos pasados. Poco o nada habían previsto Dupont y Vedel que la rabia y el coraje de un pueblo al que se pretende humillar podían más que las fuerzas de todos los ejércitos rusos. Y tampoco habían previsto, que esa rabia y ese coraje, estarían dirigidos en esta ocasión por estrategas de un gran talento como fueron Francisco Javier castaños, Teodoro Reding y Antoine Malet de Coupigny, por mencionar solo a los tres principales personajes, artífices de la derrota francesa.
Eran las cinco de la tarde y en el cerro del Ahorcado descansaban de la dura batalla 1.600 españoles, cuando se vieron sorprendidos por los batallones 2 y 3 de la quinta legión francesa. Nada pudieron hacer y se rindieron de inmediato. Mientras tanto, en el cerro de San Cristóbal, el batallón 1 de la legión y el batallón 3 del regimiento suizo eran rechazados a punta de bayoneta por los españoles. Pero los franceses continuarían atacando durante la próxima media hora. Castaños estaba muy satisfecho por las noticias que le llegaban de Bailén, pero pronto fue informado de que las fuerzas francesas que tenían rodeadas eran solo la mitad, y que las columnas de Vedel estaban próximas. Cuando a las cinco de la tarde se oyeron los primeros disparos, Dupont mandó un recado a Vedel ordenándole que cesaran todas las operaciones y que le tendría informado de la marcha de las negociaciones. La batalla se dio por terminada, aunque la tensión duraría todavía unos días.
La capitulación de Andújar
Había una larga hilera de tiendas montadas a lo largo del camino, donde los médicos atendían como buenamente podían a los cientos de heridos de ambos bandos. Unos cosían, otros vendaban, y en el peor de los casos, cortaban brazos o piernas. Se oían quejidos y gritos que daban escalofríos, mientras los cirujanos hacían su trabajo. Mientras tanto el general Chavert, marchó hasta Andújar con la autoridad necesaria para firmar un acuerdo con Castaños. Al llegar a esta población, el general español estaba reunido con el conde de Tilly, representante de la junta suprema de Sevilla. Una de las condiciones indispensables que Dupont pedía era paso libre para salir hasta Castilla. A Castaños no le pareció mal esta petición, eran demasiados hombres para hacerlos rpisioneros y se daba por satisfecho con haberlos vencido y quedarse con sus armas, además de recuperar loscientos de carros llenos de todo lo que habían robado en Córdoba; pero entonces, Tilly le llamó para hablar aparte y le aconsejó rechazar esta condición. Como argumento, le enseñó una carta que habían interceptado a los correos franceses. En ella se hacía llamar a Dupont para ejecutar los planes del rey intruso José: la dominación de Castilla y el ataque a Galicia. Aquellos 20.000 hombres le iban a venir muy bien a José, a los cuales, sin duda, les facilitaría nuevo armamento. Estaba claro que el conde Tilly llevaba razón y Castaños cambió de opinión: los franceses no tendrían paso libre hacia Despeñaperros.
Chabert no firmó ningún acuerdo y volvió a Bailén irritado. Las negociaciones estaban a punto de romperse, y los oficiales franceses presionaban para que el general no diera su brazo a torcer. En vez de negociar, propusieron abandonar todo cuanto llevaban encima y abrirse paso para escapar. «No sería tan fácil ―explicó el general―, hay paisanos armados por todas partes, eufóricos por la victoria de los suyos, y la mayoría de nuestros soldados no tiene fuerzas ni para dar dos pasos seguidos. Hay que seguir negociando hasta alcanzar un acuerdo satisfactorio.»
Dupont, envió esta vez al general Marescot. Nada más partir éste para Andújar, Dupont recibe a un enviado de Vedel que le propone que entre ambos ataquen por sorpresa a las fuerzas de Reding. Dupont está atolondrado e irritado, y su herida en la cadera contribuía más a ello. No sabe qué hacer. Finalmente decide comunicar a Vedel que haga lo que ledé la gana, pero que no cuente con él. Por la noche, aprovechando la oscuridad, Vedel levantó su campamento con la intención de huir, y una vez llegado a
Despeñaperros, volar el desfiladero para así hacerlo intransitable a sus posibles perseguidores. Pero no tardaron en descubrirle y muy pronto fue Reding avisado de las intenciones de los franceses. A Dupont, que no estaba de humor para recibir a nadie, le llegó enseguida el aviso: o hacía volver a Vedel, o toda su gente sería pasada a cuchillo. Dos oficiales son enviados inmediatamente con una orden escrita y firmada por el general, en la que se ordena a Vedel que retroceda, y aunque en un principio duda, finalmente se resigna y obedece.Pero Vedel y sus oficiales tienen ahora la difícil tarea de calmar a las tropas. Rendirse a los españoles es una humillación, y todos están indignados e irritados. El general convoca entonces un consejo con todos los oficiales. Eran veintitrés las opiniones que en aquella reunión contaban. Solo cuatro opinaban que debían seguir su huida hasta Madrid. La mayoría optó por acatar las órdenes, ya que, la vida de diez mil compañeros suyos dependía de ellos.
La capitulación se firmó finalmente en la casa de postas de la carretera entre Bailén y Andújar, el día 22 de julio por Castaños y el conde de Tilly de una parte y los generales Chabert y Marescot de la otra. Se había acordado que la totalidad de las tropas de Dupont quedarían prisioneras, mientras que las de Vedel y Dufour, dejando sus armas, podían abandonar Andalucía.
Durante la batalla perdieron la vida un total de 243 soldados españoles y 2.200 franceses, entre los que se encontraban un buen número de oficiales y generales en ambos bandos. También fueron heridos 735 españoles y 400 franceses. Fue un duro golpe, el primero contra el imperio francés, y no tardaría en oírse el eco de aquella batalla en Madrid, haciendo que el rey intruso, José Bonaparte, se apresurara en hacer las maletas y huir. Pero la cabeza que el ejército de Andalucía cortó aquel día, sin apenas temblarle la mano al blandir la espada, no era la única, pues la serpiente imperial tenía muchas más, que dirigió inmediatamente contra los que habían osado herirle. Una herida que ya no llegaría a curarse, y aún así, aquella serpiente todavía llegaría a causar mucho daño. La guerra no había hecho más que empezar y todavía habría que cortar muchas cabezas a aquel monstruo.
El general francés Foy contaría más tarde en sus memorias, que:
“Napoleón mismo, cuando supo del desastre, derramó lágrimas de sangre sobre sus águilas humilladas. Las armas francesas habían sido ultrajadas y la virginidad de gloria se había perdido para siempre, los invencibles había sido vencidos. El dolor que esta derrota causaba al emperador era múltiple, pues a la pérdida de su imbatibilidad había que añadir, que ésta había sido causada por quienes en su política él consideraba como pelotones de proletarios insurrectos.”
Y es que, España entera, tal como sigue contando el general:
“Apareció de repente altiva, noble, apasionada, poderosa, tal como había sido en sus tiempos heroicos. Olvidando y pasando a un segundo plano los años de decadencia a que la habían llevado unos reyes desidiosos e ineptos. Mucha fuerza y poderío, iban a ser necesarios para domar a una nación que acababa de volver a conocer lo que valía, cuyo eco iba a tener un gran efecto en las demás naciones. Inglaterra no daba crédito y deliró de gozo y toda Europa recobró la esperanza volviendo la mirada hacia España, hacia un punto donde saltaba de una manera tan imprevista un destello de luz que había de alumbrar al mundo.”
El 24 de julio, bajo un sol de justicia, ambos ejércitos, francés y español, caminaron hasta Andújar, donde los derrotados tuvieron que soportar la humillación de entregar las armas, una por una, y abandonar los más de seiscientos carros, donde transportaban el cuantioso motín que componían cuantas cosas de valor habían sustraído, en los nueve días que duró el saqueo de Córdoba. Aquella noche acamparon a las afueras de la ciudad a la espera de ser conducidos hacia el sur, donde supuestamente embarcarían hacia Francia. Las tropas españolas vigilaban estrechamente el campamento.