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Manuel Godoy y el príncipe Fernando
Manuel Godoy tenía solo diecisiete años cuando llegó a Madrid junto con su hermano, y ambos ingresaron en la guardia de Corps (guardia real cuyo nombre es de origen francés). No hace falta decir que para entrar en esta guardia había que ir bien recomendados, y Manuel, nacido en Badajoz en 1767 en el seno de una familia noble, cumplía los requisitos. Su ascenso fue meteórico y pronto contó con la confianza del rey hasta llegar a la cumbre, pues Manuel fue nombrado primer ministro con tan solo veinticinco años; dicen las malas lenguas que con la ayuda de la reina, a la cual se beneficiaba mientras el rey disfrutaba de su deporte favorito, la caza.
A finales del siglo XVIII España estaba en plena decadencia y sus reyes se dilapidaban a manos llenas los últimos beneficios a que aportaba el Imperio, si es que un imperio reporta beneficios, aunque algún oro llegaba todavía de las colonias americanas. En cuanto a sus relaciones con el resto de Europa, pues, a trancas y barrancas con Gran Bretaña, para no variar, y algo de comadreo con Francia, por aquello de que los Borbones eran primos. Pero he aquí que estalla la revolución francesa y sobre la cabeza de Luis XVI pende la afilada hoja de una guillotina. Fue el primer gran trabajo diplomático de Godoy, negociar para intentar salvar la vida al primo de Carlos IV. Pero su negociación fracasa y Luis XVI pierde la cabeza. Carlos IV declara la guerra a Francia. Fue la conocida como la guerra del Rosellón. Después de dos años Godoy negocia el final de la guerra donde España cede la mitad de la isla La Española (actual Ahití) a Francia. Godoy fue demasiado generoso e ingenuo, pero aun así se camufló su desastrosa gestión con un nombramiento honorifico. Godoy recibía el título de Príncipe de la Paz.
Mientras tanto, en Francia, un corso independentista llamado Napoleón Bonaparte escalaba en el terreno militar y se hizo cargo de las tropas que aplastarían la revolución. Después de esto, su escalada no paró hasta llegar a lo más alto y pasó de independentista a ser el más patriota de los franceses, y de ahí, a ser unionista, pues se propuso la ardua tarea de anexionarse toda Europa. Pero primero quería asegurarse tener algunos aliados y quitarse de en medio algunos obstáculos. Godoy estaba demostrando ser un ingenuo y era la víctima idónea. Después de la ejecución del primo de su rey las relaciones volvían a ser excelentes entre Francia y España y Napoleón estaba aportando mucho en esas relaciones; no en vano había aplastado la revolución que asesinó a Luis XVI. Por lo tanto, España tenía todas las papeletas para ser el país aliado. El obstáculo era Gran Bretaña, que no estaba dispuesta a dar rienda suelta a los franceses para que se hicieran los dueños del continente. Godoy fue fácil de convencer para declararse enemigo de los británicos y cerrarles todos los puertos. Sin embargo, Portugal mantenía buenas relaciones con los ingleses y no estaban dispuestos a romperlas.
Con la excusa de que España les facilitara el camino a Portugal, los franceses se fueron instalando por todo el país llegando a involucrar a Godoy para que enviara tropas de apoyo. Fue la llamada guerra de las naranjas; Portugal fue invadido y Napoleón prometió a Godoy nombrarlo rey de aquel país, promesa que nunca cumplió. Antes bien, presionó a Carlos IV para que fuera destituido como primer ministro. Godoy perdió el puesto en 1798, sin embargo, siguió contando con la confianza del rey y mantuvo su poder en la sombra.
En 1805, Napoleón declaró la guerra a Gran Bretaña y tiene lugar la batalla de Trafalgar, frente a las costas de Cádiz. España, como aliada de Francia, aportó gran parte de la flota que quedó muy mal parada en un combate que ganaron los ingleses. En 1807 Napoleón, haciendo uso de los tratados que tiene con el gobierno español, vuelve a pedir ayuda para vigilar el bloqueo a los británicos, esta vez en tierras danesas, y Godoy le envía 14.000 soldados, más de 3.000 caballos y 25 cañones, comandado por el marqués De la Romana.
El príncipe de Asturias, Fernando, parece ser que era un niño malcriado, sin embargo, no era ajeno a todo lo que ocurría, y sobre todo no soportaba a Godoy. Fernando temía incluso por su sucesión en el trono, por lo que, en unos momentos en que su padre se puso muy enfermo, fraguó una conspiración contra el ministro, al tiempo que lo preparaba todo para ser rey, aunque su padre seguía todavía vivo. La gente en la calle andaba revuelta por el tema de los franceses y culpaban a Godoy. Todo acabó en una revuelta en Aranjuez donde asaltaron el palacio real y Godoy salvó la vida de milagro. Tuvo suerte y acabó preso, pero Napoleón presionó para que lo soltaran y acabó exiliado en Francia.
Carlos IV llegó a recuperarse de su enfermedad y Fernando fue juzgado por amotinarse contra su propio padre. Finalmente, Fernando denunció a todos los que le habían ayudado en el motín y pidió perdón a sus padres. Napoleón vio su gran oportunidad y quiso hacer de mediador entre padre e hijo e invitó a la familia real a París, donde podrían tener una distendida conversación que devolvería la concordia y el buen ambiente entre ambos. Una vez allí, Carlos fue presionado para que abdicara, probablemente le convencieron de que lo mejor era que lo hiciera en favor de Fernando, pero el príncipe no entraba en los planes de Napoleón y la corona pasó a su hermano José. Fernando no volvería a España, de momento; mientras en Madrid se caldeaba el ambiente y Murat (Cuñado de Napoleón) permanecía expectante en las afueras de la ciudad con sus ejércitos. Era el 1 de mayo de 1808. En los días siguientes, en la capital del reino iba a correr mucha sangre.
La expedición a Dinamarca del marqués de la Romana
Napoleón había conseguido sacar de España, haciendo uso del acuerdo que decía que en caso de necesidad, debían prestarse ayuda mutuamente. En realidad, no estaban necesitados de ella, lo que Napoleón pretendía era sacar de España cuantos ejércitos pudiera, para facilitar los planes que hacía tiempo venía elaborando, invadirla. La treta le salió bastante bien, y Godoy picó el anzuelo. Más de 14.000 soldados marcharon comandados por el marqués de la Romana, que había sido nombrado general en jefe de la expedición. Atravesaron media Europa hasta llegar a las frías tierras de Dinamarca, país con el que el tirano también tenía acuerdos. Su misión allí consistía, supuestamente, en colaborar y vigilar el bloqueo naval impuesto a Inglaterra y evitar un posible desembarco en aquellas tierras.
El viaje fue duro, pero allí por donde pasaban, causaban admiración, por su altivez y paso vivo. Nada más llegar a aquel país, todo el mundo se fijaba en que fumaban cigarros, cosa que ellos desconocían. Aquella amable gente no tardó en empatizar con los españoles; les gustaba su carácter alegre, observarlos y escuchar cuando cantaban. No les temían, y no les importaba agasajarlos en sus propias casas; se dieron cuanta que no eran como los franceses o soldados de otros países que por allí habían pasado arrasándolo todo y perdiendo el respeto a sus mujeres.
Antes de llegar allí, habían pasado el frío invierno del año 7 al 8 en Hamburgo, donde se reunieron con el mariscal francés Bernadotte, quien de ahora en adelante asumiría el mando supremo de todas las tropas aliadas. En el mes de febrero, Dinamarca declara la guerra a Suecia, por negarse a colaborar en el bloqueo a los británicos, por lo que fueron desplazados a la península de Jutlandia, para protegerla de una posible invasión Sueca. Pero en junio, después de lo acontecido en Madrid, Bernadotte dispersa las tropas españolas. Nadie entendía por qué, pero luego quedó claro que los franceses temían una sublevación, y de esta manera, dividiéndolos, pretendían evitarla.
La Romana fue enviado a la isla de Fionia y el general Kindelán a Jutlandia. Comenzaban a llegar noticias de lo que ocurría en España, pero todas muy confusas, y para colmo, los correos que les enviaban eran interceptados por los franceses. Hasta que los ingleses acordaron un plan para que a la Romana le llegasen las noticias de lo ocurrido de forma fiable y clara. Para eso enviaron a un sacerdote llamado Robertson, el cual le traía, como santo y seña, las páginas de un libro, con versos del Poema de Mío Cid, un clásico favorito del marqués. El embajador inglés en España sabía de la afición del marqués por este libro y fue él quien propuso enviarle esta contraseña para hacer creíble todo lo que Robertson tenía que proponerle, que no era otra cosa que un plan para evacuar a cuantas tropas fuera posible. Los ingleses desembarcarían en las costas danesas con los barcos suficientes para sacarlos a todos de allí. Y entonces, les llegó la triste noticia de parte del general Bernadotte, de que debían jurar la constitución de Bayona. José Bonaparte era rey de España y era la costumbre y el deseo de Napoleón, que todos jurasen esta constitución, jurando también de esta manera lealtad al nuevo rey que les imponían por la fuerza.
El marqués no podía negarse. Hacerlo hubiera sido un contratiempo que levantaría sospechas, y ahora, lo más sensato era actuar de forma que creyeran que eran leales a José y a Napoleón. Pero pedirles un juramento de lealtad era demasiado violento para sun conciencia. Las tropas llegaron a poner en serios aprietos a los generales, pues en cada lugar donde se les pidió jurar, lo hicieron a su manera, con fórmulas donde no se comprometíamos a nada. Pero pronto se dieron cuenta los franceses que con aquellas absurdas formulas estaban burlándose de ellos. Por lo que, dieron un ultimátum a la Romana para que hicieran el juramento debidamente.
Las respuestas que en los distintos batallones se dieron fueron tan dispares como las siguientes: hubo quienes juraron de mala gana, en voz alta pero con burlas, y negándose a dar los vivas correspondientes. A otros, no hubo manera de hacerles pronunciar fórmula de juramento alguna, afrontando las consecuencias. Otros interrumpieron la lectura con ¡Viva España! y ¡Muera Napoleón! Y rompieron filas en desorden sin importarles las amenazas de castigarles. Quizás, el caso más emotivo fue el del batallón llamado de la Princesa, en que todos los oficiales se agruparon alrededor de la bandera, y mirándola fijamente, quedaron en silencio, como en silencio quedó el batallón entero. Después de un rato, un cabo se apartó del grupo, y presentando su arma se acercó al marqués diciéndole enérgicamente: “Mi general; mi compañía no jura a José ni a otro alguno, sino a esa bandera, pues en llegando a España veremos a quién representa. Sé muy bien que el no obedecer es un delito capital, me presento pues, para ser fusilado, porque en tratándose del juramento que se me manda hacer, de ninguna manera obedeceré, mándelo quien lo mandare.” No prestó la Romana oídos a tan emotivas manifestaciones que él mismo hubiera hecho de no haberse dado la circunstancia que lo obligaba a lo contrario por el bien de la buena marcha del plan, y se procedió a hacer la lectura. Cuando se dio orden de hacer las descargas pertinentes, por toda respuesta, los soldados descansaron sus armas y permanecieron tan en silencio como lo habían estado todo el tiempo que duró aquella farsa.
Entre tanto quebradero de cabeza que con todo se causaba a los oficiales, también se había ido ganando tiempo. El subteniente Fábregas, del regimiento de Cataluña, visitó a la Romana y las noticias que le traía eran que, había conseguido llegar hasta la escuadra inglesa, y portaba documentos asegurando que todo estaba ya listo para poner en marcha el plan de evacuación de toda la división norte. Sin más tiempo que perder, se dio orden para que todas las tropas se concentrasen en Nyborg, ciudad costera al este de la isla de Fionia, donde atracarían los ingleses. Algunos regimientos no lo tuvieron nada fácil, pues los franceses terminaron descubriendo el plan, y consiguieron sorprender e interceptar a muchos de los que corrían hacia la costa. Otros tuvieron que recorrer largas distancias en pocas horas. El 21 de agosto, el almirante británico Sir James Saumarez llegó a las costas de Langeland consiguiendo embarcar a 9.000 hombres que fueron conducidos a Inglaterra, y desde allí, más tarde a La Coruña. No todos lo consiguieron.
Los alcaldes declaran la guerra
Tras la sublevación del 2 de mayo en Madrid y la brutal represalia francesa, España entera no tardaría en estar en pie de guerra. El primero en reaccionar fue el alcalde de Móstoles, que al grito de: “¡la patria está en peligro!”, hizo que todo el país tomara conciencia de la situación en que se encontraba. Con la abdicación forzosa de Carlos IV y el secuestro en Bayona de su hijo Fernando VII, Napoleón pone España en manos de su hermano José, otorgándole el título ilegítimo de rey. El grito de este alcalde no tardó en propagarse llegando hasta el último rincón de España, y todos los alcaldes declaran la guerra a Francia. A modo de gobierno provisional, ya que se da por hecho que Fernando VII tiene que volver, se establecen las juntas provinciales desde donde no se reconoce al rey intruso, desafiando así al imperio napoleónico.
Dupont, cruza Despeñaperros con unos 7.500 soldados, 3.000 caballos y 24 piezas de artillería y entra en Andalucía no encontrando prácticamente resistencia hasta que intenta cruzar el puente de Alcolea. Allí le espera un pequeño ejército formado por unos 3.000 soldados y algunos paisanos con 12 cañones, al mando del vasco Echevarri, que estaba destinado en Andalucía para combatir a los bandoleros.
La presencia de tropas francesas por todo el país desde hacía años, con la excusa de invadir Portugal no presagiaban nada bueno y no eran pocos los que esperaban que tarde o temprano, los que decían ser nuestros aliados, nos traicionaran. Las noticias que a todas partes llegaban desde Madrid eran confusas; pero lo cierto es que en la capital del reino se había producido una masacre. El rey había sido engañado y secuestrado en Francia. Cuando los madrileños fueron conscientes de que el propósito de Napoleón era invadir España salieron a la calle y fueron fuertemente reprimidos por el ejército francés. Al día siguiente hubo más de dos mil fusilados. Hombres y mujeres. No hubo distinción de sexos, pues ellas también habían salido a pelear.
Era el 7 de junio, cuando al intentar cruzar el puente de Alcolea, Dupont encontró resistencia española, teniendo lugar el primer combate en campo abierto frente al ejército de Napoleón. En un primer enfrentamiento los franceses son rechazados, pero finalmente, la superioridad numérica de los de Dupont pone en retirada a los españoles y prosiguen su camino a Córdoba. Cuando estuvieron frente a la Puerta Nueva, una comisión municipal les esperaba para negociar la rendición de la ciudad, que sabiéndose desamparada, trataban de evitar más derramamiento de sangre. Pero después del tropiezo del puente, Dupont y sus generales estaban más por la venganza que por la diplomacia y derribaron a cañonazos la puerta entrando por la calle Alfonso XII.
Dupont no imaginaba que entre los muchos vecinos que asustados y enojados miraban por las ventanas y terrazas, uno de ellos le apuntaba con un fusil. Cuando consideró que lo tenía a tiro, el hombre apretó el gatillo y la bala salió hacia su pecho. Pero con aquellos antiguos arcabuces, no era tan sencillo hacer blanco y mucho menos a un hombre en movimiento encima de un caballo. Fue en ese animal donde la bala hizo impacto. El general salió ileso mientras su caballo cayó al suelo. La furia se desató de inmediato y varios soldados corrieron hacia una casa donde habían visto a un hombre sobre el tejado. Ese hombre era el juez de paz Pedro Moreno que pagó las consecuencias de inmediato. La puerta de su casa fue derribada y el primer soldado que entró cayó fulminado, pues dentro no solo se encontraba el juez, sino algunos hombres más; uno de ellos, su yerno, que fue el que mató al francés. Los hombres de la casa subieron de inmediato la escalera y desde la planta superior combatieron el acoso de los soldados imperiales, varios más cayeron mientras intentaban subir. Finalmente, fueron los hombres de la casa los que murieron, incluido el juez. Una vez arriba, los soldados registraron todas las habitaciones, en una de ellas había dos mujeres y una niña de corta edad. La mujer y la hija del juez murieron sin piedad acuchilladas. La niña, agachada en un rincón, vio cómo uno de los soldados acercaba la punta de una bayoneta y se la puso muy cerca de su cara mientras ella gritaba.
La casa se llenó de soldados que se llevaron todo lo de valor y destrozaron lo que no les servía.
―Mirad lo que traigo aquí ―gritaba un soldado al salir de la casa con la bayoneta por delante.
Colgando de la bayoneta venía la niña asustada, a la que habían atravesado la ropa. Los soldados reían y preguntaban qué pensaba hacer con ella. Finalmente, la dejaron sana y salva en el suelo; una mujer corrió de inmediato a recoger a la niña y se la llevó a su casa. El general dio la orden de arrasar la ciudad entera y despojarla de todo cuanto tuviera valor, sin tener piedad de nadie que se interpusiera entre ellos, ya fueran hombres, ancianos, mujeres, niños, curas o monjas. El terror se apoderó de la ciudad de Córdoba.
Terror en Córdoba
Salir a la calle era una temeridad. Los franceses lo iban arrasando todo, ensañándose especialmente con las iglesias, sin respetar a los párrocos, a los que no dudaban en asesinar. Se dio el caso en que en una de ellas salió el cura a hacerles frente
―¿Cómo osáis profanar…?
No le dio tiempo a decir más, porque el párroco fue atravesado por una bayoneta. Luego sonó un disparo sobre el altar mayor y un francés cayó muerto al lado del sacerdote. No tardaron en salir más disparos desde todos los altares de la iglesia, donde se habían atrincherado una decena de hombres armados con fusiles y escopetas, temerosos de un posible saqueo. Los soldados que habían entrado, cayeron todos muertos en pocos segundos. Pero no tardaron en entrar muchos más que disparaban hacia todas partes agujereando la ropa de las imágenes de todos los santos, rompiéndoles además dedos, brazos y piernas. Hasta la cabeza de la virgen del altar mayor estalló dispersando trozos de astillas por todas partes. Una de ellas se incrustó en el cuello del hombre que había escondido detrás. A aquel pobre hombre no lo mató la bala que iba destinada a él, y nunca hubiera imaginado que pudiera matarlo un trozo de la virgen que hasta ahora veneraba y lo protegía. Al caer hacia delante arrastró lo que quedaba de la imagen, y juntos cayeron sobre la mesa del altar armando un gran estropicio.
Entraron algunos franceses más y la cosa se puso bastante fea, pues quedaban ya pocos altares y santos sin acribillar junto a sus respectivos protectores. Pero he aquí que detrás de los últimos franceses comenzaron a entrar vecinos de aquella calle, que alertados por los disparos acudían a defender la iglesia. Eran diez, doce, o una veintena, entre hombres y mujeres, que armados con escopetas o con cuchillos, dieron muerte a todos los franceses, que quedaron tendidos en medio del templo, empapados en un gran charco de sangre. Envalentonados tras la aniquilación de los invasores, y rabiosos por lo que estaba ocurriendo en la ciudad, aquellos cordobeses salieron a la calle dispuestos a continuar con su hazaña y llevarse por delante a cuanto francés se cruzara con ellos. En la primera bocacalle ya se habían encontrado con un nuevo grupo de soldados, contra los cuales se abalanzaron dando muerte a un buen número de ellos. Pero aquellos pobres infelices poco podían hacer contra los fusiles y las bayonetas francesas, y bajo ellas perecieron.
Los soldados de Dupont, además de arrasar las casas, despojaron de todos sus tesoros y objetos de valor las iglesias y conventos, ensañándose en los de monjas, a las que violaron sin ningún miramiento. No se libraron de los atropellos la casa episcopal ni la propia mezquita catedral. Más que soldados eran bestias desalmadas que no entendían de religiones, o si entendían, no las respetaban, y mucho menos a sus representantes, que según ellos eran demasiados. Eliminar conventos y disminuir el número de frailes y monjas estaba dentro de los planes de Napoleón cuando decidió invadir España. Daba igual si para tal fin había que pasarlos a cuchillo o meterles una bala. En Córdoba, muchos de ellos murieron a sus manos durante aquellos días.
A algunos oficiales franceses no les gustaba lo que estaba ocurriendo. La degradación en que habían caído aquellos 10.000 hombres pertenecientes al glorioso ejército imperial era una verdadera vergüenza para ellos mismos. Los soldados iban borrachos de un lado a otro. No les bastaba con entrar y llevarse cuanto encontraban en las casas, sino que asesinaban de la forma más impune a mujeres y niños de cuna. Por tanto, se propusieron impedir que siguieran cometiéndose atrocidades como las de los conventos y que los soldados siguieran degradándose cada vez más hasta convertirse en piltrafas, inmundicias humanas y verdaderos salvajes. Habían visto cómo entraban en una bodega y abrían los grifos de los barriles para tumbarse debajo del chorro y tragar vino hasta reventar. O cómo uno de ellos rompía con un hacha un gran tonel, siendo el soldado arrollado por el vino que salió en estampida, quedando inconsciente y muriendo ahogado.
Pero lo más repelente que presenciaron fue al entrar en una casa donde alguien pedía auxilio. En el interior encontraron varios cadáveres y una mujer desnuda, tirada en el suelo, la que pedía ayuda, por la que nada pudieron hacer ya. Al salir al patio, uno de los soldados no pudo evitar darse la vuelta y entrar de nuevo a la casa, porque a pesar de las muchas escenas terroríficas que seguramente había presenciado a lo largo de su carrera militar, nada había visto tan espantoso como aquello, que le revolvió las tripas. Allí fuera había unos cerdos alimentándose de un cadáver al que le faltaban tantas partes del cuerpo, que no había manera de averiguar si era hombre o mujer. Llevaban ya cinco días de saqueo y crímenes y hablaron entre ellos para poner fin a aquel despropósito. Se presentaron ante Dupont para informarle de la situación y de la temeridad que suponía que los soldados se encontraran en su gran mayoría embriagados y fuera de sí. El general dio su aprobación para acabar, incluso dando algún escarmiento, con el descontrol de los soldados que él mismo había provocado dándoles demasiada libertad en sus actuaciones. Pero la escala de crímenes, robos y borracheras no se detendría y solo pudo controlarse en parte.
Los saqueos y abusos de los imperiales sobre Córdoba llegaron a su fin el noveno día, cuando a oídos de Dupont llegó que el general Castaños y su ejército venían en socorro de los cordobeses. La intención del general francés, en principio, era esperar allí mismo los refuerzos del general Vedel, pero éste se retrasaba porque había sido interceptado en Despeñaperros por un contingente de voluntarios españoles. Nadie imaginaba que este contratiempo iba a ser clave para el desarrollo de los acontecimientos que se avecinaban. Además, la escuadra de navíos francesa que tenían que rescatar en Cádiz se había rendido. Por lo tanto, lo mejor era salir de la ciudad y trasladarse a un sitio más seguro. Andújar fue el lugar elegido.
Al dejar la ciudad, el general francés recordaba las palabras que Murat, comandante del ejército francés, gobernador de Madrid y cuñado de Napoleón Bonaparte, le dijo antes de salir de la capital el 4 de junio: «El primer cañonazo que usted dispare sobre esos miserables debe devolver la tranquilidad a toda Andalucía y a toda España». Pero a medida que abandonaba Córdoba, podía notar entre sus estrechas calles, a través de cada ventana, unas miradas ocultas; y casi palpaba en el aire la rabia y la ira que clamaban venganza por el dolor que dejaba tras de sí. Dupont sabía que sus “cañonazos” no habían hecho el efecto deseado por Murat.
Furia reprimida
El general Castaños ya estaba en camino. También acudía a la cita Teodoro Reding desde Granada. Castaños venía desde Utrera para reorganizar lo que quedaba de un antiguo ejército disperso por Andújar, para ello contaba con numerosos oficiales y varios generales como Manuel de la Peña, Félix Jones o el marqués de Coupigny. Por su parte, Reding reunió cuantos hombres pudo entre Granada y Málaga, que junto a su regimiento de suizos, llegaron a un total de 10.000.
La voz de que se formaba un gran ejército para plantar cara a los franceses se corrió como la pólvora llegando hasta el último rincón de Andalucía. Acudieron a alistarse militares retirados, bandoleros, presidiarios (que habían sido indultados para tal fin), agricultores, ganaderos, condes, duques, marqueses, curas, frailes, ancianos, niños y hasta mujeres, que eran rechazadas al igual que estos últimos. Pero no solo hombres llegaban de todas partes, sino ayuda económica o en forma de víveres. Llegaban raciones de pan, garbanzos, tocino, cebada, o sábanas para los hospitales, así como telas para hacer uniformes.
Había pasado una semana desde que los franceses se marcharon y los cordobeses se afanaban por volver a la normalidad, tarea harto difícil después de la desolación en que había quedado la ciudad. Su otro afán era alistarse en el ejército para poder matar franceses. La barbarie a la que habían sido sometidos les había hecho hervir la sangre hasta tal punto, que sus mentes solo deseaban venganza. Por desgracia, no solo Córdoba había sido víctima del horror, puesto que allí por donde pasaban los soldados de Napoleón lo iban sembrando todo de muerte y desolación. Por lo tanto, acudían a alistarse de todos los pueblos y rincones de Andalucía, donde ya eran tristemente conocidas las trágicas noticias de la invasión.
Las filas para alistarse se alargaba decenas de metros. Les preguntaban el nombre, la edad y si padecían alguna enfermedad, los miraban de arriba abajo por si les faltaba algún miembro del cuerpo o si veían en ellos alguna tara importante; y si todo estaba bien, eran admitidos. Según datos de la época, unos 2.000 hombres fueron rechazados, por ser demasiado jóvenes, por ser demasiado mayores, o por estar enfermos o mutilados.
En Córdoba la gente comenzaba a desesperarse por la tardanza de los dos ejércitos a los cuales tenían que unirse. En las tabernas se escuchaba cómo la gente murmuraba: «tenemos unos generales cobardes, si no, ya estarían aquí» ―decían unos―. «Si no se presentan, nosotros mismos iremos tras los franceses antes de que lleguen a Despeñaperros» ―decían otros. Solo los más cuerdos entendían que necesitaban prepararse, y que un ejército no se forma en cuatro días. Y el día que todos esperaban llegó. Castaños entraba en Córdoba el día 1 de julio y no tardaría en llegar Reding. Al día siguiente partirían todos hacia Porcuna, donde se organizaría un ejército que superaría los 30.000 hombres.
Las calles de la ciudad se llenaron a rebosar despidiendo al gran ejército que se dirigía a Porcuna, a unos 60 km. de Córdoba. Aquel desfile de los voluntarios que se dirigían a vengar y a defender el honor y la dignidad de todos cuantos habían sido agraviados se convirtió en la gran atracción del día. Algunos de los familiares y amigos que salían a despedirlos estaban emocionados, pensando que Dios y la Virgen los protegería, otros no lo estaban tanto y tenían miedo, porque sabían que la mayoría no eran más que campesinos sin experiencia e iban a necesitar algo más que protección divina, porque iban a enfrentarse nada más y nada menos que a un ejército de élite de Napoleón. Pero todos confiaban en que la ilusión y coraje que se reflejaba en sus caras les sirviera para volver victoriosos. Y los voluntarios, al frente de sus oficiales y generales, siguieron desfilando, sin un buen uniforme ni un buen calzado, pero orgullosos e ilusionados, sin una buena preparación militar, pero con la sangre hirviendo y llenos de rabia. No tardaron en salir de la ciudad y dejarla atrás. Las calles quedaron solitarias y en silencio, un silencio funerario que lo inundaba todo en señal de duelo, por el luto y el dolor en que se encontraba toda la ciudad.
Castaños montó su cuartel general en Porcuna y encargó que se hiciera un estudio sobre la situación. El diseño de la estrategia consistía básicamente en impedir todo enlace entre el ejército de Dupont y el de Vedel, que venía cruzando Despeñaperros para unírseles. El día 13 de julio comienzan las operaciones y las tropas españolas empiezan a moverse. El día 14 a las 5 de la mañana, tienen lugar las primeras escaramuzas y enfrentamientos con los franceses que ocupaban Menjíbar. Reding juega al despiste a orillas del Guadalquivir.
Por su parte, Coupigny había tomado posesiones en Higuera de Arjona, a unos 20 km. al oeste de donde se encontraba Reding. El día 14 tuvieron su primer encuentro con un destacamento francés que había ocupado Villanueva de la Reina. Los franceses fueron expulsados, pero no tardó Dupont en mandar dos nuevos destacamentos a aquella localidad y Coupigny decidió quedarse en la otra orilla del Guadalquivir. Mientras tanto, Castaños se desplazaba hasta Arjonilla, donde instaló su nuevo cuartel general. El día 15 desalojan unas avanzadillas francesas de Visos de Andújar. Tras estos escarceos, el general francés creía haber tanteado las fuerzas y saber la intención de los españoles. Los continuos movimientos y la actitud de no querer cruzar el río hicieron que Dupont subestimara el potencial de ataque español. Mientras tanto, Vedel se dirige a Andújar en su ayuda.
Dupont apuesta a que Castaños atacará en Andújar. Reding, decidió que había llegado el momento de atacar. Coupigny ya le había enviado refuerzos, que fueron desplegados en un lugar estratégico donde distraer a los franceses mientras las tropas de Reding cruzaban el río Guadiel tres kilómetros más arriba, muy cerca de El Rincón. Pero los franceses descubrieron el avance español. Sobre las dos de la mañana del día 16 unos jinetes alertaron al general francés Liger-Belair que sacó a sus tropas de Menjíbar, retirándose hasta una nueva posición en el camino de Bailén. Allí esperarían a que les enviaran refuerzos.
Los de Reding ya habían completado el cruce del río y se dirigían hacia la nueva posición francesa; apenas había amanecido emprendieron el primer ataque. Fue la caballería, con los lanceros de Utrera y Jerez, los llamados garrochistas, los encargados de poner en fuga a la infantería francesa que fue a refugiarse a un olivar desde donde plantaron cara. Finalmente, los franceses se retiraron. A las 8 de la mañana, llegó Gobert con los refuerzos, y es este general el que toma el mando de la defensa francesa. Reding tenía muy bien escondidas sus tropas y seguía con su estrategia de hacer entrar en combate a una mínima parte de ellas; primero quería estar seguro que detrás de las líneas francesas, aparentemente menos numerosas que las españolas, no se encontraba un grueso aún mayor.
El regimiento de Granada se encontraba en un terreno elevado resguardado en un olivar, desde allí, observaban a los franceses. Pronto quedaron todos asombrados ante la visión que se les presentaba ante los ojos. Sobre el cerro de enfrente, fuera del alcance de sus fusiles, salía de entre los olivos una larga fila de luces brillantes. Eran los coraceros; jinetes con coraza, como las de los caballeros medievales. Corazas resistentes a las balas; con mucha suerte, un tiro podía tumbarlos, pero no los mataba. Tendrían que atinarles bien en la cabeza, de lo contrario, lo único que podían hacer es matar el caballo para que se cayeran y una vez en el suelo, atravesarlos a bayoneta o a cuchillo. Debían ser más de 200 y formaron una fila bien ordenada que los deslumbraba con un reflejo dorado bajo la fuerte luz del sol que aún estaba bajo en el horizonte a esa hora.
Llegó el momento, los coraceros franceses comenzaron a bajar la loma sobre la que estaban situados, el orden y la coordinación con que avanzaban ya estremecía a los que les estaban observando. El sonido de los cascos de los caballos al trote, combinado con el reflejo de sus corazas y el de sus sables desplegados, terminaban por hacer que sus contrincantes se echaran a temblar, tal como temblaba el suelo una vez comenzó el galope. Era la caballería mejor preparada de Europa. Los franceses avanzaban sable en mano dispuestos a destrozar al enemigo.
Si los coraceros franceses salieron en orden disciplinado, la caballería española salió enfurecida por las ganas que les tenían y por la impaciencia con que había esperado este momento. A todo galope y con espadas en alto, el choque fue estruendoso. Un sonido metálico de sables y corazas combinado con el relinchar de los caballos hizo estremecer a los que desde lo alto de la loma observaban. La inferioridad numérica de los franceses se compensaba con la protección de sus corazas, por lo que los españoles comenzaban a retroceder, ya que estaban llevándose la peor parte.
Mientras la caballería se retiraba, la infantería formó una línea defensiva que comenzó a disparar contra los coraceros que les perseguían; esto consiguió pararles, pero pronto tuvieron el apoyo de los infantes franceses. Desde la loma no había manera de adivinar quienes llevaban las de ganar porque pronto estuvieron revueltos españoles y franceses en una pelea cuerpo a cuerpo en la que imperaba de todo menos el orden, a lo cual ayudaba la gran polvareda que les envolvía. Fue cuando se dio orden de ataque al regimiento de Granada.
Bajaban la loma gritando y comenzaron a disparar con la dificultad que suponía no equivocarse o no alcanzar a los propios compañeros, así que se ordenó cargar contra los franceses a bayoneta calada. Nada más meterse entre la polvareda se llevaron por delante a un buen número de ellos, pero pronto estuvieron ellos también revueltos y desordenados. Los caballos se venían encima y lo mismo tenían a un francés por detrás como por delante. Finalmente, la superioridad numérica española puso en fuga a los franceses, que habían perdido ya buena parte de sus coraceros.
Sobre las 10 de la mañana habían llegado refuerzos, los coraceros franceses estaban reagrupados y atacaban de nuevo dirigiéndose hacia la infantería española a toda velocidad. El general Gobert se había puesto a la cabeza. La infantería formó una línea defensiva y la caballería se preparó para el avance. Comienzan los disparos y algunos coraceros caen al suelo, pero prosigue el avance francés que está próximo al choque y los jinetes españoles están a punto de salir al encuentro, pero en ese momento se produce un hecho insólito. Los coraceros aminoran su marcha y se apresuran a recoger a sus heridos para dar media vuelta. Los españoles no dan crédito a aquella actitud que les hizo ganar el combate de forma tan fácil.
Unos minutos antes, los franceses, enfurecidos y ávidos de venganza por el descalabro sufrido en el anterior encuentro, avanzaban a toda velocidad hacia las filas españolas. Gobert se había puesto a la cabeza de sus tropas y estaba dispuesto a llegar hasta la infantería española y destrozarla. Pero no le dio tiempo ni siquiera a blandir su sable. Los jinetes que cabalgaban a su lado pudieron ver cómo de su sien salía un chorro de sangre que se desparramaba y disolvía en el aire, como si su cabeza hubiera estallado. A Gobert le había alcanzado una bala en la cabeza. No murió al instante. Los soldados lo recogieron y lo llevaron a Bailén, donde murió a las pocas horas.
Ahora tocaba a los españoles recoger a sus heridos. Y a sus muertos. En el suelo yacían muchos franceses, más que españoles, pero no se sabe cuántos. Por parte española habían dejado su vida entre soldados y oficiales un total de 35 y más de 130 heridos. Los soldados más jóvenes estaban consternados, muchos de estos muchachos era la primera vez que veían un muerto, y por supuesto, la primera vez que disparaban un arma contra un ser humano; por lo que, a la alegría por su reciente victoria, le siguió el estupor y la tristeza de ver a sus compañeros destrozados en el suelo. La imagen se volvía más dramática aún al ver cómo muchos de los cadáveres estaban revueltos o debajo de algunos caballos, que también habían tenido la desdicha de perecer.
Reding dio orden de retirarse y volver hacia atrás, orden que muchos no acababan de entender, ya que pensaban que lo mejor sería perseguir a los franceses y acabar con ellos. Pero si algo caracterizaba a Reding, era su prudencia. A medio camino entre Menjíbar y Bailén, lo más probable era que Dupont o Vedel no estuvieran demasiado lejos. Puede que incluso todo fuera una trampa para atraerlos hasta sus tropas. Así que, lo más prudente era volver hacia atrás, reunirse con Coupigny y dirigirse juntos a Bailén, antes de que el general francés se diera cuenta de su estrategia.
El general Vedel llega por fin a Andujar después de una inagotable caminata. Pero Dupont había recibido una noticia inquietante: las comunicaciones por Despeñaperros pueden peligrar, ya que tropas españolas han sido avistadas alrededor de Linares. Dupont decide hacer volver a Vedel para hacerles frente. Podemos imaginar la gracia que le hizo al general francés tener que ponerse de nuevo en marcha y volver por donde había venido, de prisa y corriendo sin dar descanso a sus tropas. Pero Vedel obedeció sin rechistar. Aquel movimiento podía ser clave para el futuro desarrollo de la batalla. Y vaya si lo fue. Cuando llegan a Bailén no encuentran a la antigua guarnición y le informan que han partido para La Carolina, donde Dufour necesita ayuda, y Vedel se encamina hacia allí. Bailén vuelve a quedar libre de franceses.
A Dupont le habían salido mal sus cálculos. Él pensaba que todo el grueso de las tropas españolas atacarían por Andújar, por eso mandó venir a Vedel. La idea era atrincherarse y esperarlos, pero al verse obligado a mandar a Vedel de vuelta, Dupont se encontraba solo, por lo que decidió marcharse él también, trasladando los carros con los tesoros robados en Córdoba a Bailén. El último movimiento de Reding retirándose en Menjíbar, fue lo que terminó de despistar al francés, que al serle comunicada su retirada, dio por buenos sus cálculos, ya que pensó que, efectivamente, se encaminaba a Andújar. No obstante, unas tropas de reconocimiento alertaron a Dupont de que los españoles no se dirigían a Andújar, el general cayó entonces en su error. ¿Sería ya demasiado tarde?
La calurosa noche del 18 de julio, aunque cansados, muy pocos podían dormir. Entre los españoles más inexpertos creían haber vivido una gran batalla y una aventura que no olvidarían, pero los veteranos sabían que aquello no había sido sino una más de las escaramuzas y maniobras de tanteo que llevaban haciendo en los últimos días. La última de ellas. La batalla de verdad estaba solo a unas pocas horas de comenzar.