΅La historia más vergonzosa jamás contada΅
No en vano los andaluces habían propinado al emperador de Europa su primera derrota. Sin embargo, expulsamos a un tirano extranjero para ser súbditos de un tirano propio, Fernando VII. Con él pasamos de la gloria a una decadencia que heredaría su descendencia y que tendría su culminación 60 años más tarde, cuando lo estrambótico y lo absurdo te hacen sentir vergüenza.
El discurso del rey
Amadeo de Saboya, rey de España, 11 de febrero de 1873
Así anunciaba Amadeo I, rey de España, su abandono del trono, dos años después de haber subido a él. Y así, con esas palabras, resumía la situación crítica y lamentable en que se encontraba nuestro país. Con unos políticos incapaces de arreglar nada, solo con ansias de poder, sin ánimo de ponerse de acuerdo con los demás, solo con la intención de poner la zancadilla a aquellos que propusieran algo, fuera bueno o malo, si la idea no venía de su propio partido. Con un panorama así, un rey que desde el principio no tuvo el apoyo ni el favor de nadie -solo de quien lo trajo a España, que sufrió un atentado días antes de que él llegara- no quiso seguir ni un día más al frente de una nación que se desintegraba por momentos. No sería el único en abandonar. Poco después, tras proclamarse la primera república. El presidente, el catalán Estanislao Figueras y Moragas, le seguiría los pasos tras las célebres palabras que dirigió a sus compañeros en un consejo de ministros:
«Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros».
La herencia de Fernando VII
La cosa venía de lejos. Carlos IV dejó el país en manos de Manuel Godoy. Alguien con buenos estudios, pero que escaló demasiado rápido y demostró ser un inepto para gobernar, pero no para ponerle los cuernos al mismísimo rey. Para colmo, su propio hijo, Fernando VII lo echa del trono. Y ante tal panorama, Napoleón aprovecha para meter la cuchara y sacar provecho. España se desangra en una guerra contra los franceses mientras su rey es secuestrado. Todos luchan en nombre de Fernando VII, esperando que un día vuelva. Pero cuando éste volvió, nada era igual. El liberalismo recorría todo el país y se había redactado una constitución en Cádiz, único lugar de España que los franceses no fueron capaces de conquistar.
Por supuesto, los enemigos del liberalismo estaban al acecho, y antes de que Fernando llegara a Madrid ya estaban alrededor suyo lamiéndole los pies como hienas rastreras y envenenándole la sangre contra aquellos revolucionarios que habían redactado la constitución. Fernando… ¿qué se puede esperar de un mal hijo que destronó a su propio padre? Fernando se comportó como el mismo demonio y no dudó en acudir a los propios franceses para hacer correr en España la poca sangre que le quedaba. Aquellos franceses que años antes le habían secuestrado ahora venían en su ayuda para derrocar a los liberales. Fernando hizo pagar bien caro a los liberales la osadía de haber redactado una constitución que para los absolutistas era una herejía. Unos liberales que por cierto, se habían dejado su sangre defendiendo a su país, en nombre suyo, en el de Fernando VII.
Este mal rey murió sufriendo una larga agonía. Mientras tanto, su hermano Carlos María Isidro, beato donde los haya, rezaba una oración tras otra, no se sabe bien si por el alma de Fernando o para que Dios le ayudara en la trifulca que se avecinaba. Fernando no tuvo hijos varones y la corona iría a parar a su hija Isabel, fruto de su último matrimonio -de los cuatro que tuvo- con la italiana María Cristina de Borbón. Las mujeres no tenían derecho a heredar la corona. Así estaba dispuesto en la ley que el mismo Fernando se encargó de derogar con la llamada Pragmática Sanción. Por lo tanto, su hija Isabel sí podía ser la heredera. Solo había un problema: la ley que derogaba a la anterior nunca fue aprobada por motivos que serían largos de explicar. Y así, los partidarios de Carlos y los partidarios de Isabel, se enfrascaron en una guerra que finalmente ganó la niña.
Dicen que el reinado de Isabel II fue el más corrupto de la historia. Pero también se dice que no fue una mala reina. Con solo tres años fue su madre, María Cristina, quien se hizo cargo de la regencia. Pero su madre, más que dedicarse a dar una buena preparación a Isabel, parecía no tener tiempo más que para su amante, un tal Fernando Muñoz. Ante tales escándalos, le fue retirada la regencia, que le fue dada al general Espartero. María Cristina había sacado de España una gran fortuna que utilizó para conspirar contra Espartero, que fue apartado de la regencia en 1843. Para evitar una tercera regencia, a Isabel, con 13 años, le fue dada la mayoría de edad para hacerse cargo del reino.
Hasta la elección de marido fue objeto de otra guerra. Su madre María Cristina, elige para ella al conde de Trapani, su hermano y en consecuencia tío carnal de Isabel. Desde Francia proponen al duque de Montpensier. Inglaterra a Leopoldo de Sajonia. Y algunos pretendientes más. En España, el candidato más apoyado es Carlos Luis de Borbón, su primo hermano e hijo de Carlos María Isidro, hermano de su padre y quien le disputó el trono cuando ella solo tenía 3 años. Isabel no aceptó, y he aquí el origen de la segunda guerra carlista.
Finalmente llegó a casarse, a regañadientes, con otro primo suyo, un tal Francisco de Asís y Borbón. Por lo que cuentan, Isabel era juerguista, simpática y encantadora con todo el que estaba a su lado, demasiado encantadora, tal vez, pues su marido llegó a ser el propietario de una excelente cornamenta. Aunque por lo visto, a él no le importaba demasiado, pues sus gustos sexuales eran “otros”.
El cura guerrillero que quiso asesinar a la reina
Martín Merino Gómez fue uno de esos curas que se echó al monte durante la Guerra de la Independencia, para unirse a las partidas de guerrilleros que acosaban incesantemente a los franceses. Era hijo de labradores riojanos y se ordenó como sacerdote en Cádiz. Regresó a su convento al acabar la guerra. Pero debido a sus ideas liberales, Martín Merino huyó, como tantos otros, del tirano Fernando VII y se exilió en Francia. Todavía no había muerto Fernando cuando volvió en 1821. Poco después pasó unos meses en la cárcel por unos sucesos ocurridos en Madrid, todo relacionado con la política y la monarquía. Acogiéndose a la amnistía de 1824 salió de la cárcel y volvió a emigrar a Francia para volver de muevo a España en 1841.
Era el 2 de febrero de 1852 cuando Isabel decidió ir a misa a la iglesia de Atocha. Había dado a luz hacía mes y medio. Merino también entró en la iglesia, como cura que era, nadie le puso ningún impedimento. El cura no se puso muy lejos de la reina. De pronto, sacó un estilete de hoja estrecha de entre la sotana y asestó a la reina una cuchillada en el costado a la vez que le rozaba el brazo. La herida no fue demasiado profunda, pues el golpe fue amortiguado por los adornos de oro del traje y por el corsé. Merino fue detenido inmediatamente y la reina trasladada a las habitaciones de palacio.
A los 10 días, Isabel ya estaba recuperada. Merino fue interrogado y declaró que actuaba en solitario. Tras investigarse los hechos nadie pudo averiguar que Merino estuviera implicado en ningún complot para asesinar a la reina. El día 3 de febrero se celebró el juicio en el cual su abogado alegó enajenación mental, pero los médicos dijeron lo contrario y Merino fue condenado a morir en garrote.
Ilustración de la revista La Flaca, 28 de marzo de 1873 |
Un rey se va, una república viene
A todo lo anterior hay que añadir los enfrentamientos internos entre políticos radicales, progresistas, republicanos… y un sinfín de problemas más, que hacen que Amadeo no se sienta con fuerzas para seguir al frente de un país ingobernable. Mucho menos, después de sufrir un intento de asesinato contra su persona el 19 de julio de 1872. «No entiendo nada, esto es una jaula de locos». -declararía más tarde. Y finalmente, el 11 de febrero de 1873, el rey abdica. Se había preparado un buen discurso, que leyó su mujer María Victoria, quizás porque él no pronunciaba demasiado bien el español.
«Grande fue la honra que merecí a la Nación española eligiéndome para ocupar su Trono…»
Nada más conocerse la noticia de la abdicación, varios grupos de federales armados rodearon el Congreso pidiendo la proclamación de la República. Estanislao Figueras salió a una ventana para calmarlos:
«Saldremos de aquí con la República triunfante, o muertos.»
La respuesta fue que, si antes de las 6 de la tarde de ese mismo día no se proclamaba la República Federal, se levantarían en armas. Se dice que detrás de aquellas amenazas estaba el general Contreras. Tuvo que ser la Milicia Nacional quien los dispersara. A aquellas presiones se añadieron las de los catalanes que enviaron un telegrama anunciando una revuelta y la proclamación de un Estado Catalán si la república no era aprobada. Aquella situación no hizo sino desbordar al congreso, que en un principio pretendía solo formar un gobierno provisional.
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Estanislao Figueras se dirige a la multitud agrupada en los alrededores del congreso. |
La idea de buscar un nuevo rey fue descartada, y violando la Constitución, los senadores se reunieron en el Congreso en «asamblea nacional soberana» y se proclamó la República. A favor votaron 258 diputados, en contra lo hicieron 38. No hubo un referéndum donde participara el pueblo. El propio Francisco Pi i Margall declaraba lo siguiente:
«Es verdad que la República no había nacido de combates ni de tumultos, pero no lo es menos que tampoco debía a la ley su origen.»
En sesión permanente, a continuación, eligieron como presidente del Poder Ejecutivo, que incluía la jefatura del Estado y la del Gobierno, al abogado catalán Estanislao Figueras, del partido de Rivero.
El 16 de febrero, el periódico catalán La Campana de Gracia hacía este eufórico anuncio:
«¡Ya la tenemos! ¡Ya la tenemos, ciudadanos! El trono ha caído para siempre en España. Ya no habrá otro rey que el pueblo, ni más forma de gobierno que la justa, santa y noble República Federal. ¡Republicanos españoles! En estos momentos solemnes de los que depende la vida de las naciones, es cuando se conocen a los hombres y es cuando se conocen a los pueblos. Damos nuestro apoyo moral a los hombres a los que hemos dado nuestros aplausos, a quienes hemos hecho objeto de nuestro entusiasmo. ¡Pongámonos a sus órdenes, bajo la bandera de nuestros principios inmaculados e íntegros, y derribemos cuantos obstáculos se presenten, para erigir definitivamente en España el templo del derecho, de la justicia, de la moralidad y de la honra, que es el de la República Democrática Federal!»