
Aguilar de la Frontera
Departamento Marítimo de San Fernando – Cádiz
26 de julio de 1793
Nombre y apellidos: Antonio María de Soto y Alhama.
Fecha y lugar de nacimiento: 16 de agosto en 1777 – Aguilar de la Frontera, Córdoba.
Antonio de Soto acababa de ser admitido en el cuerpo de Infantería de Marina. Dicen que se dejó seducir por el uniforme del Cuerpo de Batallones, que alguna vez tuvo oportunidad de ver en no se sabe qué soldado. Pero lo más probable es que Antonio quisiera buscar un futuro mejor que el que le brindaba la campiña cordobesa. En su pueblo, el campo no ofrecía demasiadas perspectivas y en su casa no nadaban en la abundancia. O puede que simplemente quisiera salir del pueblo y vivir aventuras. Así que un buen día metió en un saco lo necesario para ponerse en camino y sin ni siquiera despedirse de sus padres buscó la manera de llegar a San Fernando para alistarse en la Armada.
La Armada, la Grande y Felicísima Armada, aquella que venció al imperio Otomano en Lepanto, la que fracasó en el intento de invadir Inglaterra por culpa de un infame temporal, pero que venció contundentemente a Francis Drake en su intento de poner en jaque al imperio español y ganó la guerra a la ambiciosa reina Isabel I. ¿Qué quedaba ya de aquella gloriosa Armada? Nada. En aquellos momentos solo contaba con menos de un centenar de barcos y el imperio era casi una caricatura de lo que fue.
En el siglo XVIII reinando Felipe V la armada ya había perdido casi todo su poderío y fue absorbida por la armada francesa, aunque más tarde llegaron a construirse nuevos y mejores barcos. Para finales de ese siglo, reinando ya Carlos IV, la armada solo disponía de buenos, aunque escasos marinos, con pocos buques y en pésimo estado. En el momento en que Antonio se presentó a alistarse, las escuadras se estaban reduciendo, sin embargo tuvo suerte y fue admitido en la sexta compañía del 11º batallón de las tropas de marina firmando por seis años de servicio.
Antonio era de cuerpo menudo no demasiado alto, de ojos y pelo castaño, barbilampiño y aparentaba menos edad de la que tenía, por eso mintió a la hora de dar su fecha de nacimiento. Había nacido en 1775 y tenía casi 18 años, pero dijo haber nacido dos años más tarde. Antes de ser destinado a un buque, tuvo que recibir durante cinco meses la instrucción necesaria para combatir por tierra y por mar. El 4 de enero de 1794 embarcó en la fragata Mercedes, de 34 cañones, capitaneada por Juan Varés.
En aquellos años, la Revolución francesa convulsiona al mundo. Cae la monarquía y ruedan cabezas por todas partes en nombre de la Igualdad, la Fraternidad y la Libertad. Sobre el cuello del mismo rey Luis XVI cae la guillotina en la plaza de la Concordia en París. Carlos IV de España, primo de Luis XVI está a punto de declarar la guerra a Francia por este motivo, pero Francia se adelanta a declarar la guerra a España, pues los revolucionarios franceses, no contentos con asesinar a su rey, quieren acabar con todos los Borbones, y ya de paso apoderarse de los antiguos condados de la Marca Hispánica y crear una serie de estados independientes vasallos de Francia.
Ante esta grave situación, España no espera más e invade el Rosellón y comienza una sangrienta guerra entre los dos países que desde la llegada de Felipe V al trono eran aliados. Fue en esta guerra donde Antonio de Soto se estrenaría como soldado. La fragata Mercedes acudiría a la ciudad costera de Bañuls a socorrer al ejército español, y más tarde participarían en la defensa de Rosas.

Guerra del Rosellón
El aparentemente frágil Antonio de Soto tuvo una actuación sobresaliente en la defensa de Rosas, ciudad costera de la provincia de Gerona. El castillo de la Trinidad se hallaba sitiado y con mucha dificultad consiguieron evacuar a sus ocupantes. Durante la acción se desató una gran tormenta, que los infantes de marina tuvieron que soportar, a la vez que el fuego de la artillería enemiga.
En 1795, ante el panorama de una guerra que no beneficiaba en nada a ambos países, España y Francia deciden firmar la paz. A ello contribuyó muy favorablemente la llegada al poder en Francia de los republicanos moderados que dieron un vuelco a la política agresiva contra los demás países de sus antecesores, y no sería solo con España con quien firmarían aquel mismo año la paz.
A pesar de que Carlos IV quedó tan satisfecho con el acuerdo, que llegó a darle a su primer ministro Manuel Godoy el título de “Príncipe de la Paz”, muchos son los que se muestran críticos con un pacto que califican de nefasto para España y abusivo por parte de Francia. Lo cierto es que España ya podía darse con un canto en los dientes al haber conseguido recobrar los territorios invadidos de Cataluña y el País Vasco, aunque a cambio tuvo que ceder parte de la isla La Española a Francia (actual Haití); una cesión que no serviría para nada, pues Francia nunca llegó a tomar posesión de Haití debido la revolución que estalló en esta parte de la isla.
Las conversaciones tuvieron Lugar en Basilea, Suiza, donde el representante de Francia era casualmente François Barthélemy, conocido y buen amigo del representante español Domingo de Iriarte. Aquello hizo que las conversaciones se desarrollaran en un ambiente distendido. Otro suceso que favoreció el pacto fue la muerte imprevista del delfín de Francia, que estaba preso, ya que, Carlos IV no estaba dispuesto a firmar ningún acuerdo si no se le ponía en libertad. Muerto el delfín, nada había que tratar al respecto.
En el acuerdo hay algunas cláusulas secretas abusivas, eso es cierto, aunque tampoco son para rasgarse las vestiduras. España tenía que “regalar” a Francia durante cinco años algunos miles de caballos, yeguas y carneros. Sin embargo, el rey de España conseguía en una cláusula también secreta (se entiende que en aquellos momentos se le quisiera ocultar al pueblo francés) la liberación y puesta a salvo de la hermana del delfín fallecido e hija de Luis XVI, María Teresa de Francia, que también estaba presa, y fue entregada al emperador de Austria.
Una paz, en definitiva, que le venía muy bien a España y emprendían unas teóricas buenas relaciones con una Francia algo más moderada, pero como nunca llueve a gusto de todos, Gran Bretaña se ponía de moño tieso. Los británicos no aceptaban una amistad con un país que estaba poniendo patas arriba toda Europa. Hasta hacía solo unos años, España estaba de parte de quienes rechazaban la revolución francesa y los continuos intentos de agresión a otros países. De pronto, y por necesidad de acabar con la agresión sufrida, España se vuelve aliado de Francia. ¿Pero, por qué no era bueno para los británicos que estos dos países firmaran la paz y se convirtieran en aliados? Por temor a que España fuera arrastrada por Francia a invadir las islas británicas.
No estaban mal fundados los temores de los británicos, como así se demostró en la batalla de Trafalgar. Y como en esto de atacar, ellos nunca quieren ser los últimos, los ingleses nos enviaron una escuadra comandada por un tal Jervis y el más conocido contralmirante Nelson, que se enfrentarían a la Armada Española en la conocida como batalla del Cabo de San Vicente.

Batalla del Cabo de San Vicente
De esta batalla, que tuvo lugar el 14 de febrero de 1797, nos habla Benito Pérez Galdós en su primer libro, Trafalfar, de los Episodios Nacionales. Dos de los personajes, habiendo tomado parte en mil y una batallas, mutilados y ya entrados en años, están dispuestos a participar en la nueva reyerta que está por venir, y así, si sobreviven tendrá una nueva aventura por contar, y si mueren lo harán de la forma más gloriosa, como corresponde a todo buen marino. Estos dos personajes, cada vez que se reúnen no hablan de otra cosa que no sea de glorias pasadas, teniendo presente la última de sus batallas (la del cabo de San Vicente), de la cual hablan con amargura buscando siempre el motivo del fracaso y cómo fue posible haberla perdido: «Hay que tener en cuenta, que si el almirante Córdova hubiera mandado virar a babor a los navíos San José y Mejicano, el Sr. de Jerwis no se habría llamado Lord Conde de San Vicente. De eso estoy bien seguro, y tengo datos para asegurar que con la maniobra a babor, hubiéramos salido victoriosos.»
Ingleses y españoles se encontraron casi por casualidad y al momento se pusieron en guardia pero manteniendo las distancias. La escuadra española se dirigía a Cádiz cuando fue sorprendida por un fuerte temporal, y de pronto, se dieron cuenta que tenían frente a ellos a los ingleses. Formaban la escuadra española 24 navíos de línea, 7 fragatas y un bergantín con un total de 2638 cañones. Entre sus buques, la joya de la corona: el Santísima Trinidad, el buque de guerra más grande del mundo.
El Santísima Trinidad, una auténtica maravilla de la flota española, con más de 63 metros de eslora y 16 metros y medio de manga (anchura), construido en la Habana con madera de caoba, júcaro y caguairán, árboles cubanos. A través de las varias reformas que tuvo llegó a disponer de hasta 140 cañones, el único con cuatro cubiertas de artillería. En el momento de la batalla disponía de 136 con una tripulación de 1.160 hombres. En los barcos restantes viajaban entre 600 y 800 hombres. Antonio de Soto, a bordo del Nuestra Señora de las Mercedes, quedó maravillado la primera vez que vio este buque, y junto a este gran navío iba a tener la oportunidad de mostrar una vez más su valentía.
De esta batalla se desconocen bastantes detalles y se desarrolló de un modo extraño. Por ejemplo, se cuenta que de los 32 barcos solo entraron en batalla siete de ellos y que su formación fue un tanto extraña, por lo que, a pesar de ser inferiores en número, a los ingleses no les costó derrotarlos. Los ingleses cuentan orgullosos que Nelson, desobedeciendo las órdenes de su superior Jervis, se lanzó entre las dos líneas de barcos españoles, viendo la oportunidad de dividir la escuadra en dos. Jervis, lejos enfadarse ante lo intrépido de la hazaña que estaba a punto de protagonizar Nelson exclamó: ¡Qué hace ese loco! Todo muy novelesco, en fin, aunque lo cierto es que, a pesar de que los españoles se retiraron y cuatro de sus barcos fueron capturados, los ingleses no obtuvieron una gran victoria y por más que persiguieran ay acorralaran a los que huyeron, al final tuvieron que retirarse sin conseguir su objetivo.
El Santísima Trinidad sufrió cuantiosos daños, pero nada que hiciera peligrar su robusto armazón. Al Mercedes se le encomendó la misión de escoltar al Trinidad hasta Cádiz, donde sería reparado y puesto a punto. Todavía no le había llegado su hora y tendría que librar su última batalla. Antonio de Soto pudo contemplar desde cerca la grandeza de aquel magnífico buque. Sus troneras, sus cuadernas desencajadas, su magnífica madera astillada, y deseó encontrarse a bordo.
Sobre las pérdidas humanas no hay datos fiables, pero acogiéndonos a las mínimas fueron demasiados muertos en uno y otro bando. Entre los españoles se cuentan entre 200 y 400, entre los ingleses alrededor de 200. Pero la batalla iba a alargarse por más tiempo. En persecución de la flota española llegaron los ingleses hasta la bahía de Cádiz y le pusieron cerco. El general de la Real Armada José de Mazarredo organizó la defensa de la bahía contando con marinos de la talla de Gravina, Escaño, Churruca, Espinosa o Moyna.
A pesar de que la victoria de este combate del cabo de San Vicente se le atribuye a los ingleses, lo único cierto es que la Armada Española actuó de forma un tanto extraña, como gobernada por alguien que no dio la talla, y ante el ataque inglés los barcos españoles se desperdigaron por todas partes llegando la mayoría a la bahía de Cádiz. Y algo que no está claro debió suceder cuando a su llegada a Cádiz Don José de Córdoba y otros altos oficiales fueron sometidos a consejo de guerra. La mayoría fueron desprovistos de su cargo. Córdova fue sustituido por José de Mazarredo.
Durante varios meses del año 1797 la bahía de Cádiz estuvo asediada por los ingleses. De vez en cuando Nelson se acercaba y provocaba el enfrentamiento como el día del 3 de julio que atacó el castillo de San Sebastián y la Caleta; el ataque fue rechazado por la los españoles liderados por Federico Gravina. No hubo enfrentamientos entre grandes buques, sino que Gravina, con un grupo de lanchas muy maniobrables y armadas con uno o dos cañones acosaron a los barcos de Nelson y consiguieron que dos días más tarde los ingleses se retiraran. Antonio de Soto estuvo en una de esas lanchas, donde la infantería fue fundamental, tanto dentro de las embarcaciones como el acoso que infligieron desde tierra con los cañones y obuses, impidiendo el acercamiento de los buques ingleses. Los gaditanos, una vez libres del asedio inglés, lo celebraban cantando: «¿De qué les sirve a los ingleses tener fragatas ligeras, si saben que Mazarredo tiene lanchas cañoneras?»
Tras las intensas aventuras vividas mientras estuvo destinado en la Mercedes, Antonio de Soto fue destinado a la fragata Matilde, donde permaneció más de un año. Es una pena que no se tengan detalles de su paso de Antonio por estos buques y solo sepamos que su comportamiento fue ejemplar, como lo demuestran los informes una vez se hubo licenciado: «en atención a las acciones de guerra en que participó, a su heroicidad, acrisolada conducta y singulares costumbres con que se ha comportado durante el tiempo de sus apreciables servicios, se ha dignado S.M. el Rey concederle dos reales de vellón diarios por vía de pensión.»
Antonio de Soto dejó la infantería el 7 de julio de 1798, medio año antes de que cumpliera su contrato con la Infantería de Marina. Pero Antonio enfermó y unas fuertes fiebres le obligaron a desembarcar. Se encontraba muy mal, y aun así Antonio se negaba a que lo examinara un médico. Pero su cabezonería no pudo evitar un reconocimiento a fondo. Cuando el médico hubo acabado y salió del lugar donde fue ingresado, no podía creer lo que había descubierto. Ni siquiera sabía cómo actuar.
Su verdadero nombre era Ana María Antonia de Soto y Alhama, tenía 23 años en aquel momento (dos más de los declarados) y era una mujer. Cuando el general Mazarredo fue informado ordenó inmediatamente su desembarco, seguido de la solicitud anticipada de su licencia que ella misma pidió y le fue concedida el 1 de agosto. Consecuencias para ella: ninguna que no fuera buena. Ya hemos visto parte de los informes tan favorables que hasta le fue permitido usar los colores del uniforme militar, pues a la pensión concedida se añadía: «…los trajes propios de su sexo que pueda usar de los colores propios del uniforme de Marina». Pero todavía quedaban más concesiones.
Hasta los padres de Ana María llegó la noticia de que su hija había aparecido. Se encontraba en San Fernando. Cual no sería su sorpresa al saber que su hija estaba viva, después de más de cinco años sin saber nada de ella. Aquellos pobres padres no podían esperar a que su hija se recuperara para poder emprender el camino de vuelta, así que pidieron ayuda a los vecinos del pueblo hasta reunir la cantidad suficiente que les permitiera ponerse en viaje. Este viaje llegó a oídos de los superiores de Ana María y se cree que influyó para que la pensión fuera complementada según reza en los documentos: «por haber servido durante cinco años y cuatro meses de soldado voluntario con particular mérito, se le concede el grado y sueldo de Sargento Primero de los Batallones de Marina, para que pueda atender a sus padres».
Ana María y su familia se instalaron en Montilla y allí le fue concedida la expendeduría de tabacos en la Plazuela del Sotollón. Vendrían malos tiempos, la crisis de gobierno que derrocó a Manuel Godóy, el secuestro de los reyes, la invasión de la península Ibérica por Napoleón. Ana María dejó de percibir su pensión. En 1819 se le quiso retirar el disfrute del estanco por no poder cobrar simultáneamente dos sueldos del Estado, cuando no había cobrado desde 1808. La burocracia, ya se sabe. No obstante, en el Archivo Municipal de Montilla figura como titular del estanco hasta su muerte. Nunca se casó y falleció soltera a los 58 años de edad el 5 de diciembre de 1833. Nombró heredera a Antonia Pérez Luque, una niña que había recogido en 1804.