Julio César nació en el barrio de la Subura, en Roma. Hijo de un político del mismo nombre y de Aurelia. Nadie podía sospechar que en aquel humilde barrio hubiera nacido el que estaba llamado a ser uno de los hombres más poderosos y mediáticos de todos los tiempos.
Mi atuendo hoy será el de un embajador persa que viene a Roma en nombre del rey Filipo VI de Azermenia, un nombre inventado de un supuesto lugar ubicado entre Azerbaiyán y Armenia. Cuando me preguntan qué lugar es ese, les digo que es un diminuto reino perdido entre las montañas al norte de Partia. Voy vestido con una túnica de hilo y sandalias. Prescindo de la seda por no parecer ostentoso, y de cualquier tipo de turbante, para no ocultar la falta de pelo, intentando así que el personaje que me dispongo a entrevistar se sienta menos incómodo por su calvicie, pues cuentan que los romanos hacían todo lo posible por ocultarla.
Después de algunos trámites consigo una audiencia con César y su mismo lugarteniente Marco Antonio me lleva ante él. Es el 14 de marzo del año 44 a. C. Al día siguiente Julio César será asesinado. Quizás no sea el mejor momento de presentarse a hacerle una entrevista, pues anda muy ocupado estos días: se prepara para invadir Partia. Cuando le veo por primera vez estaba ante una mesa estudiando un mapa, algunos sirvientes salían de la estancia a la vez que Marco Antonio y yo entrábamos.
-Aquí está el embajador que esperabas, César.
-¡Ave César! -me apresuré a saludar.
Y César me miró. No, no se parecía en nada a las estatuas que estamos acostumbrados a ver, por mucho que me empeñara en sacar similitudes en su fisonomía, y no llevaba laureles sujetos a las orejas. Era alto, delgado y desgarbado, y más parecía un campesino acostumbrado a cavar pies que un general.
-Ave -me contestó sin demasiado entusiasmo.
Tras la breve mirada y el desaborido saludo siguió ojeando el mapa. Y así permanecimos durante un rato. Él observando el mapa, yo observándolo a él, y Marco Antonio observándonos a los dos.
-El embajador del rey Filipo VI de Azermenia desea conversar contigo -añadió Marco Antonio sacándome del embarazoso momento en que no sabía si seguir allí o darme la vuelta y largarme por donde había venido.
-Tengo mis dudas -exclamó César.
-¿No estás seguro de querer hablar con el embajador? -Preguntó Marco Antonio.
-No.
-¿No?
-¡Que no es eso, por Júpiter! Tengo mis dudas de la ruta a marcar en este enmarañado mapa. ¡Mejor será que lo deje, por Castor y Polux! Me vendrá bien un descanso y despejar la mente, vayamos a un lugar mejor donde descansar, pues mi invitado habrá recorrido un largo camino, y que nos sirvan vino.
Y mientras nos acomodábamos no dejaba de hablar con su lugar teniente sobre sus proyectos, con mucho cuidado de dejar escapar detalles.
-¿Tú qué crees Antonio?
-¿Qué creo de qué? ¡ah! Bueno, creo que deberías olvidarte de todo y atender a tu invitado, César.
-Sí, sí, claro. Y dime, embajador, ¿a qué te envía tu rey, exactamente?
Me lo dijo clavando su mirada en mí, como animándome a hablar y ser breve, puesto que estaba muy ocupado y no tenía tiempo que perder. O esa fue la sensación que me dio. Así que me arranqué algo nervioso y le respondí lo que me había aprendido de memoria antes de llegar allí, al tiempo que metía mi mano bajo la chilaba intentando palpar la bolsita donde guardaba el presente que supuestamente le traía de parte de mi rey Filipo. Al hacer este gesto, Antonio, como buen guardián, se echó hacia adelante y casi salta de la silla donde estaba sentado mientras ponía su mano sobre la empuñadura de su espada. Una vez vio la pequeña bolsa de cuero, se echó atrás relajándose nuevamente.
-Bueno -le dije muy nervioso-, mi rey desea entablar relaciones diplomáticas con Roma y también desea conocer a César. Esto que te entrego es un insignificante presente. Solo una muestra de lo que mi rey Filipo VI desea regalar a César.
Y le entregué una moneda de 50 céntimos de euro de esas que brillan como el oro por no haber sido apenas usadas, con la imagen de Felipe VI.
-Ese que ves en una cara de la moneda es mi rey.
César parecía impresionado, y Marco Antonio se apresuró a acercarse impresionado también, no por creer que fuera de oro, pues muy pronto se dieron cuenta de eso, sino por la perfección con que estaba hecha la moneda.
-Mi rey promete enviar a César un cofre repleto de monedas iguales, pero de oro. Esta es una simple copia que solo sirve como muestra.
-¿Y qué quiere tu rey a cambio? -me preguntó con cara de sospechar las intenciones.
-Tu amistad, César, y tu protección, ya que estamos siendo amenazados por el ambicioso Orodes de Partia.
Al oír mi respuesta, César se reclinó hacia atrás y miró a Marco Antonio que también le miraba a él. No era difícil adivinar lo que pensaban ambos. La alianza con un reino al norte de Partia, por pequeño que este fuera les vendría muy bien en sus planes de conquista. Claro que, yo no podía relajarme ni estar tranquilo hasta ver su reacción, pues bien pudiera ser que me confundieran con un espía y acabara con mis huesos en una mazmorra. Pero César volvió a mirar la moneda con especial interés y atención.
-¿Cómo se llama el maestro artesano que le fabrica las monedas a tu rey -me preguntó de repente.
-Badee -le contesté improvisando-, se llama Badee. Se encarga de fabricar el molde donde se vacía el oro fundido.
-¿Badee? Qué nombre más extraño. Si llego a un acuerdo con tu rey le pediré que me envíe a este genio. Nunca vi una moneda con un acuñamiento tan perfecto. Es una maravilla -decía mientras se deleitaba observando en ella los reflejos de la luz que entraban por la ventana.
Badee fue lo primero que me vino a la cabeza ante una pregunta que no esperaba, y no significa otra cosa que Banco de España. Ya había conseguido al menos ganarme la confianza tanto de César como de Marco Antonio. Ahora venía otro tanto no menos difícil: conseguir que contestara a cuantas preguntas quería hacerle. Pero antes necesitaba confirmar si quería aliarse con Filipo VI.
-Y dime, César, ¿qué debo responder a mi rey sobre su propuesta de amistad contigo?
-Estudiaré la propuesta, no te haré perder demasiado tiempo, mañana mismo podrás partir y dar una respuesta.
Ya casi se habían levantado de su silla cuando les interrumpí.
-Perdón que abuse de tu hospitalidad y tu paciencia, César, pero antes de salir de tu domu, quisiera hacerte algunas preguntas.
Antonio que ya estaba de pie se sentó de nuevo al ver que César vociferaba:
-¿Pero es que aquí no trae nadie un poco de vino?
No tardaron los criados en acercar una jarra de vino y tres vasos.
-Claro, tu rey querrá saber algo sobre mí, si va a formalizar una alianza con Roma.
-Así es, César. Me ha encargado y me ha insistido mucho sobre este particular, quiere saberlo todo acerca de ti, más que nada…, bueno, más que nada porque hasta Azermenia han llegado noticias de tus hazañas guerreras y te admira, todos te admiramos allí.
-Ya veo, ya. ¿Y bien, que desea saber sobre mí?
Por fin iba a conseguir lo que me proponía: hacer una entrevista al mismísimo Julio César. Así que respiré profundo y me lancé con la batería de preguntas que tenía mentalmente preparadas.
-¿Es cierto que siendo muy joven fuiste raptado por unos piratas?
-Así es. Yo corría peligro, rencillas por culpa de la política, así que estaba más seguro persiguiendo piratas que andando por las calles de Roma. Tuve mala suerte y fueron los piratas los que me capturaron a mí.
-¿Tuviste miedo de que te mataran?
-No era matarme lo que perseguían aquellos granujas, sino sacar dinero por mi rescate. Veinte talentos pedían los muy imbéciles. ¿Tan poco valoráis mi vida? Les dije. Si no pedís al menos cincuenta talentos no os molestéis ni siquiera en pedir rescate por mí. Y así lo hicieron, aunque les advertí que los crucificaría a todos una vez me dejaran libre. Mucho se rieron de mí, pero cumplí mi amenaza.
-¿Los crucificaste? -le pregunté asombrado.
-Por supuesto. Una vez cobraron el rescate y me vi libre, reuní barcos y soldados y me lancé en su búsqueda. Ni siquiera se habían preocupado en esconderse, pensando que mis advertencias no iban en serio. Pero los capturamos, y todos, uno por uno, fueron crucificados.
La siguiente pregunta quizás fuera algo incómoda para César, por lo que, debía tener suficiente tacto para no incomodarlo. Para muchos historiadores el llamado triunvirato, es decir, su alianza con Pompeyo y Craso, está considerada como “ilegal” por su carácter no oficial, pero yo no podía mencionar nada de lo que ahora opinan los historiadores.
-¿Por qué se alió César con sus enemigos Pompeyo y Craso?
-No eran mis enemigos -contestó con cara de extrañeza-, eran, sin embargo, grandes generales que podían ayudarme en mi propósito de apaciguar y dar estabilidad al imperio. Fueron nuestras diferencias las que fueron alejándonos y convirtiéndonos en enemigos. Sentí un gran dolor en mi corazón cuando supe la suerte que corrió Marco Licinio Craso en Partia; y lloré desconsolado la muerte de Cneo Pompeyo Magno a manos de unos cobardes. Eran romanos como yo, y unos excelentes generales.
-¿Por qué cruzaste el Rubicón?
-Tenía que hacerlo. Mis soldados lo habían dado todo en las Galias para gloria del imperio, esta no era la forma de agradecérselo. Además, algo muy feo se estaba cociendo en Roma y yo no podía consentirlo.
-¿Por qué tardaste tanto en volver de Egipto?
Aquella pregunta le hizo alzar la cabeza y perder la mirada en el vacío, y yo bien sabía por qué.
-Necesitaba descansar. Aparte de que las cosas se complicaron bastante más de lo que yo esperaba.
Ni una sola mención a Cleopatra.
-¿Sabes que muchos te culpan del incendio de la valiosa biblioteca de Alejandría?
-¡Pero eso fue un accidente en el que yo nada tuve que ver! -contestó malhumorado y con razón.
-No se enoje César conmigo, yo solo transmito las crónicas que nos han llegado.
-Pues dile a tu rey que eso es una calumnia, yo jamás llevaría a cabo tal barbarie.
-Mejor pasamos a otro tema, César. Dime, ¿no has pensado en proclamarte rey?
Fue una imprudencia, una pregunta que no debí hacerle, pero había que hacérsela, aunque quizás con mejor tacto y no de repente. Su reacción fue ponerse de pie y a punto estuvo de echar rayos por los ojos.
-¡Roma no necesita un rey! -fue su iracunda respuesta-. De sobra lo he dejado claro hasta cuando me han tentado animándome a hacerlo.
-No debe enojarse César conmigo. Es que mi rey me encargó de que te advirtiera que tus enemigos, que algunos tienes, se están encargando de difundir que pretendes hacerlo.
-¡Eso ya lo sabía!
-Mi rey quiere que aclares otra cosa, pues no todos están de acuerdo con formar alianza contigo, César.
-¿Ah, no? ¡Pues que Júpiter os fulmine a todos!
Marco Antonio hizo un ademán de llamar a la calma a César cuando éste hizo un intento de levantarse de nuevo de su silla. Quería que escuchase mi pregunta antes de desaprovechar una alianza que podría serles muy ventajosa.
-Allí de donde vengo -le dije algo acojonado ya-, se dice que eres un dictador.
-Sí, lo he sido varias veces… ¿y…?
-Pues que eso de dictador, allí no está muy bien visto, porque en nuestro tiempo… en nuestra tierra… en fin, allí tiene ahora otro significado. Significa algo así como tirano.
-¿Has oído Antonio? Tirano… ¡tirano!
Nuevas risas de un calibre cada vez más escandaloso. Al final me dejó bien claro que le importaba bien poco lo que, allí de donde venía, interpretaran por dictador, cargo muy necesario que el senado otorgaba a los cónsules para que tuvieran poderes absolutos en tiempos en que Roma pudiera correr algún peligro inminente.
-La batalla de Munda en Hispania marcó el final de la guerra civil. Hasta nosotros llegó la noticia de esta terrible batalla donde, según nos han contado, el propio César lo pasó muy mal, temiendo incluso por su vida.
-Por Júpiter que jamás me ha costado tanto ganar una batalla. Los hijos de Pompeyo estaban muy bien situados y habían conseguido el apoyo de todas las poblaciones cercanas. No, no lo tuvimos nada fácil, creí llegado el momento en que sabría lo que es perder, e incluso creí llegada mi hora de partir hacia la morada de Júpiter.
-¿Pasó César por Ventipo? Quizás sea del asombro de César que le haga esta pregunta, pero es que yo soy hispano de nacimiento y tengo parientes allí.
César se quedó pensativo, como si no le sonara de nada el nombre de aquel pueblo, se rascó la calva, miró hacia el techo y respondió.
-Sí, ahora caigo, sí, sí, pasé por una pequeña ciudad que creo que se llamaba así. Pero no puedo contarte nada sobre tus parientes. No los conozco, ¿verdad Antonio?
-Verdad, César -contestó su lugarteniente, mientras ambos estallaban en una sonora carcajada y luego apuraban sus respectivas copas de vino.
-Cuentan que destruiste la ciudad -me atreví a decirle-. ¿Por qué?
César me miró muy serio, creí que había metido la pata hasta el fondo.
-¿Qué porqué, dices? ¿Qué por qué la destruí?
Yo no sabía dónde meter la cabeza. Quería desaparecer.
-¡Antonio, porqué destruimos Ventipo, dice!
Y para sorpresa mía tomaron un largo trago y siguieron riendo a carcajadas.
-No recuerdo haber roto nada en esta ciudad -me dijo al fin-, sí que hubo que descuartizar a algún paisano, quizás algún pariente tuyo, por Marte que no lo sé, pero si así fue siento mucho que aquello sucediera; y alguna piedrecita lanzamos por encima de sus murallas. Pero es que se negaron a abrirnos las puertas y eso nos puso de muy mal humor. ¿Verdad Antonio?
-Verdad, César.
Nuevas risas se oyeron en aquella estancia mientras los criados traían más jarras de vino e intentaban servirme sobre una copa que yo no había tocado. César y Antonio me tenían desconcertado, pero antes de que yo siguiera preguntando, el propio Cesar me aclaró lo ocurrido en Ventipo.
-No hubo batalla y apenas hubo un pequeño asedio. Los de Ventipo eran aliados de los hermanos Pompeyo y por eso quisieron oponer resistencia, pero al darse cuenta de que no podrían acudir en su ayuda no tardaron en rendirse. No hubo necesidad de destruir la ciudad y tampoco nos convenía hacerlo. Ventipo nos serviría de refugio en caso de necesidad, y también nos sirvió de despensa para mis hambrientos soldados. Ahora creo que estarás más tranquilo, embajador.
-Lo estoy, César. Y estoy satisfecho de que colaboraran contigo.
-Así fue, Ventipo nos fue de gran ayuda tanto por el descanso y víveres aportados como por su colaboración, fue la última ciudad en la que nos detuvimos antes de enfrentarnos a los Pompeyo, a los cuales habíamos perseguido por toda la Bética.
-Muy cerca de Ventipo -le cuento-, levantaron un nuevo asentamiento que probablemente se convierta en una nueva ciudad. En honor tuyo le han puesto un nombre que recuerda tu paso por allí, César.
-¿Y cómo le han puesto?
-Caesarhicest (César está aquí)
-Vaya, eso es estupendo ¿verdad Antonio?
-Verdad César.
Y estallaron en nuevas carcajadas, el vino hacía su efecto.
-Solo quiero hacerte una última pregunta, César. ¿Qué me responderías si te pidiera que no salgas de tu casa mañana, idus de marzo?
-¡Que no salga mañana! ¿Lo estás oyendo Antonio? ¡Con tantas cosas como tengo pendientes hacer, precisamente mañana, idus de marzo! ¡Ni que me fuera la vida en ello!
¡Y tanto que te va la vida en ello! Estuve tentado de decírselo en voz alta, pero pude contenerme y solo lo pensé para mí. Mi advertencia fue la primera de las muchas que -según los historiadores- le harían al día siguiente; todas basadas en sucesos y supersticiones, pero que, de ser tomados en serio, predijeron la suerte que el hombre más importante de Roma iba a correr.