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El imperium que no se celebró

Para Roma, conquistar un territorio era cuestión de poner el pie en él y apoderárselo por la fuerza, romanizarlo y ganarse su fidelidad era otra tarea bien distinta y a veces muy difícil. Para cuando Julio César llegó por segunda vez a la península Ibérica, los territorios romanizados eran la actual Andalucía y una parte de Extremadura y Portugal (Hispania Ulterior) y una buena franja que ocupaba todo el Levante hasta los Pirineos (Hispania Citerior). Todo lo demás seguía habitado por tribus indígenas sin romanizar y muchas de ellas en rebeldía contra los invasores.

César recorrió el Mons Herminius (sierra de la Estrella, al sur del Duero) invitando a sus habitantes a abandonar las montañas, el mejor terreno para oponer resistencia, para asentarse en las llanuras. Invitación que tuvo poco éxito, por lo que, César se vio obligado a actuar. La mayoría de los oponentes fueron derrotados, pero otros huyeron a tierras gallegas. César hizo entonces traer una flota desde Cádiz y tomaron rumbo a la Coruña, cuyos habitantes se rindieron a su llegada. Cuando las noticias de los triunfos de Julio César llegaron a Roma, sus oponentes en el senado lo acusaron inmediatamente de haber provocado una guerra innecesaria. Pero César no solo había pacificado nuevos territorios, sino que había hecho una excelente labor administrativa en todo el territorio de la Hispania Ulterior y conseguido grandes botines para las arcas de Roma. Todo un bien detallado informe que se le hizo llegar a los senadores que no tuvieron más remedio que reconocer su triunfo y buen hacer.

Su segunda visita a Hispania, tal como había soñado, le había servido para hacer méritos militares y volver victorioso a Roma, sus hombres le habían aclamado como imperator (título honorífico que nada tiene que ver con emperador), tendría derecho a una entrada triunfal y a presentarse a la más alta magistratura a la que se podía acceder en Roma: el consulado. Le había servido a demás, para recomponer su maltrecha economía personal, ya que, al salir de Roma había dejado pendientes cuantiosas deudas. Nada anormal entre los políticos, que empeñaban hasta la última moneda en sus intensas campañas. En el caso de Julio César habían sido muchas y seguidas, pero merecía la pena endeudarse, sabiendo que a la más mínima oportunidad podías emprender una campaña militar y recuperar con creces lo invertido, o ser nombrado más tarde gobernador de alguna provincia, con lo que llegabas a enriquecerte del todo. César tenía ahora la oportunidad de llegar a ser nada menos que cónsul. Pero si quería conseguirlo, debía darse prisa y no esperar ni siquiera la llegada de su relevo. Para junio del 60 ya estaba de regreso. Pero no pudo entrar en Roma.

Según una antigua ley, si un magistrado proclamado imperator atravesaba los límites de la ciudad, perdía automáticamente el imperium, es decir, el derecho a la entrada triunfal con todo su ejército. César debía esperar en las afueras, en la Villa Pública, la aprobación para el desfile, pero si no entraba en Roma, perdía la ocasión de presentar su candidatura a ser cónsul. ¿Qué hacer? Lo que hizo César fue solicitar al senado que hiciera una excepción, asunto que admitieron discutir, pero que no fue aprobado, ya que no hubo ocasión para tal cosa por culpa de la treta montada por el astuto Catón, que tomó la palabra y habló hasta el anochecer. Era una argucia usada habitualmente cuando alguien estaba interesado en bloquear una discusión. A senadores veteranos y respetados como Catón nadie osaba quitarle la palabra y podían permitirse ese lujo. Cuando la anocheció, la asamblea se disolvió sin haber votado y el asunto quedó pendiente para otra ocasión. Cuando César fue informado de la treta de Catón tomó la decisión de renunciar a su triunfal desfile y entrar en Roma. En aquel momento tenía un triunfo reciente que reforzaba su candidatura, ocasión que no podía perder. Sobre el desfile, ya llegarían más ocasiones.

La candidatura tuvo que ser admitida y el desfile triunfal no se celebró. César lo tenía todo bien meditado. Lo tenía todo a su favor para ser elegido, pero, ¿qué ocurriría después? Los optimates le pondrían toda clase de trabas, ya se las estaban poniendo nada más presentar la candidatura. Por lo tanto, César necesitaba aliados, cuanto más poderosos e influyentes mejor. Y por eso, mientras permaneció en la Villa Pública, en las afueras de Roma, tuvo un encuentro con dos personajes que no eran precisamente sus mejores amigos, pero con los cuales estaba seguro de poder llegar a grandes acuerdos: Craso y Pompeyo.

Pompeyo el Magno

Pompeyo fue considerado por algunos como otro Alejandro Magno por sus éxitos en Oriente, donde llegó a extender considerablemente las fronteras romanas; de hecho, se le llegó a conocer como Cneo Pompeyo Magnus. Cuando volvió a Italia con su fabuloso ejército, muchos fueron los que, temerosos, huyeron de Roma creyendo que a su llegada daría un golpe de estado, tal como hizo Sila. Pero, aunque deseoso de hacerse con el poder, no lo hizo, a pesar de que no podría aprovechar su gloria para presentar su candidatura para el consulado, ya que no hacía diez años todavía que había ocupado ese cargo y tendría que esperar al siguiente para presentarse de nuevo. Era una pena, porque, al año siguiente, quién sabe, muchos ya se habrían olvidado de él. No obstante, en aquel momento, Pompeyo creía que Roma caería rendida a sus pies, y después de la entrada triunfal (la tercera que se le concedía) licenció a sus hombres. Entre sus amigos, algunos elogiaron su proceder y su respeto a las leyes, otros sin embargo, lo tildaron de cobarde. Y hasta él mismo, seguramente, llegó a arrepentirse de no haberse proclamado dictador por la fuerza.

Pompeyo no encontró el acalorado recibimiento que esperaba. Licenciar a sus hombres había sido un acto de generosidad y esperaba que el senado tuviera en cuenta su petición de concederles tierras a los veteranos, donde vivir dignamente el resto de sus días por el servicio prestado a la patria. Era lo justo. Sin embargo, el senado no solo ignoró su petición sino que incluso se mostró indiferente y hostil, examinando minuciosamente los tratados firmados con los reyes de los países de oriente conquistados.

Para colmo de males, Pompeyo descubre que su esposa Mucia le había estado engañando durante su ausencia. Cuentan las malas lenguas que fue Julio César el que la sedujo. Esto, sin embargo, quiso Pompeyo aprovecharlo en favor suyo, pues repudió a su esposa y se divorció de ella. Ahora estaba libre para casarse de nuevo. Lo mejor sería escoger a alguien que le proporcionara amigos en el senado, ¿y quién más influyente que Catón? Pero al enterarse el rígido senador del propósito de Pompeyo se negó rotundamente a que se acercara a ninguna de las mujeres de su familia, hija hermana o sobrina.

A Pompeyo solo le quedaba la posibilidad de aliarse con alguien que las tenía todas consigo para convertirse en el próximo cónsul y con el hombre más rico de Roma, aunque este último fue uno férreo oponente y enemigo suyo en el pasado. De esta forma, nacía lo que los historiadores han dado en llamar el primer triunvirato; una sociedad donde Craso, aportaba los fondos, Pompeyo el prestigio de un excelente y noble general y César su habilidad y popularidad entre el pueblo. ¿Qué esperaban obtener de aquella asociación? Pompeyo quería ratificar los tratados de oriente que el senado había menospreciado, tierras para sus veteranos, y desquitarse de las humillaciones sufridas por aquella banda de hienas. Craso veía la posibilidad de nuevas inversiones en los recién conquistados territorios asiáticos y ventajas fiscales. Y César… César era todo ambición.

La férrea pelea de los optimates por impedir que César fuera elegido no obtuvo sus frutos ante el dinero aportado por Craso y su gran popularidad entre la plebe. Julio César fue elegido cónsul de Roma en el 59. El otro cónsul elegido fue, para desgracia del partido de los populares, Bibulo, el yerno de Catón, por lo que, la magistratura de aquel año prometía ser muy movida. César estaría estrechamente vigilado por Catón a través de su yerno; la habilidad y el buen hacer eran primordiales a la hora de hacer cualquier movimiento.

El triunvirato

El llamado triunvirato fue un pacto secreto que poco a poco saldría a la luz y que los historiadores antiguos no dejaron de criticar. Tito Livio, por ejemplo, lo tachó de conspiración permanente; Dión Casio dijo que aquello fue un cartel electoral fraguado a la sombra; Floro, que fue un pacto para ocupar el Estado; Asinio Polión denunció que esta coalición marcó el inicio del ocaso republicano. Todos ellos, en fin, parece que estaban de acuerdo en calificar aquel pacto político como una jugada sucia. Hubo incluso quien, como Marco Terencio Varrón, escribió una sátira titulada El monstruo de las tres cabezas. Pero veamos cómo se desarrolló la magistratura consular aquel año entre los cónsules Julio César y Marco Calpurnio Bíbulo.

César ganó a Bíbulo por amplia mayoría de votos aunque en la práctica ambos tenían el mismo poder. Era costumbre alternarse por meses. El primero en ejercer fue César, al haber sido el más votado. El senado andaba revuelto esperando poco menos que una revolución cuando César comenzara a actuar, sin embargo, éste dio un tranquilizador discurso que sorprendió a propios y extraños, dando una imagen inédita de sí mismo. A partir de ahí, no defraudaría, con un comportamiento tranquilo y respetuoso y con discursos donde se comprometía a respetar las leyes y tradiciones romanas. Y así transcurrió un mes, donde los senadores disfrutaron de agradables y tranquilas veladas, con un Julio César que supo ganarse la confianza y el respeto de todos.

Comenzada la andadura de Bíbulo, César vuelve a sorprender a todos haciendo que sus lictores caminaran detrás de él. Aquello era una antigua costumbre que venía a mostrar respeto hacia su colega. De esta manera quería hacer ver que, a pesar de que muchos le tenían por un libertino de ideas demasiado avanzadas, él, sin embargo, se esforzaba por restaurar leyes y tradiciones que muchos ya tenían en el olvido. Pero llegó el mes siguiente, y César ejerce de nuevo. Lo primero que hace es dar transparencia a su legislatura haciendo públicas las actas senatoriales en una publicación periódica que sería expuesta en lugares donde todo el mundo pudiera leerlos, la llamada Acta diurna populi Romani o Acta Senatus populi Romani. En principio, esto fue recibido como un acto de buena fe, aunque en realidad no era más que una forma de hacer que el pueblo estuviera al tanto de los actos y discusiones de sus adversarios. Y así, todo el mundo llegaría a saber quienes le apoyaban y quienes estaban en contra de las reformas que próximamente iba a proponer a sus “señorías”.

Después de unos meses aparentemente tranquilos, estalló la tormenta. Fue aquí donde muchos comenzaron a sospechar quiénes había detrás de Julio César. Proponer una reforma agrícola de aquel calibre no podía ser una casualidad. La propuesta era ni más ni menos destinar los botines de guerra que había logrado Pompeyo en sus últimas conquistas a adquirir tierras a los grandes terratenientes y parcelarlas para distribuirlas entre legionarios veteranos licenciados y entre las muchas familias necesitadas de Roma. Por una parte, se hacía justicia con quienes durante muchos años lo habían dado todo por Roma, y por otra, se aliviaban las arcas del subsidio que se destinaba a quienes estaban desempleados por haber sido sustituidos por esclavos y no optaban a encontrar un trabajo en toda su vida. Las propuestas coincidían sospechosamente con lo reivindicado por Pompeyo para sus veteranos, maquilladas ligeramente con la protección de los más débiles desempleados. En cualquier caso, unas medidas que los optimates no estaban dispuestos a dejar que se aprobaran.

Bíbulo no se lo iba a poner fácil y fue entonces cuando César echó mano de sus dotes oratorias para dejarlo sin argumentos. César, hábilmente lo había acorralado para que explicara por qué se oponía a aprobar una ley que favoreciera a los soldados y a los más necesitados de Roma cuando el mismo Catón había tenido que reconocer que la reforma era buena para la sociedad. Bíbulo acabó descentrado e irritado, limitándose a recordar a la asamblea su derecho a vetar cualquier ley:

«Esa ley se aprobará solamente si Bibulo lo consiente, así que está claro que no la tendréis este año aunque todos estéis de acuerdo.»

Pero Catón, a pesar de ver en aquella la ley algo bueno para Roma, haría lo imposible porque no saliera adelante. En vista de las dificultades para sacarla adelante, César echó mano de un recurso completamente legal: proponerla a votación popular. Pompeyo convocó a sus veteranos con lo que, el senado entero se echó a temblar. No obstante, Bíbulo estaba dispuesto a que la ley no se votara y declaró festivos los siguientes días, pero César ignoró las festividades y siguió adelante con su plan. Fue cuando Bíbulo perdió los nervios completamente y se puso a gritar y a insultar a sus oponentes, lo cual le costó tener que salir corriendo escoltado por sus lictores a refugiarse en el templo de Júpiter.

Hubo otros intentos de bloqueo por parte de los optimates, como el intento de aplazar las votaciones por la observación de presagios funestos en el cielo, argucias que no sirvieron para que César diera marcha atrás. Y justo el día en que daba un mitin en la escalinata del templo de Castor, se presentó Bíbulo con intención de reventar el evento haciendo uso de su derecho al veto. La plebe congregada allí comenzó entonces a increparlo, y cuando sus lictores se disponían a actuar para defenderlo les lanzaron barro saliendo todos ellos, incluido el propio cónsul, embarrados y apaleados.

Bibulo esperaba que el Senado se tomara aquella agresión como algo tan grave, que declarara el estado de guerra y le concediera poderes especiales. Pero el pueblo ya había votado y la ley fue aprobada, y Pompeyo tenía a sus veteranos informados de todo cuanto ocurría; por lo tanto, el senado no movió un dedo en su favor. Con toda la humillación que aquello suponía para él, Bíbulo desapareció del senado y nunca más apareció en público hasta que acabó su desdichada magistratura.

Destino: las Galias

Para antes de que acabase el consulado, César había conseguido un mando cum imperium como procónsul en la Galia Cisalpina y la Iliria. El proconsulado en las provincias romanas era la forma de huir de los posibles peligros a los que se exponían los cónsules una vez acabada la magistratura.

Era, además, una forma de seguir haciendo méritos y sobre todo de enriquecerse. Julio César pasaría cinco años pacificando las Galias, una región que comprendía las actuales Francia, Países Bajos, Suiza y norte de Italia, poblada por infinidad de tribus célticas que no paraban de guerrear entre sí.

Para Roma era fundamental que los territorios fronterizos de las Galias estuvieran pacificados, ya que cualquier conflicto en esta zona afectaba directamente a la península Itálica. La Galia Cisalpina y la Narbonensis, además, eran un pasillo hacia la península Ibérica que debía estar despejado.

El primer enfrentamiento serio de César en las Galias iba a tener lugar contra los helvecios. Los suevos habían cruzado el Rin y los helvecios, huyendo de ellos querían ponerse a salvo dentro de las fronteras romanas, pero César les salió al paso y tuvieron que retroceder. Más tarde fueron enviados unos embajadores que solicitaban permiso para atravesar la frontera. Pero César no lo veía demasiado claro. Los pueblos germánicos acabarían siendo un problema para Roma y si los helvecios abandonaban sus tierras, éstas serían ocupadas por los suevos que se convertirían en unos indeseables vecinos. Así que después de meditarlo, César no les concedió el permiso de entrada.

Para asegurarse de que los helvecios no cruzarían la frontera, mandó construir un foso y una empalizada de veintiocho kilómetros. Pero aquellos trescientos mil helvecios, entre soldados, ancianos, mujeres y niños, buscaron un paso alternativo por las montañas de Jura y penetraron en el valle del Saona. Cuando César se dio cuenta de que ya estaban dentro, los siguió hasta alcanzarlos y después de una dura batalla hasta hacerles retroceder. Los helvecios tuvieron tal cantidad de bajas que nunca más se supo de ellos; seguramente fueron víctimas de los suevos, que los obligarían a integrarse entre ellos.

Acabar con los helvecios no hizo sino facilitar las cosas a los suevos germanos que muy pronto estuvieron dentro de las Galias. Ante tal situación, César solicita una entrevista con el jefe germano, un tal Ariovisto. Los galos, por su parte, vieron en César su salvación y aceptaron de buen grado su intervención ante la amenaza de los bárbaros. Como por lo visto la entrevista se alargaba más de la cuenta, los germanos, para distraerse, comenzaron a lanzar piedras contra la escolta de César, cosa que fue tomada por una ofensa y las conversaciones fueron suspendidas. Posiblemente, César obtuvo los datos suficientes como para saber que los germanos no eran rival para él, porque en unos días fueron literalmente aplastados por las legiones romanas causándoles más de cincuenta mil bajas. Ariovisto tuvo que cruzar de nuevo hacia el otro lado del Rin.

Después de un respiro invernal llegan noticias de que los galos belgas están en pie de guerra. Para el verano de aquel año 57 César estaba con sus tropas junto al río Aisne, donde se enfrentaría a un ejército muy superior en número, pero la estrategia empleada dio la victoria a los romanos. Los belgas, desmoralizados, celebraron un consejo donde acordaron regresar a sus lugares de origen, no sin antes prometer que todos acudirían en socorro de aquel que lo necesitara. Y así, aquellos cuarenta mil hombres quedaron divididos y a expensas de los soldados de César, que no había dejado de vigilarlos en todo momento. El primer grupo no tardó en ser víctima de los romanos, luego vino el segundo y un tercero, hasta que al final, los demás acudieron a César a hacer las paces con él.

Pero hubo un grupo, el de los nerviones, que creían que por sí mismos podrían derrotar a los romanos. Para ello planearon una estrategia que consistía en observar cómo y dónde acampaban, para sorprenderlos. Cada lugar de acampada era rodeado por un foso que los infatigables romanos se afanaban en cavar y cuya tierra servía para formar un terraplén que coronaban con una empalizada. Y así, una tarde, mientras los legionarios de César montaban sus tiendas y otros cavaban los fosos, los nerviones atacaron por sorpresa pillando a la mayoría sin armas con qué defenderse. Solamente la disciplina legionaria hizo que no cundiera el pánico, cada uno se defendió con lo que tenía a mano y los contuvieron como buenamente pudieron. El propio César cogió sus armas y salió a defender y en poco tiempo todos los soldados estaban en formación de combate. El factor sorpresa no dio el resultado que los nerviones esperaban y pronto la balanza se inclinó a favor de los romanos. Los nerviones desaparecieron del mapa aquel día. El camino quedaba libre para que César conquistara la Galia Belga.

En la primavera del 56, después de dos años, César se acercó hasta la ciudad de Lucca para tener una reunión con Pompeyo y Craso y debatir sobre su todavía vigente alianza. Ambos pensaban presentarse como candidatos para el consulado al año siguiente, y de conseguirlo, prorrogarían el proconsulado de César en las Galias cinco años más. Ellos, por su parte, se reservarían el suyo en Hispania y en Siria. De esta forma, entre ellos tres tendrían el control del imperio. El triunvirato estaba dando sus frutos.

Las costas de Britania

Después del encuentro con sus socios Craso y Pompeyo, César regresó al interior de las Galias donde se había ganado el favor de muchos de pueblos indígenas, y gracias a eso, sus legiones aumentaron al incorporarse a ellas un gran número de galos.

Pero no todos los pueblos indígenas se pusieron de su parte; otros se mostraban hostiles, como los llamados vénetos, tribu asentada al sur de la Bretaña francesa, que no cesaban de hostigar a las legiones siempre que podían. No iba a ser fácil hacer entrar en razón a aquella tribu. Los vénetos vivían en las escarpadas costas de Bretaña y sus castillos estaban situados en promontorios solo accesibles con la marea baja. Había que armarse de paciencia, pero César no quería pasarse meses asediando estos castillos, así que, una vez delante del primero de ellos, ideó rellenar el istmo que lo separaba de tierra para que ni siquiera con mare alta lo cubriera el agua. Pero después de semanas de intenso trabajo, llegó una flota y los evacuó a todos. César y sus legiones se quedaron con un palmo de narices viendo cómo los vénetos se burlaban mientras se alejaban de ellos rumbo a otro de sus castillos.

César tenía que cambiar de estrategia. Si asediaban otra fortificación podía pasar de nuevo lo mismo, que vinieran a socorrerlos por mar, por lo que, los vénetos se les escaparían una y otra vez. ¿Por qué no construir barcos para atacar por mar? Las Galias estaban cubiertas de espesos bosques con los que proveerse de madera. Dicho y hecho; improvisando un astillero a orillas del Loira, en poco tiempo César tuvo su flota. Y una vez todo preparado y listo, los romanos salieron a la mar en persecución de los vénetos, a los cuales se enfrentaron con un resultado adverso para la escuadra de César. Los romanos no habían tenido en cuenta algunos detalles. Ellos estaban acostumbrados a las ligeras naves mediterráneas, y los vénetos poseían barcos mucho más sólidos construidos para resistir y las peores tormentas atlánticas. Los barcos romanos rebotaban cuando intentaban embestirles sin ni siquiera astillarlos. Además, eran más grandes, con la borda más alta, lo cual dificultaba su abordaje.

Sin embargo, los romanos volvieron a la carga. «Están locos estos romanos», debieron pensar los vénetos, al ver que no habían escarmentado con la derrota anterior. No habían construido barcos más grandes, ni más robustos, ni más altos. Tampoco habían fortificado sus espolones para conseguir agujerear los cascos de los barcos enemigos. La solución aportada para poder abordar a los vénetos había sido mucho más sencilla: se proveyeron de unas guadañas a las que colocaron unos mangos más largo y al acercarse fueron cortaron con ellas las cuerdas de los navíos enemigos provocando la caída de las velas; y sin velas, los adversarios quedaron inmovilizados y sin capacidad de maniobra. Luego los rodearon y fueron asaltando las naves una tras otra. Esta vez, los vénetos fueron los derrotados. Al mando de la escuadra vencedora estuvo un joven oficial que César apreciaba mucho, pues sospechaba que podía ser hijo suyo, al haber sido su madre amante suya. El nombre de este joven era Décimo Bruto.

César se hacía cada vez más rico con estas guerras. Este tipo de campañas aportaba grandes tesoros a las arcas del estado, pero también enriquecían a los generales que las levaban a cabo, tal como se habían enriquecido Craso y Pompeyo. Los pueblos vencidos eran saqueados sin ningún miramiento. Fue el caso de los vénetos, que bajo la excusa de haber incumplido un acuerdo de paz, una vez derrotados, sus jefes fueron ejecutados y el resto vendidos como esclavos, y por supuesto, sus poblados expoliados de todo cuanto tenía algún valor. No fueron los únicos ni los últimos, hubo más pueblos germanos que cruzaron el Rin y corrieron la misma suerte.

Tanta sangre corrió, que hasta Catón se escandalizó, y aludiendo a una ley que decía que toda guerra romana debía ser justa (bellum iustum), acusó a César de sanguinario y pidió en el senado que se le apresara y fuera entregado a sus enemigos. Algo así como si en nuestros días se acusa a un militar de criminal de guerra por violar los derechos humanos. Una propuesta que, por supuesto, no prosperó, ya que las conquistas de César entusiasmaban tanto en Roma, que poco importaban los métodos que éste usara para conseguirlo. Y por si fuera poco, logró que sus soldados construyeran un puente de madera de cuatrocientos metros sobre el Rin en solo diez días. Toda una proeza que venía a aumentar más su popularidad, aunque este puente fuera destruido por ellos mismos una vez cumplido su cometido, para que no fuera utilizado por los germanos.

El que sí seguía prosperando era Julio César, que no pudo resistir la tentación de cruzar el canal de la Mancha para llegar hasta las islas Británicas. Dos legiones, unos nueve mil hombres, se embarcaron a bordo de ochenta naves que a duras penas pudieron sortear las terribles tormentas que azotan estos mares. Peor lo tuvieron para encontrar un lugar donde atracar en las costas de Dover, de enormes acantilados blancos. Y una vez lo hubieron conseguido, se dieron cuenta de que las naves que transportaban los caballos no llegaban; se habían vuelto o habían sido víctimas del temporal.

La expedición, a falta de caballos, se limitaría a un reconocimiento del terreno y a la intimidación de las tribus celtas británicas, a fin de que no prestaran su ayuda a los pueblos germanos, pues César sabía que lo habían venido haciendo. Hubo alguna que otra escaramuza donde las legiones fueron atacadas, pero finalmente, vista la superioridad de los recién llegados, sus jefes se avinieron a negociar con César. Era hora de volver al continente, y entonces, los romanos se llevaron una gran sorpresa. Acostumbrados como estaban al “Mare Nostrum”, no habían contado con las mareas atlánticas, que al variar su nivel habían causado auténticos destrozos en las naves que estaban atracadas. Algunos barcos quedaron inservibles, por lo que, sirvieron como piezas de repuesto para los demás. Y una vez reparados, aprovecharon el buen tiempo para zarpar hacia el continente. Al año siguiente volverían, pero ya con la lección aprendida de que el Atlántico, no es el Mediterráneo. Nueva hazaña la de César que sería recibida en Roma como un clamoroso éxito, al ser los primeros en desembarcar en aquellas desconocidas islas.

Craso y la legión perdida (la batalla de Carrae)

El triunvirato seguía dando sus frutos y aquel año de 55 Craso y Pompeyo fueron elegidos cónsules; para antes de acabar su legislatura ya se habían reservado cada uno un cargo como procónsules, Craso en Siria y Pompeyo en Hispania. Marco Licinio Craso había hecho méritos suficientes como para hacerse un hueco entre los grandes de la historia. Destacó en la primera guerra civil, derrotó a Espartaco, y fue elegido cónsul por dos veces; y además, era el hombre más rico de Roma. Sin embargo, Pompeyo había hecho grandes conquistas en oriente y César estaba haciendo lo propio en las Galias. Él no quería ser menos y a sus sesenta años de edad marchó a Asia, donde quería conquistar Partia y llegar incluso a la India, quería conseguir lo que un día intentó sin éxito el mismísimo Alejandro Magno. Craso salió de Roma el 14 de noviembre del 54, antes de acabar su legislatura y pese a la enérgica oposición de muchos senadores que habían pronosticado horribles presagios. Al llegar a Siria los partos se hallaban inmersos en una guerra civil matándose entre ellos; lo cual no quería decir que perdieran de vista lo que ocurría en sus fronteras.

Craso reunió siete legiones, cuatro mil auxiliares y cuatro mil jinetes, un total aproximado de cincuenta mil hombres. Además, el rey armenio Artavasdes II le aportó seis mil jinetes y le prometió otros dieciséis mil y treinta mil infantes si avanzaba por su reino, un lugar montañoso que entorpecería la maniobrabilidad de los jinetes partos. Pero Craso rechazó la oferta; probablemente para no tener que compartir el botín de su campaña, y decidió marchar directamente a Mesopotamia.

Craso y sus legiones cruzaron el Eúfrates y tomaron algunas ciudades; los partos, indignados, se pusieron inmediatamente en pie de guerra, pero no retrocedió, sino que se dedicó al saqueo de la región. Luego se retiró a Siria a la espera de que pasara el invierno y la llegada de su hijo que debía venir a reforzarlo con mil jinetes galos. Este tiempo muerto sirvió para que los partos se reorganizaran y prepararan su defensa.

Partia ocupaba la actual provincia de Jurasán en Irán. Sobre el año 247 a. C. se establecieron allí los partos, una tribu de jinetes guerreros perteneciente a los escitas. Roma se había enfrentado a los partos en repetidas ocasiones y había conseguido arrebatarles algunos territorios, nada serio, porque en realidad, estas tribus había conseguido cerrarles el camino a la India, donde todo admirador de Alejandro Magno quería llegar. ¿Por qué las legiones romanas fracasaban frente a los partos? Por su caballería.

Los caballos partos eran ligeros y sus jinetes magníficos arqueros y con una movilidad sorprendente. Sus tácticas consistían en ataques relámpago donde acribillaban con sus flechas al enemigo para dar media vuelta inmediatamente antes de ser alcanzados por la infantería romana y retirarse a repostar flechas. Eran arcos muy potentes y en ocasiones sus flechas atravesaban el escudo de madera romano y hería al soldado. De esta manera, el avispero parto terminaba convirtiéndose en una auténtica pesadilla.

Orodes II, rey de la Partia, quiso evitar el enfrentamiento enviando embajadores a negociar, pero Craso no había venido a negociar con ellos, sino a conquistar su territorio. Mientras tanto se presentaba ante él un personaje que ya había ayudado a Pompeyo en sus campañas orientales, un cacique árabe llamado Ariamnes. Traía un refuerzo de seis mil jinetes y alguna información de interés. Los partos eran pocos y mal organizados, y por eso el rey Orodes estaba interesado en negociar la retirada romana. Ariamnes se ofrecía además a guiarlos hasta los partos. Una parte de los oficiales, sin embargo, se mostraron contrarios a apartarse de las orillas del Eúfrates, pero Craso creyó en el árabe.

Ariamnes condujo a las legiones por las partes más desoladas del desierto y lejos de cualquier fuente de agua. En pleno desierto se presenta un mensajero a Craso informándole que el rey armenio no puede acudir en su ayuda por que los partos le están atacando. Le propone que acuda en su ayuda para más tarde, juntos, atacar la Partia. Craso ignora el mensaje y prosigue su marcha a través del desierto hasta llegar cerca de la ciudad de Carras, en la actual Turquía. El árabe Ariamnes había complido su propósito de llevarlos a una trampa, pues no estaba ayudando a Craso, sino al rey Orodes.

Carras podía haber sido una indefensa ciudad donde los romanos hubieran encontrado avituallamiento y más tarde ser saqueada, sin embargo, encontraron al ejército parto que estaba allí precisamente esperándoles. A partir de aquí, se sucederá una serie de decisiones y estrategias mal tomadas. Los oficiales aconsejan la formación típica de infantería en el centro y caballería en los flancos, Craso, sin embargo quiso formar en cuadrado, una formación solo apta para cuando las legiones se ven desbordadas y acosadas, pues limita su movilidad. La otra mala decisión fue no crear un campamento al otro lado de un arroyo, como algunos oficiales sugerían, para dar descanso a sus hombres, y atacar a la mañana siguiente. Pero la orden fue atacar de inmediato. Ambas decisiones no acaban de entenderse, pero por lo visto, Publio, su hijo, recién llegado con los jinetes galos, tenía ganas de entrar en combate cuanto antes.

Plutarco cuenta que: «se empezaron a escuchar sonidos, mezcla del rugido de fieras y estampida del trueno». Eran los tambores partos que sonaban a la par que las espadas contra los escudos; un sonido que intentaba aterrorizar a los romanos. Surena, el general parto, tenía previsto enviar en primer lugar a los catafractos, una caballería pesada donde tanto el jinete como el caballo van completamente cubiertos con una armadura que difícilmente puede ser atravesada; con ellos pensaba romper las líneas romanas, pero al ver la formación en cuadrado decidió enviar a sus jinetes arqueros a rodearlos. Al permanecer los romanos todos juntos, cada flecha tenía garantizado su impacto. La potencia de de los arcos partos era descomunal y las flechas eran de gran tamaño, por lo que, los escudos romanos eran atravesados hiriendo en muchas ocasiones al soldado. Al cabo de varios ataques, la mortandad entre las legiones era escasa pero los heridos eran cuantiosos; el que no tenía un agujero en el pecho lo tenía un brazo o una pierna, y esto ya mermaba gravemente el potencial romano.

La esperanza de Craso era que los partos agotaran sus flechas, pero los partos habían traído mil camellos cargados de ellas. Cuando los romanos abandonaban la formación para avanzar e intentar alcanzarlos, aparecían los catafractos haciendo estragos, y cuando volvían a formar en cuadrado, volvían los arqueros. Craso entonces envió a su hijo con la caballería gala, pero entre arqueros y catafractos acabaron masacrándolos a todos.

Craso ordenó entonces avanzar para rescatar a su hijo, hasta que quedó conmocionado al ver su cabeza en la punta de una lanza. Los arquero los rodeaban y los catafractos hacían estragos. Los legionarios se dispersaban, y sin embargo, aguantaron hasta la noche a pesar de que les fueron arrebatadas siete águilas, el símbolo de Júpiter, objeto sagrado y talismán de las legiones. La captura de estas insignias constituía un deshonor hasta ser recuperadas, cosa que jamás ocurrió. Finalmente se retiraron a la ciudad de Carras. A la mañana siguiente, el general parto envió a los romanos un mensajero ofreciéndoles negociar. La propuesta era una tregua para que las tropas romanas se retiraran a Siria y renunciaran a seguir avanzando sobre Partia. Craso no se fiaba a de los partos, pero las tropas amenazaban con amotinarse si no lo hacía. Y en efecto, Craso tenía razón,porque nunca regresó con vida de aquella reunión, donde se originó una disputa y tanto él como los generales que habían acudido acompañándole resultaron muertos.

La ciudad de Roma quedó consternada por la noticia. Un total de veinte mil romanos murieron a manos de los partos y otros diez mil fueron hechos prisioneros. Se dice a Craso le vertieron por la garganta oro fundido mientras le decían: «Bebe cuanto quieras. ¿No es esto lo que has buscado toda tu vida?» Pero es posible que esta versión de su muerte no sea más que una noticia falsa que sus enemigos extendieron por Roma. También se cuenta que su cabeza y su mano fueron enviadas al rey de los partos, y un actor griego que se encontraba en la corte, haciendo gala de un detestable humor negro, cogió la cabeza y se puso a recitar los siguientes versos de Eurípides: «Traigo desde el monte un tallo recién cortado para el palacio, caza bienaventurada».

Los legionarios que se habían refugiado en Carras, ante la noticia de que sus generales habían muerto a manos del rey parto intentaron huir. Ariamnes, el árabe que los había llevado hasta allí, todavía cometería una nueva traición y se ofreció a sacrlos de allí. Solo un oficial llamado Casio desconfió de él y junto a 5.000 infantes y 500 siguieron su propio camino. Los demás fueron conducidos a una nueva trampa y terminaron muerto o hechos prisioneros.

Sobre los diez mil legionarios que fueron hechos prisioneros se originó una leyenda que aún en nuestros días sigue dando que hablar entre los historiadores e investigadores del tema. ¿Qué pasó con aquella legión perdida? Hay quien cree que hay más de leyenda que de realidad, pero Plutarco y Plinio el Viejo nos hablan de que estos leginarios fueron conducidos al extremo oriental del Imperio Parto, a Bactriana, la actual Afganistán y allí fueron convertidos en esclavos. Pero debieron darse cuenta que era una auténtica lástima desperdiciar unas legiones experimentadas y disciplinadas como las romanas, que bien podían darles un buen servicio. Fue así, poniéndose al servicio parto, como la mayoría pudo evitar la esclavitud o la muerte.

Se tienen indicios de que una parte de estas legiones fueron enviadas a Amu Daria, en las proximidades del río Oxus, allí lucharon contra los Hunos y de ellos nunca más se supo. En el año 20 a. C. se firmó la paz entre partos y romanos y se llega a un acuerdo para el retorno de prisioneros, pero para ese entonces nadie está seguro del paradero de los legionarios de Carras. En 1955, el historiador estadounidense Homer Hasenpflug afirmaba haber encajado los datos aportados por Plutarco y Plinio y haber encontrado el destino de aquellos legionarios. En el año 36 el general Gan Yanshou emprendió una campaña militar contra los nómadas Xiongnu, antecesores de los Hunos. En esta batalla se menciona a unos soldados veteranos muy disciplinados que entraban en combate completamente organizados y que protegían su campamento con empalizadas. Se cuenta que formaban alineados como escamas de pescado, haciendo referencia a la formación de testudo, en la cual se protegen con sus escudos como si la coraza de una tortuga se tratara.

Portada de la novela La legión perdida de Santiago Posteguillo

Hay muchos más indicios que han sido y siguen estudiándose sobre un tema que sigue levantando “pasiones”. Una ciudad china llamada Li Jian, en cuyo nombre muchos quieren ver “Legión”. Fosas donde han aparecido esqueletos con una talla de 1,80 centímetros, talla muy superior a la estatura media oriental. Estudios de ADN que demuestran que muchos de estos esqueletos tenían ojos azules, pelo rubio y nariz aguileña. Y un sinfín de indicios más que nos dan una idea de lo que pudo acontecerles a aquellas legiones que nunca más volvieron a Roma; y que autores como Santiago Posteguillo han utilizado para contarnos una historia apasionante en su novela La Legión Perdida.

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