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De sumo sacerdote a desterrado
En el año 100 a. C. nacía en el humilde barrio de la Subura y en el seno de una familia patricia, Iulius Caesar, hijo de un político del mismo nombre y de Aurelia. El mes de su nacimiento fue Quintilis, el mes quinto de los diez en que se dividían los años. Más tarde, cuando el calendario fue modificado, este mes pasaría a llamarse Julio, en su honor. En el 85 (entiéndase, a partir de ahora y para no repetir hasta la saciedad las abreviaturas a. C. que todos los años referidos son antes de Cristo, pues fue durante esa época cuando tuvo lugar todo el desarrollo de la historia de Julio César), su padre moría de un infarto mientras se ataba los cordones de sus sandalias. Atrás dejaba una vida dedicada a la política y un joven Julio César de solo quince años que pasó inmediatamente a ocupar el cargo de flamen dialis, es decir, sumo sacerdote del culto a Júpiter.
En ello influyó su reputado maestro Marco Antonio Gnifón, que lo había venido educando desde los diez años, y sobre todo su tía Julia. El cargo de flamen dialis le abría automáticamente las puertas del senado al jovencísimo Julio César, ya que, un sumo sacerdote tenía, entre otros derechos, el poder acudir allí.
Con solo dieciséis años, quizás diecisiete, pues hay quien cree que nació en el 101, Julio deja a su prometida Cosucia, de origen plebeyo, aunque hija de un adinerado romano, para casarse con Cornelia, de 13 años, hija de Lucio Cornelio Cinna, amigo de su tío Mario. Ambos, Cinna y Mario habían compartido consulado en el 87. Aquel matrimonio, aunque fue del agrado de la familia, iba a acarrear repercusiones políticas, como vamos a ver enseguida.
En aquellos años andaban las cosas revueltas. La expansión territorial le aportaba a Roma gloria y problemas a partes iguales y a la defensa de sus fronteras había que añadir las constantes luchas entre políticos partidarios de unas u otras ideas. Lucio Cornelio Sila –no confundir con el suegro de Julio, ya que el nombre completo de ambos es parecido-, máximo exponente del partido de los optimates, regresó en la primavera del 83 después de derrotar a Mitríades VI, y en el 82 se proclamaba dictador de Roma por la fuerza. Tras unos años haciendo reformas políticas y tomando algunas medidas, Sila, de una edad ya avanzada, decide dejar la dictadura y se retira en el año 79. Pero antes, quiere dejar arreglado un último asunto: ordena al joven Julio César que se divorcie de su esposa Cornelia. ¿Por qué?
Los Populares y los Optimates eran los dos partidos enfrentados en aquel entonces. Cayo Mario, tío de Julio César, líder de los populares y rival de Sila hasta el día de su muerte, intentaba poner solución a los problemas sociales mediante una legislación que favoreciera los intereses de las clases bajas y que pusiera solución a las dificultades de la pequeña propiedad agrícola. Los optimates, sin embargo, liderados por Lucio Cornelio Sila, defendían la oligarquía senatorial y sus propios intereses, los latifundios y la explotación de esclavos, por lo que, se negaban a aprobar ninguna ley que favoreciese un equilibrio entre clases. Mario había muerto y con él su máximo rival, pero he aquí que el joven Julio César no solo era su sobrino, sino que, ahora era también yerno de otro gran oponente, Lucio Cornelio Cinna. César se estaba convirtiendo poco a poco en la personificación de la causa de los populares y en un nuevo rival a tener en cuenta. Si lo obligaba a divorciarse y accedía a ello, no solo se rompía toda relación con la familia de Cinna, sino que a partir de ese momento estarían enfrentados por haber repudiado a su hija. Y si no lo hacía, Julio César tendría que huir y desaparecer de Roma, porque él, Lucio Cornelio Sila, lo condenaría a muerte.
Julio César se negó a aceptar lo que él ya presuponía una provocación y un ataque directo; negativa que, por otra parte, Sila esperaba, para declararlo proscrito y confiscarle todos sus bienes. Julio César perdió hasta la ciudadanía romana y hasta su rango de flamen dialis, algo que hubiera perdido de todas formas, pues los flamen dialis tenían prohibido pasar fuera de Roma más de dos noches, y a Julio ahora, no le quedaba más remedio de huir fuera de allí y refugiarse en las montañas. Fur capturado por un tal Cornelio Fagitas lo capturó, sin embargo, no lo entregó a Sila sino que aceptó la propuesta por parte de César de pagarle un rescate, y una vez cobrado, fue puesto en libertad. Mientras tanto, fueron muchos los que salieron a defender a Julio. Su familia pidió clemencia. Las vírgenes vestales también intervinieron en su favor y por último, quizás lo que más pesó, fue la opinión pública, que veía injusto el trato que estaba recibiendo el joven sacerdote de Júpiter. Sila se vio presionado y finalmente Julio fue indultado. Pero Sila avisó: «Lo habéis logrado; conservadlo vivo, pero os advierto que ese joven al que consideráis descuidado un día os causará vuestra ruina y la de nuestro partido, porque en César hay muchos Marios».
Secuestrado por los piratas
Sila ya había dejado el cargo de dictador, aún así, seguía siendo un hombre poderoso y Julio César temía permanecer en Roma ante posibles represalias, así que marchó a oriente al servicio del propretor Marco Minucio Termo, donde participó en el asedio de la ciudad de Mitilene, en la isla de Lesbos. Sila nunca imaginó que el joven Julio regresaría nada menos que con la corona cívica como reconocimiento a su valerosa actuación al lado de Marco Minucio.
La corona cívica, además de ser un alto reconocimiento, le permitía ocupar permanentemente un puesto en el senado. Pero Marco Minucio debió ver en Julio, además de sus cualidades como guerrero, las de buen diplomático, porque lo envió a Bitinia, reino aliado situado entre el mar Negro y el mar de Mármara, con el objetivo de reforzar lazos de amistad. Éste cumplió con su misión, y muchos fueron los que quisieron ver que aquellos lazos entre el rey Nicomedes y Julio se habían estrechado, quizás, demasiado.
Hay quien cuenta que el rey quedó prendado de su belleza, y hay quien cree que Julio se dejó halagar por él. Lo cierto es que entre Julio y Nicomedes nació una gran amistad que levantó rumores y burlas en Roma. Otros, sin embargo, no podían creer lo que se decía sobre la supuesta homosexualidad de César, ya que en Roma tenía fama precisamente de lo contrario, de mujeriego. Todo este cuchicheo no le preocupaba lo más mínimo, pero lo cierto es que los lazos con Roma fueron reforzados hasta tal punto que cuando Nicomedes murió, el reino de Bitinia fue incorporado al imperio, ya que fue designada como heredera.
Más tarde, Julio César se puso al servicio del procónsul Isáurico, quien combatía la piratería en el Mediterráneo. A la muerte del exdictador Sila, en Roma comienzan a desarrollarse una serie de acontecimientos que le empujan a regresar. El régimen de los optimates se endurece y Julio se ocupa de denunciar en el senado los abusos de gente como Cneo Cornelio Dolabela o Antonio Hybrida. De esta forma va logrando poco a poco prestigio de gran orador, mientras al régimen silano le salen revueltas por todas partes, como la que encabeza Quinto Sertorio en Hispania. Y por si fuera poco, Espartaco y otros gladiadores han huido al monte Vesubio, desde donde iniciarán la llamada III guerra servil o guerra de los gladiadores.
El buen hacer como orador, animan a Julio a seguir perfeccionando su retórica y decide acudir a la escuela del maestro Molón de Rodas. Era el año 75 a. C. por lo que Julio tiene ya 25 años. Durante el viaje de vuelta, fueron atacados por aquellos piratas que estuvo combatiendo durante el tiempo que estuvo al servicio del procónsul y como consecuencia, fue hecho prisionero. Plutarco nos lo cuenta de esta manera: «Cuando regresaba fue apresado junto a la isla Farmacusa por los piratas, que ya entonces infestaban el mar con grandes escuadras e inmenso número de buques».
Julio no se sintió cohibido en ningún momento y prometió pagar en rescate que pidieran. Y cuando los piratas le pusieron precio, la reacción de éste fue tan arrogante como asombrosa: «pidiéndole los piratas veinte talentos por su rescate, se echó a reír, como que no sabían quién era el cautivo, y voluntariamente se obligó a darles cincuenta». Pero también les advirtió que los crucificaría a todos.
Mientras los raptores fueron a la búsqueda del rescate, Julio permaneció 38 días en uno de los escondites que los piratas tenían en el mar Egeo acompañado de algunos esclavos. Durante su cautiverio mataba el tiempo escribiendo y ensayando algunos discursos que luego leía a sus carceleros, que si rehusaban escucharlos o decían no haberles gustado, no dudaba tachar de ignorantes y bárbaros. «Muchas veces les amenazó, entre burlas y veras, con que los había de colgar, de lo que se reían, teniendo a sencillez y muchachada aquella franqueza».
Una vez cobrado el rescate, los piratas lo dejaron en libertad. Los cincuenta talentos de oro fueron pagados con dinero público, y Julio decidió no dejar impune aquel acto de piratería, puso rumbo a la ciudad de Mileto, en Grecia, y allí contrató barcos y hombres para perseguir a quienes le habían secuestrado. «Los sorprendió anclados todavía en la isla y se apoderó de la mayor parte de ellos.»
Después de recuperar el dinero los encerró en una prisión de Pérgamo y fue a comunicárselo al procónsul de Asia, que curiosamente se llamaba Junio, a quien competía dar castigo a los piratas. Pero viendo que el procónsul estaba más pendiente del dinero rescatado que en hacerse cargo de los apresados, dio media vuelta, y volvió a Pérgamo. «Pero como Junio pusiese la vista en el caudal, que no era poco, y respecto de los cautivos le dijese que ya vería cuando estuviese de vagar, no haciendo cuenta de él se restituyó a Pérgamo, y reuniendo en un punto todos aquellos bandidos los mandó crucificar, como muchas veces en chanza se lo había prometido en la isla».
Las rebeliones de Sertorio y Espartaco
Durante los próximos años, varios conflictos van a atraer a Roma de cabeza. Por una parte, Cneo Pompeyo acude a Hispania en ayuda de Quinto Cecilio Metelo para acabar con la rebelión anti siliana que mantiene Quinto Sertorio. Era parte de la campaña emprendida por Sila para acabar con todos los focos de resistencia contra el régimen optimate. Sertorio fue un miembro del gobierno de Cinna. En el 83 fue enviado a la Hispania Citerior (la provincia norte) como pretor, pero cuando Sila dio el golpe de estado en Roma hubo muchos cambios y destituciones entre los adeptos a los populares. Gayo Valerio Flaco fue nombrado gobernador de la Citerior y Sertorio se convirtió entonces en un rebelde que dirigió la lucha contra el dictador.
En Italia estalla otra rebelión, la de los esclavos que toman represalias contra sus antiguos amos provocando masacres, hasta que Espartaco decide organizarlos en un verdadero ejército que llega a los setenta mil hombres. Lo que en principio parecía un motín sin importancia se había convertido ahora en algo serio que se iba extendiendo. Legiones enteras eran vencidas por en gran ejército de esclavos. Hasta que llegaron los conflictos entre ellos. Veinte mil hombres deciden actuar por su cuenta al mando de Crixo. El objetivo de Espartaco no era otro que combatir y abrirse paso hasta alcanzar las fronteras de Roma, salir de ella y establecerse en tierras germánicas para comenzar una nueva vida en libertad. Crixo, sin embargo, quería venganza, derrotar y apoderarse de Roma. Pero como estratega no estaba a la altura de Espartaco y fue derrotado en Apulia, donde cayó el mismo Crixo.
Aunque todavía Espartaco iba a obtener más victorias sobre las legiones romanas, fue finalmente vencido por Craso y Pompeyo a su regreso de Hispania tras someter a los rebeldes de Sartorio. Los romanos habían conseguido reunir veinte legiones, unos 120.000 hombres, contra los 80.000 esclavos rebeldes que componían el ejército de Espartaco. Fue de nuevo en Apulia, en la llamada batalla del río Silario, donde unos sesenta mil esclavos dejaron su vida peleando, justo cuando pretendían cruzar el mar Adriático para alcanzar la libertad. Solo unos pocos miles lograron huir para ser verdaderamente libres, otros cayeron prisioneros. Se cree que el propio Espartaco murió en el enfrentamiento, aunque su cuerpo nunca fue hallado.
Mientras tanto, Julio César anda en Bitinia guerreando contra Mitrídates VI, que no reconoce el testamento de Nicomedes IV, donde deja a Roma heredera de su reino. A su regreso es elegido tribuno militar, lo cual supone la integración en la oficialidad de las legiones. Y en el año 69 mueren tanto su tía Julia como su esposa Cornelia, ésta con solo veintiocho años. Julio queda desolado y decide alejarse de Roma aceptando el puesto de cuestor en Hispania Ulterior, es decir, en la provincia sur. Este sería su primer contacto con tierras hispanas.
El cargo de cuestor era en la antigua Roma algo así como ser magistrado o juez, que terminó convirtiéndose en administrador de fondos públicos, recaudador de impuestos o inspector de hacienda. Después de las guerras contra Sertorio algunas zonas habían quedado devastadas y era necesario poner orden. Julio César se afanó en hacer bien su trabajo e hizo buenas amistades en la zona durante el año que permaneció allí, al tiempo que le hizo reflexionar sobre algunas cosas, como que Pompeyo había hecho grandes méritos militares en un lugar donde él ya no conseguiría nada. El historiador Suetonio nos cuenta que, encontrándose en la isla de Santi Petri, visitó el templo de Hércules, y al encontrarse con una estatua de Alejandro Magno suspiró lamentándose de que a su edad, treinta años, Alejandro ya había conquistado el mundo, y sin embargo él, todavía era un desconocido. La ambición seguía creciendo en el interior de Julio César.
Edil, Máximo Pontífice y Pretor
El próximo cargo que iba a ocupar César iba a ser el de edil curul, el edil encargado del mantenimiento de acueductos, templos, caminos, alcantarillados, suministro de grano, así como del correcto funcionamiento de las patrullas urbanas, los mercados, y la organización de los juegos públicos.
Un cargo para el que fue elegido gracias a la campaña que financió Marco Licinio Craso, el hombre más rico de Roma, y del que salió reforzado en popularidad. Al año siguiente, el 64 a. C. acabada su magistratura como edil, se presentaría al cargo de pontifex maximus, a la muerte de Quinto Cecilio Metelo Pío, un cargo solo reservado a miembros destacados de alto rango social y que hubieran desarrollado una larga carrera pública.
Según la Lex Domitia, el pontífice máximo era elegido por el pueblo; una ley que fue suprimida por Sila. Pero Julio se las ingenió para que Tito Labieno hiciera que estuviera vigente de nuevo. La popularidad de Julio era tal, que su máximo rival, Quinto Lutacio Catulo, intentó sobornarle con dinero para que abandonara. Soborno, que por supuesto no aceptó. Había también un tercer candidato, Publio Servilio Isáurico, con mucha más edad, servicios y distinciones, pero que a pesar de eso, parecía que nada tenía que hacer ante el apoyo que estaba recibiendo César. En aquellos días se corrió el rumor de que alguien intentaría atentar contra él. Así que el día de las elecciones, soltó a su madre la célebre e irónica frase: «Madre, hoy verás a tu hijo convertido en pontífice máximo o muerto».
No hubo atentado y sí un rotundo éxito de Julio César, consiguiendo más votos que sus dos oponentes juntos. El senado ratificó su victoria y para principios del 63 ya era máximo pontífice de Roma, abandonando su humilde casa en el barrio de la Subura para trasladarse a una domus pública junto al templo de Vesta.
Pero Julio César quería más y aprovechando su popularidad como pontífice máximo, a mediados del 63 presentó su candidatura para ser pretor, cargo que no le costó demasiado conseguir. A principios del siguiente año abandonaba el puesto de pontífice máximo para ser pretor urbano de Roma, el cargo más importante entre los pretores. Pero antes de acabar el año 63, el 20 de octubre, Cicerón, cónsul junto a Antonio Hybrida aquel año, hacía público algo que había descubierto su propia esposa: Lucio Sergio Catilina planeaba atentar contra los dos cónsules de Roma, y por lo visto, Julio César y Craso estaban implicados en el complot, o al menos quisieron implicarlos.
Catilina era un patricio revolucionario que había fracasado en las dos ocasiones que se había presentado para cónsul. Ahora pretendía dar un golpe de estado deponiendo a los dos cónsules y nombrándose cónsul a sí mismo. Según estudios recientes, parece ser que tanto Julio como Craso estuvieron implicados en la conspiración, pero ambos rehusaron seguir adelante y prefirieron distanciarse al saber que en los planes se contemplaba el asesinato de los dos cónsules. Catilina y sus hombres fueron hechos prisioneros y después de una severa acusación por parte de Marco Porcio Catón el Joven, condenados a muerte. Incluso llegó a apoyar la propuesta de Junio Silano, de ejecutarlos sin juicio previo. Hubo entonces que recordarles a ambos, que aquello iba en contra de las leyes de las XII Tablas, las leyes más antiguas y sagradas de Roma. Durante el juicio, a Julio se le quiso incriminar en la conjura, pero al no poder demostrarse su participación, en nada perjudicó su carrera política, y como ya se ha contado, en unos meses se convertiría en el pretor urbano de Roma.
El cargo de Pretor consistía en ocuparse de los asuntos entre ciudadanos, administrar justicia o promulgar leyes, entre otras funciones. Nada más tomar posesión de su cargo, al haber ganado las elecciones el año anterior, Julio César, aprovechando sus sobresalientes dotes oratorias, comenzó una política de ataques contra determinados miembros de los optimates que llevó hasta el límite los ya de por sí encarnizados enfrentamientos entre los dos partidos. La cosa llegó hasta tal punto que el líder optimate Catulo se presentó ante el tribunal que ahora presidía el pretor Julio César amenazando con iniciar una guerra civil si no se retiraban todas las acusaciones que contra su persona había hecho. Julio César, que veía que el asunto había llegado demasiado lejos, aceptó en retirar los cargos.
Pero los enfrentamientos continuaron en el senado, donde Julio y Catón llegaron a encararse violentamente, lo cual originó una vergonzosa batalla campal y la destitución de Julio como pretor. Las protestas en el Foro no tardaron en llegar y nuevamente la opinión del pueblo se puso del lado de César, por lo que, el senado tuvo que restituirlo en su cargo. No sería éste el último escándalo del año ni en lo profesional ni en lo personal. Julio se había vuelto a casar en el año 67. Su nueva esposa era nada más y nada menos que la nieta de Sila, su más fiero enemigo años atrás. Pompeya, así se llamaba la joven, era bella y encantadora, además de llevar una doble vida, aunque esto no está del todo demostrado. Lo que ocurrió fue que Aurelia, la madre de César, descubrió algo que provocó un verdadero escándalo en toda la ciudad, y finalmente el divorcia entre Pompeya y su hijo.
Cada año se celebraba la fiesta de la Bona Dea, en honor de la diosa de la virginidad y la fertilidad. Una fiesta a la que solo se les permitía acceso a las mujeres. Aquel año se celebró en casa de Julio César, el cual dejó vía libre a Pompeya para que hiciera de anfitriona y reuniera allí a sus amigas y él pasaría la noche fuera. A Aurelia no se le escapó que una de las supuestas amigas de Pompeya que se había colado en la fiesta y tocaba un arpa no era lo que parecía ser, sino un hombre disfrazado. En un principio no se le dio al asunto demasiada importancia, pues se pensó que se trataba de algún atrevido joven que se había colado a curiosear y gastar una broma. Pero al hacer algunas averiguaciones y descubrirse que el atrevido fue un aristócrata llamado Publio Clodio Pulcher y que sus pretensiones eran verse a solas con una de las allí presentes, las cosas fueron a más y pronto no se hablaba de otra cosa en toda la ciudad, pero cuando el escándalo estalló de verdad fue cuando se corrió el rumor de que la dama con la que quería verse era Pompeya, la esposa de Julio César.
César no quiso darle al asunto mayor importancia y quiso dar a entender que todo era una calumnia para ponerle en evidencia y desprestigiar su persona, pero sus enemigos no iba a dejar pasar la oportunidad de utilizar el escándalo en su contra. Julio, finalmente, repudió a su esposa y Clodio fue procesado. En el juicio se presentaron testigos que juraron que cuando ocurrieron los hechos se hallaba con ellos, lejos de la fiesta. Por otra parte, cuadno algunas de las mujeres que estuvieron allí aquella noche fueron interrogadas no pudieron asegurar que Clodio fuera el hombre que descubrieron disfrazado. Fue Ciserón, el que puso a Clodio entre la espada y la pared, cuando declaró que los testigos mentían, pues el aquel día, el acusado no podía estar con ellos lejos de la ciudad, pues estuvo entrevistándose con él.
Después de el jurado hubo deliberado emitieron su voto: Veinticinco lo declaraban culpable; treinta y uno inocente. «Éstos son los que se han dejado sobornar por el acusado», sentenció Ciserón. Por lo tanto, Clodio fue absuelto y a Julio César le preguntaron: «¿Por qué has repudiado a tu mujer?» Y fue en esta ocasión cuando pronunció aquella famosa frase: «La esposa de César no sólo debe ser honesta, sino que debe parecerlo.» A continuación, creyó que era un buen momento para desaparecer de Roma; y qué mejor manera de hacerlo que viajando a Hispania y ejercer allí su cargo de pretor.
El cargo de pretor incluía también la gobernación de las provincias, y Julio César fue enviado a la Hispania Ulterior, tierra que ya conocía bien tras haber estado allí como cuestor en el año 67. El sur de la península Ibérica se encontraba amenazada por las continuas incursiones de los pueblos lusitanos. Era la primavera del año 61 a. C cuando Julio llegó a Corduba (Córdoba), acompañado por Lucio Cornelio Balbo como prefecto fabrun (ayudante del general) y veinte cohortes (cada cohorte se componía de 480 soldados, por lo que, en total contaba con 9.600 hombres). A ellos sumó otros 12.000 que reclutó entre los hispanos. Iniciaba así su campaña contra los rebeldes lusitanos. Si la vez anterior en que Julio estuvo en Hispania lamentaba de que nada podía hacer en aquel lugar para aumentar su gloria, ahora tenía la oportunidad de hacerlo.
Su propósito era acabar con los focos de rebeldía y hacer de aquella provincia un lugar pacífico que sirviera de fuente de recursos para Roma, de los muchos de que disponía el sur de la península. Para ello había que ganarse la voluntad de la población y entre otras medidas comenzó por erradicar los impuestos aplicados tras la guerra contra Sertorio. Tampoco quería llevar a cabo cruentas campañas contra las comunidades hispanas, como habían hecho sus predecesores. Julio César prefería la diplomacia para así poder contar con el apoyo local, y utilizar la violencia solo en casos de extrema necesidad. Y fue así, como en pocas semanas, el nuevo propretor tuvo bajo control la mayoría de focos de resistencia.
Sin embargo, los pueblos al norte del río Tajo estaban menos romanizados y Julio César no lo iba a tener tan fácil con ellos. Según cuenta el historiador Suetonio, fueron los mismos hispanos los que pidieron ayuda al propretor para que acabara con las incursiones lusitanas. Los pueblos de la línea del Duero, además, se prestaron a dar refugio a los rebeldes del norte del Tajo, en vista de lo cual, a Julio César no le quedó más remedio que emprender campaña contra ellos. Después de rogar a los dioses en el templo de Hércules en Gades (Cádiz) emprendió camino con un formidable ejército rumbo a Lusitania.