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La batalla de Accio 

 

Comenzando el año 31 a.C. Octaviano fue nombrado cónsul por tercera vez. El otro cónsul, en sustitución de Marco Antonio sería un tal Marco Valerio Mesala Corvino. Juntos viajaron a Brindisi, acompañados de 700 senadores. Con un ejército de 80.000 hombres salió a enfrentarse a los más de 100.000 soldados de Antonio, que esperaban en Grecia. El primer golpe lo iba a recibir Antonio 800 kilómetros más al sur del golfo de Ambracia. La operación, con Agripa al mando, fue bastante arriesgada, ya que bajaron muy alejados de la costa para no ser vistos, y eso suponía exponerse a las grandes tormentas, que tanto habían castigado a las flotas de Octaviano en otras ocasiones, pero esta vez hubo suerte y llegaron a su destino sin ningún percance. La ciudad de Metone (actual Modona o Methoni) en la península del Peloponeso, que había sido fortificada por Marco Antonio, fue atacada y cayó en manos de Agripa.

La via Egnatia comienza en Albania para luego discurrir no muy lejos de la costa griega del mar Egeo, hasta llegar a Bizancio, actual Estambul. Un total de 1.120 kilómetros, construidos por los romanos alrededor del año 146 a.C., a base de losas de piedra y recubierta de arena, de los que todavía pueden verse muchos tramos en la actualidad. Estas carreteras eran de un gran valor estratégico y permitía a las legiones transportar con cierta comodidad sus maquinarias pesadas de guerra y desplazarse con una rapidez extraordinaria para la época. Una vez tomada la ciudad de Modona, Agripa subió por el mar Egeo hasta alcanzar la costa y desembarcar sus legiones, que a través de esta carretera se irían distribuyendo por el norte de Grecia. Agripa había conseguido ponerse a la retaguardia de Antonio sin ser visto y además, ahora los suministros desde Egipto estaban bloqueados; justo la estrategia que había planeado hacerle a Octaviano se la habían hecho a él.

Octaviano por su parte desembarcó y se dirigió a la colina de Mikhalitzi, donde montó su campamento, a unos ocho kilómetros al norte del canal del golfo donde se hallaba la flota de Antonio. No era un mal lugar, pues desde allí podían vigilar cada movimiento que los barcos de Antonio hicieran. El único inconveniente era que el agua quedaba demasiado lejos y había que traerla desde el río Louros que quedaba a algo más de un kilómetro de distancia. Aquello no pasó desapercibido por Antonio, que pronto envió tropas que bloquearon el acceso al agua. Pero las noticias que le llegaban a Antonio no eran buenas. Sus fortificaciones situadas en sitios estratégicos de Grecia iban cayendo. Muchos de sus aliados asiáticos se rendían o desertaban con facilidad. Había un problema añadido: de los casi 500 barcos que Antonio había reunido y resguardado en el golfo, solo podría utilizar la mitad, pues no había conseguido reclutar suficientes remeros, ni marinos con suficiente experiencia para manejar las naves. Y mientras intentaba encontrarlos, el tiempo pasaba y el bloqueo de suministros se hacía sentir. El golfo que le había servido de refugio se había convertido en una prisión; lo mejor sería salir de allí; pues ya no eran solo los asiáticos quienes desertaban.

Desde la costa se veían grandes humaredas; eran los barcos que Antonio no podía usar, que los incendiaban para que no cayeran en manos enemigas. Poco después dio la orden de desplegar velas. Esto era un sinsentido, si lo que se pretendía era hacer frente a las naves de Octaviano que había a la salida de la bahía, ya que, con velas desplegadas, los remeros lo tenían más difícil para maniobrar, y además, eran el elemento perfecto para lanzar flechas incendiarias. La explicación dada por Antonio fue que así podrían dar caza fácilmente a los barcos de Octaviano que pretendieran huir. Tan seguro estaba de derrotarlos. Pero a nadie se le escapaba que quienes querían huir a todo trapo eran ellos, una vez en alta mar. La reina Cleopatra navegaba en su propio barco, que destacaba sobre los demás por sus velas moradas. En el interior viajaban con ella su séquito y un gran tesoro, por lo tanto, navegaba en la retaguardia, junto a una escuadra que tenía como misión protegerla. Los planes de Antonio eran presentar batalla a la flota de Octaviano, que hacía tiempo que los esperaba, y poco a poco ir tomando rumbo sur, apenas los vientos les fueran favorables; las velas les haría ser más rápidos y no conseguirían atraparlos. Pero justo después de cruzar el estrecho, casi a punto de abandonar la bahía, apareció, como salido de la nada, Agripa y su flota que le cerraban la salida. Ahora sí estaba atrapado.

Una vez hubo vuelto Agripa, Octaviano delegó toda la operación en él, confiando en que esto le daría tan buen resultado como en Nauloco contra Sexto Pompeyo. Éste desplegó las galeras con unos 40.000 hombres a bordo (noventa hombres por barco), a lo largo de un kilómetro y medio en forma de media luna, quedando la salida del estrecho bloqueada. Antonio tendría que pelear si quería a salir. Pero de momento no lo intentaría y dejó la flota al ralentí y en punto muerto. La situación se mantuvo así durante una hora, quizá más. Frente a frente, nadie atacaba. Agripa y Octaviano sabían que si atacaban ellos, Antonio retrocedería hacia el interior del golfo para que le siguieran y fueran atacados por las catapultas apostadas a uno y otro lado del estrecho. Además, en una franja de agua tan estrecha, (solo 600 metros en algunos tramos) perderían la ventaja de la superioridad numérica. Antonio tuvo que dar el primer paso. La batalla daba comienzo. Antonio había contado desde el principio con aproximadamente 500 barcos, de los cuales solo salían del golfo unos 230. Octaviano contaba con toda la flota al completo, unos 400. Sin embargo, las galeras de Antonio eran más grandes y con más remeros, por lo que, probablemente eran tan maniobrables como las de tamaño inferior. Antonio por su parte dividió su flota en cuatro escuadrones. 20.000 hombres en total. Uno de esos escuadrones estaba formado por sesenta barcos, protegiendo a la reina Cleopatra. Y al tesoro. El resto del ejército, unos 50.000 hombres, quedaba al mando de Publio Canidio Craso, con la orden de que si la flota conseguía escapar, debían partir hacia Macedonia.

Antonio se dirigió a atacar el ala derecha, comandada por Octaviano, mientras Sosio se encargaría del ala izquierda, donde se encontraba Agripa. Plutarco nos cuenta lo siguiente sobre el curso de la batalla:

“Tres o cuatro barcos de Octaviano se agruparon en torno a cada uno de los de Antonio y la lucha se llevó a cabo con escudos de mimbre, lanzas, palos y proyectiles incendiarios, mientras que los soldados de Antonio también disparaban con catapultas desde torres de madera.”

La superioridad numérica de la flota de Agripa, permitió a éste ir avanzando y envolviendo peligrosamente a la flota enemiga. La reacción fue que los barcos de Antonio viraron en una dirección diferente para no quedar rodeados. La maniobra impidió que los rodearan, pero al mismo tiempo quedó debilitado el centro. Después de dos horas de dura batalla, Agripa había destrozado gran parte de la flota de Antonio; y sin embargo, habían conseguido traspasar el bloqueo a que los tenía sometidos. Y entonces, comenzó a soplar un fuerte viento; era lo que Antonio y Cleopatra estaban esperando. El escuadrón de Cleopatra, que había estado situado en un segundo plano sin entrar en batalla, se dirigió rápidamente hacia el punto central de la batalla, donde había quedado espacio suficiente para pasar sin ser molestados. Todos vieron cómo el escuadrón de la reina escapaba, las velas moradas de su buque insignia la delataba, pero nadie pudo detenerla. Por su parte, el buque donde luchaba Antonio, envuelto en una encarnizada lucha, tampoco podía seguirla, por lo que, Antonio pasó a otro barco que salió de allí echando leches. Todo había sido perfectamente planeado.

Mientras Cleopatra y Antonio escapaban con sus barcos escolta, la mayor parte de la flota seguía luchando, pero si las velas y el viento eran una gran ayuda para escapar, no lo eran en absoluto para maniobrar en una gran batalla, y al cabo de una hora, algunos terminaron rindiéndose a Octaviano, mientras otros se retiraron hacia el interior del golfo. Ningún barco intentó la persecución de Antonio, era inútil darles alcance sin velas. Sí podrían capturar a los que se habían adentrado en el golfo; pero de momento habría que esperar; el viento arreciaba, las olas se encrespaban, y caía la tarde; era mejor poner los barcos a buen resguardo y atender a los heridos. A la mañana siguiente, se pudo evaluar el resultado de la batalla. Octaviano había perdido 35 barcos y unos 2.500 hombres. Sobre los destrozos causados a Antonio no hay fuentes que den una cifra fiable y es de suponer que, para ellos mismo, en aquel momento, era muy difícil de contabilizarlos. Plutarco nos dice que fueron 5.000 muertos. Según Paulo Osorio, los muertos fueron 12.000 y otros mil heridos fallecerían más tarde. En cuanto a los barcos, Antonio perdió unos 350 barcos, entre 40 o 50 hundidos y el resto capturados. En las cifras de barcos hundidos, puede parecer que no son tan dispares entre uno y otro bando, y más teniendo en cuenta la diferencia de muertos; pero hay que tener en cuenta que los barcos de Antonio eran más grandes y robustos, con más tripulantes y más difícil de hundir. Demasiados muertos, en todo caso, muchos de ellos seguramente habían luchado en alguna ocasión en el mismo bando, pues eran igualmente legionarios romanos.

Los 140 barcos supervivientes de Antonio se rindieron a Octaviano, pero había todavía un ejército de 50.000 hombres que habrían marchado a Macedonia para encontrarse de nuevo con su comandante. No fue así. Canidio Craso, en principio, quiso cumplir con su palabra, pero sus hombres insistieron en saber cuál había sido el resultado de la batalla y ver a Marco Antonio. Cuando la verdad fue saliendo a la luz, se corrió la voz de que los había abandonado por ir detrás de la reina egipcia, como siempre. Canidio se dio cuenta de que sus hombres no querían estar de parte del perdedor y negoció la rendición con Octaviano, que accedió a no tomar ninguna medida de represión contra ellos. No obstante, hubo algunos oficiales que desertaron antes de la rendición, por seguir fieles a Antonio.

La pareja llegó sana y salva al puerto de Paretonio, a unos 300 kilómetros de Alejandría. Desde allí mandó patrullas que debían contactar con las legiones de Canidio, pero no hubo tal contacto y pronto Antonio se dio cuenta de la traición, por lo que entró en una profunda tristeza. Cleopatra fue enviada a Alejandría y Antonio quedó solo. Tal como escribió Plutarco, “disfrutó de toda la soledad que pudo desear”. Los barcos de la reina llegaron adornados de tal manera que pareciera que volvían de ganar la gran batalla. Y para que no se supiese la verdad, todo aquel que Cleopatra creía que no era de fiar fue asesinado.

Octaviano disponía ahora de más soldados de los que necesitaba (y de los que podía pagar) y algunos miles, los de mayor edad, fueron licenciados y enviados a sus casas. De momento no recibirían tierras ni dinero, como era la costumbre, pues las arcas estaban vacías. Esto hizo que en Roma pronto hubiera disturbios, por lo que Agripa fue enviado a controlar la situación. Mientras tanto Octaviano ponía orden en Asia confirmando en sus tronos a aquellos reyezuelos que habían visto peligrar su puesto tras el anuncio de Marco Antonio, cuando repartió los territorios entre sus hijos; ganándose así su fidelidad.

Octaviano fue requerido en Roma, pues las revueltas que provocaron los licenciados amenazaban con írseles de las manos a Agripa. Posiblemente había alguien más detrás de aquellas revueltas y lo que pretendían era precisamente que Octaviano volviera para atentar contra él, pues poco antes de su llegada, Mecenas descubrió un complot para asesinarlo. Detrás del plan estaba el hijo del ex triunviro Lépido y sobrino de Marco Bruto, que fue sentenciado a muerte. Posiblemente este complot esté relacionado con el que menciona Dión, cuando habla de que Antonio y Cleopatra conspiraron para asesinar a traición a Octaviano. ¿Llegaron a contactar con el joven Lépido? Nunca lo sabremos.

Mientras tanto, Antonio llegó a Alejandría, pero ya no era feliz, ni siquiera junto a Cleopatra, y cayó en una tristeza tal, que decidió irse a vivir solo a la isla de Faros, junto al gran Faro de Alejandría. Pero Cleopatra no quiso abandonarlo en su tristeza y el 14 de enero del año 30 a.C. para su cuarenta y cuatro cumpleaños, le preparó una espléndida fiesta. Se le unieron muchos amigos, y a partir de entonces, las fiestas y cenas se sucedieron sin parar. Pero el invierno pasó, y la pareja sabía que con la llegada de la primavera Octaviano marcharía contra ellos. Sabían que estaban solos. Sus ejércitos les habían abandonado y los reyezuelos asiáticos ahora apoyaban a su enemigo. No tenían ninguna posibilidad. Quizás, si escapaban a otra parte. Hispania era una posibilidad. También Arabia. Pero eso significaba abandonarlo todo y renunciar a su mundo; mejor negociar; y si eso fallaba, se prepararían para resistir hasta las últimas consecuencias. Habían salvado el tesoro y con eso podían reclutar un nuevo ejército y construir en unos meses una nueva flota. Así se lo propuso Cleopatra y así lo haría. Y para levantar el ánimo de los egipcios, se celebró una gran ceremonia donde Cesarión de 16 años y Antilo, el hijo mayor de Antonio y su anterior esposa Fulvia (la malvada), fueron declarados mayores de edad.

Octaviano recibió a los enviados egipcios que traían varias propuestas de paz, y las escuchó todas, pero no aceptó ninguna. Y tal como estaba previsto, para la primavera, todo estaba listo para atacar de nuevo a Antonio, o mejor dicho, a la reina de Egipto, pues contra ella se había declarado oficialmente la guerra. Agripa quedó esta vez atrás, pues Octaviano había previsto no encontrar demasiada resistencia. Cuando Antonio fue informado de que Octaviano marchaba a través de Siria y se acercaba a la frontera egipcia, reaccionó poniéndose al frente de la flota que de nuevo había aumentado con los barcos de nueva construcción y se dirigió a Paretonio, donde pensaba hacerse de nuevo con las legiones de uno de sus antiguos generales. Pero no hubo suerte y su flota fue incendiada mientras estaba atracada en el puerto. Todo había salido mal. A continuación, tal como había previsto, Octaviano marchó sobre Egipto sin encontrar demasiada resistencia, hasta entrar en Alejandría. Sin embargo, Antonio estaba dispuesto a verder cara su piel y se dirigió apresuradamente a Alejandría con sus tropas. En las afueras de la ciudad aniquiló a un destacamento de caballería. Eso lo animó de tal manera que creyó que podría enfrentarse de nuevo a Octaviano. Entró al palacio y abrazó a Cleopatra, luego le hizo saber que al día siguiente pensaba lanzar un gran ataque contra el enemigo. Pero en el fondo, él sabía que no conseguiría vencer. Mientras cenaba aquella noche, les hizo saber a cuantos le rodeaban, que no esperaba sobrevivir a la batalla.

Si hacemos caso a la leyenda, aquella noche muchos alejandrinos fueron testigos de cómo el dios Dioniso, con el que se identificaba Antonio, abandonaba la ciudad entre música y un gran jolgorio. Era lo que le sucedía a toda ciudad asediada, que sus dioses la abandonaban y se pasaban al enemigo. De ello debían estar convencidos los soldados de Antonio, pues a la mañana siguiente, nada más comenzar la batalla naval todos los barcos se rindieron y se pusieron de parte de Octaviano. Entre las legiones de tierra pasó algo parecido y las que no se pasaron a las filas de Octaviano desertaron y huyeron. Antonio quedó desolado. Luego montó en cólera. Se cuenta que gritó y que acusó a Cleopatra de haberle traicionado, y que ella, horrorizada corrió a esconderse y ordenó que se corriera la voz de que estaba muerta. A Antonio solo le quedaba una salida; se fue al palacio, entró en su habitación y se quitó la armadura; luego pidió su ayudante que lo apuñalase. Pero su ayudante se negó, se dio la vuelta y se apuñaló a sí mismo. Lo intentó con los esclavos, pero todos rehusaron; nadie quería complacerle, dándole una muerte honrosa. Tendría que hacerlo él mismo. Cogió su espada y se la clavó en el estómago.

Antonio se desplomó encima de la cama, pero no consiguió su propósito de quitarse la vida. El dolor de la herida lo atormentaba y suplicó a los que le miraban para que acabaran con su sufrimiento, pero todos abandonaron la habitación. Cleopatra fue informada de inmediato de lo sucedido y ordenó que lo trajeran hasta su escondite. Tenía miedo de ser encontrada, no solo por Antonio después de sus amenazas (en caso de ser ciertas) sino por las tropas de Octaviano que ya campaban por la ciudad. Se había escondido en un mausoleo en los jardines del palacio. No quiso ni siquiera abrir la puerta, y esto fue lo que probablemente terminó de matar a Antonio, pues, según Plutarco, fue subido hasta una ventana con ayuda de cuerdas. Cuando estuvo entre sus brazos, la reina escenificó una tradición entre las mujeres viudas, consistente en golpearse la cara, arañarse los senos y mancharse la cara con sangre de la herida. Todavía le dio tiempo a Antonio a pedir que le sirvieran una copa de vino; y mientras bebía le pidió tranquilidad a Cleopatra. Luego expiró. Uno de los guardaespaldas de Antonio le llevó a Octaviano la espada manchada de sangre. Cuentan que se retiró a su tienda y lloró. También cuentan que siempre reprimía sus sentimientos, y que la única vez que le vieron llorar, hasta ahora, fue siendo muy joven, al recibir la noticia de que su tío, Julio César, había sido asesinado. Es sabido que a su tío le tenía gran cariño. Pero, ¿por qué lloró Octaviano por Marco Antonio? Podría deberse a la liberación de una tensión acumulada durante años. Otros podrían encontrar otra explicación, como la admiración mutua entre oponentes, a pesar de ser enemigos. Julio César lloró por Pompeyo; sin embargo, es difícil, después de todo lo que hemos visto, pensar que Octaviano sintiera un mínimo de admiración por su oponente.

No tardaron en encontrar a la reina que quedó presa en el interior del mausoleo y donde llegó a enfermar. Mientras tanto, Octaviano paseaba por Alejandría, que en aquella época tenía casi un millón de habitantes, aproximadamente los mismo que Roma. Pero Alejandría era mucho más hermosa y Octaviano admiraba y envidiaba una belleza que quería para la capital del imperio, mucho más destartalada y caótica, a pesar de las últimas reformas que encargó realizar. No dejó de visitar la tumba de Alejandro Magno, muerto a los 33 años, la misma edad que tenía ahora él. Y más tarde fue a ver a la reina, a la cual había conocido quince años antes, cuando fue a Roma a visitar a Julio César, su tío. Desde entonces, quizás había cambiado bastante, y mucho más en los últimos días, si consideramos las palabras de Plutarco:

“Ella había abandonado su lujoso estilo de vida y yacía en un jergón, vestida solo con una túnica. Cuando él entró, ella se levantó de un salto y se echó a sus pies. Estaba despeinada y tenía cara de loca, con los ojos entrecerrados y la voz temblándole incontroladamente.”

Cleopatra estaba desesperada por salvar su vida y contó a Octaviano que ella nada tuvo que ver con la guerra, que solo fue una víctima de Antonio que la obligó a darle dinero. Pero él dijo no creerla y entonces ella le pidió clemencia. Octaviano se marchó. Días después, Cleopatra, de 39 años de edad, fue encontrada muerta, según Plutarco, sobre un diván dorado, vestida con sus atuendos reales, mientras sus dos damas yacían moribundas cerca de ella.

Según la leyenda, Cleopatra hizo que le trajeran un áspid, una cobra egipcia. Se la llevaron en una canasta, luego ella extendió su brazo y se dejó morder. Este es el final que la literatura y el cine romántico nos ha mostrado, después de que Marco Antonio perdiera la vida entre sus brazos. Pero, ¿cuánto hay de cierto en este trágico final? Dión Casio nos dice que: “nadie sabe con certeza cómo murió”. ¿Tuvo algo que ver Octaviano con su muerte? Según nos cuenta el académico británico Anthony Everitt, probablemente sí tuvo algo que ver. Las fuentes antiguas dan a entender que Octaviano estaba interesado en que la reina viviera para llevarla como trofeo en su paseo triunfal por Roma. Otros sin embargo piensan que la prefería muerta, pues llevarla a Roma a desfilar como trofeo le hubiera aportado mala fama. Por otra parte, ejecutar a una mujer no estaba bien visto, así que había que buscar la manera de que se quitara la vida ella sola. Octaviano le había prometido que la dejaría vivir, pero no le aclaró qué calidad de vida llevaría a partir de ahora. Un guardián llamado Dolabela le daría los detalles. El tal Dolabela, mucho más jóven que ella, supuestamente se había enamorado nada más verla y le informó de los planes que Octaviano tenía para ella: llevarla a Roma y exhibirla como trofeo para luego encerrarla de por vida en una celda. La reina prefirió quitarse la vida. Sin embargo, Dolabela solo era un infiltrado que cumplía órdenes de su jefe supremo, Octaviano, que conseguía así quitarse un mochuelo de encima sin que nadie pudiera culparlo de su muerte. Todo son, por supuesto, suposiciones, que no tienen nada de descabelladas, teniendo en cuenta que no le convenía dejar cabos sueltos, como podemos comprobar en las sentencias de muerte de Cesarión y el hijo mayor de Antonio. Ambos eran muy jóvenes, apenas 17 años. Ejecutar menores de edad estaba aún peor visto que ejecutar mujeres, pero el mismo Antonio se había encargado de sentenciarlos al nombrarlos mayores de edad oficialmente.

«No es conveniente la policesarie», le dijo a Octaviano un consejero. Es una frase de Homero que realmente decía que no era conveniente la policoiranía, es decir, que no hubiera más de un caudillo, o traducido a nuestros días, que no haya dos gallos en el mismo corral. El consejero, dada la circunstancia, aunque parafraseaba a Homero, convirtió la palabra policoiranía en policesarie, para advertirle de que no le convenía la concurrencia de dos césares. La advertencia del consejero fue tenida en cuenta, por lo tanto… Cesarión y el hijo de Antonio fueron enviados a reencontrarse con sus padres, allá por la morada de Júpiter

Imperator Caesar Augustus 

Octaviano regresó a Roma a finales de agosto del año 30 a.C. El nombre de Marco Antonio fue borrado de todos los registros estatales y sus estatuas retiradas. Querían que pareciera que nunca había existido. Sin embargo, Octaviano quiso dar ejemplo de ser misericordioso y perdonó a muchos de sus enemigos, tal como hizo su tío. Aunque no a todos, a pesar de que él mismo, en su autobiografía diga que perdonó a todos cuantos pidieron clemencia. El senado acogió con elogios al que ahora era un héroe, y en general, toda Roma estaba contenta de que por fin la guerra acabara. Los poetas adornaron la victoria y se volcaron con Octaviano, en especial, su amigo Mecenas. En la actualidad, algunos historiadores ven desmesurada y hasta caricaturesca aquella corriente de adulaciones hacia Octaviano, pues no ven su victoria sobre Antonio como una hazaña heroica, sino más bien una serie de acontecimientos que le favorecieron. Antonio no pudo organizar debidamente su flota y por tanto a Octaviano le fue muy fácil enfrentarse a él. Ni siquiera hubo una batalla completa sino una huida. Y para colmo, sus ejércitos de abandonaron. Así es como lo ven.

Sin embargo, nadie debe quitarle sus méritos a Octaviano. Se enfrentó a Antonio con un ejército inferior y con unas galeras, si no inferiores en número, sí en tamaño. Que Antonio no consiguiera suficiente tripulación para su flota solo pone de relieve su ineptitud para organizarse, a pesar de que Octaviano le dio más tiempo del que él esperaba. Quizás llevaba razón el difunto Cicerón, a quien él mismo asesinó. De haber vivido, quizás hubiera hecho algún comentario ácido, como que no tuvo tiempo de organizar su flota por estar muy ocupado en cualquier taberna. Y quizás por esa misma razón no supo ganarse a sus tropas para que le fueran fieles, cosa que sí supo hacer desde muy joven su rival.

Es posible que todos estos detalles no preocuparan lo más mínimo a los habitantes de Roma; para los ciudadanos romanos, lo que más importante era lo que por fin parecía haber conseguido Octaviano, el final de las guerras civiles, la paz de fronteras para adentro. Y ese sí que es un mérito que nadie le negó en aquel entonces, ni ahora. En Roma todos sentían una gran alegría, mucho más intensa cuando se dio a conocer el tesoro que trajeron de Egipto, un inmenso botín que aliviaría de una vez por todas las penurias de las arcas del estado. Paz y alivio para el fisco romano, era para estar contentos. Y por eso Octaviano se vio adulado y recompensado con todo tipo de agasajos y detalles en forma de cánticos y poemas por parte de la plebe y honores por parte del senado. Celebró, por supuesto, sus correspondientes desfiles triunfales, un triunfo por la victoria de Accio, otro por Egipto y un tercero por su exitosa campaña sobre Dalmacia unos años atrás. Durante estos desfiles, estuvieron a su lado dos adolescentes, Cayo Claudio Marcelo, de catorce años, hijo de su hermana Octavia, y Tiberio Claudio Nerón, hijo mayor de su esposa Livia, de trece años. Él no había tenído hasta el momento ningún hijo con ella, por lo que, era hora de pensar en un sucesor y por eso tenía especial interés en la formación de los muchachos. Es lo que había hecho con él Julio César.

El 1 de enero del año 27 a.C. Octaviano inauguraba su séptimo consulado y Agripa su tercero. Tenía 36 años. Durante los idus (día trece de enero) pronunció en el senado el que se cree fue el discurso más importante de su vida. Sabía que su tío había sido amado por muchos, pero también odiado por otros; odio que le llevó a la muerte. Por eso él quería ir por otro camino diferente al de la dictadura o consulado vitalicio. Y por eso, una vez cumplido su propósito de vengar su muerte, acabar con los enfrentamientos civiles y restituir la república, creía que era conveniente devolver todos los poderes al Pueblo y al Senado. Y así lo anunció aquel día. Algunos senadores gritaban vítores a Octaviano y otros callaban incrédulos ante lo que estaban oyendo, para más tarde suplicarle que permaneciera a la cabeza del Estado. Y después de hacerse mucho de rogar, terminó aceptando. En agradecimiento, le fueron concedidos nuevos honores y un cognomen especial. Se barajó el nombre de Rómulo, pero nadie olvidaba que, según la leyenda, se había autoproclamado rey y por este motivo había sido asesinado. Augusto, que significa “venerado”, fue el nombre elegido. También se le autorizaba a utilizar el título Imperator como nombre de pila permanente. Por lo tanto, a partir de ahora su nombre pasaba a ser Imperator Caesar Augustus. Emperador César Augusto.

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