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En enero del 32 a.C. son nombrados dos nuevos cónsules; siendo la costumbre, desde que gobernaban los triunviros, que se hiciera equitativamente, es decir, que una vez fueran partidarios de Octaviano y la siguiente de Antonio. Sus nombres eran Cneo Domicio Ahenobardo y Cayo Sosio; y eran partidarios de Antonio, del cual habían recibido una carta para que la leyeran en el senado. Pero no lo hicieron. Dión escribió:
«Domicio y Sosio eran extremadamente fieles a Antonio, pero se negaron a dar a conocer la carta a todo el mundo.»
Eso solo podía significar que la carta, que pretendía exponer la causa de Antonio de una forma contundente, solo contenía bravuconerías; quizás hacía una descripción orgullosa de su recién anexionada Armenia y de su futura conquista parta, gracias a la incondicional ayuda de Cleopatra. Tales declaraciones hubieran empeorado las cosas contra él, que por lo visto no estaba al tanto de la mala propaganda que tenía en aquellos días por Roma su amada Cleopatra.
En vez de eso, Sosio decidió que lo mejor era hacer un discurso en el que defendería firmemente a Antonio, viniendo a decir que si había una verdadera amenaza contra la paz, no era por parte de Antonio, sino de Octaviano, que era el único en dar muestras de agresión contra su colega. Por todo ello, los nuevos cónsules presentaban una moción de censura contra él, que no se encontraba en aquellos momentos en Roma. La moción fue vetada por los amigos de Octaviano y no prosperó. El ex triunviro, pues al expirar los acuerdos ya había dejado de serlo, se hallaba de aquí para allá reclutando tropas y haciendo los preparativos para lo que se avecinaba, y cuando llegó a sus oídos que los nuevos cónsules habían arremetido contra él en el senado, hizo su particular “cruce del Rubicón” y entró en Roma como toro que corre por un tejado. Convocó un pleno, donde acudieron los senadores con la sensación de que en el cielo pronto aparecerían espesos nubarrones; aquello ya se había vivido antes en Roma. No faltaron, por supuesto, los dos cónsules, quizás maldiciendo el día en que fueron nombrados para ese cargo, y arrepintiéndose de haber cargado contra aquel joven impredecible cuando la mala leche le subía hasta sus cuotas más altas.
Y Octaviano apareció, tal como cuenta Dión «rodeado de un cuerpo de guardaespaldas formado por soldados y amigos, que llevaban dagas escondidas. Sentado en su escaño entre los cónsules, habló largamente y en términos moderados en su propia defensa y lanzó acusaciones contra Sosio y Antonio». Al terminar de hablar, la tensión se podía palpar; y tal como continúa contando Dión: «los cónsules no se atrevían a responder y tampoco podían seguir en silencio». Así que salieron discretamente del senado para escapar de Roma en secreto. De los mil senadores, escaparon junto a ellos entre trescientos o cuatrocientos. Tal como hace años hicieran Pompeyo y sus seguidores. Juntos zarparon rumbo a Asia para reunirse con Antonio. Los huidos no eran mayoría, pero tampoco estaba claro que todos los que se quedaron fueran partidarios de Octaviano. En cualquier caso, él dejó claro que todo el que quisiera marcharse era libre de hacerlo. En ese momento, todos fueron conscientes de que había que considerar seriamente qué partido tomar. Una nueva guerra civil se cernía sobre Roma. Sí, desde luego que esta situación ya se había vivido, y no hacía tanto tiempo.
Cleopatra estaba furiosa. Todos los planes de invadir Partia se habían ido al traste por culpa de Octaviano, que ya se había comportado impertinentemente enviando a su hermana a Egipto; y ahora la ponía de vuelta y media hablando pestes de ella en todo el Imperio. Su rabia era tal, que había tomado la determinación de acompañar a Antonio en la guerra contra su colega, y por más que éste la quiso convencer de que desistiera de semejante idea, al final tuvo que ceder y nombrarla co-generala de sus legiones y demás tropas que se iban uniendo al ejército. Aquello fue tomado como un insulto y todos aconsejaron a Antonio de que la devolviera a Alejandría. El más despiadado fue Herodes, rey de Judea, que también fue convocado por Antonio. Herodes, que odiaba a muerte a Cleopatra por asuntos que se remontaban muchos años atrás, aconsejó a Antonio que la ejecutarla y se adueñara de Egipto. Antonio hizo como que no había oído el consejo, pero se dio cuenta de que Cleopatra estaba demás en aquel lugar y se planteó la idea de mandarla de vuelta a casa. Pero Cleopatra era dura de roer y tuvo que aguantarse con su presencia, por lo que no tardaron en circular rumores de que se dejaba dominar por ella y que incluso le temía.
Mientras tanto Octaviano, lo tenía todo listo, pero decidió no hacer nada. Quería que Antonio diera el primer paso para que nadie pudiera decir que fue él el agresor. Algo poco convincente, cuando todo el mundo sabía que le había provocado hasta la saciedad. Esta actitud, en realidad era una pérdida de tiempo que le podía costar cara, pues sabiendo el lugar donde Antonio estaba acumulando las tropas, hubiera sido importante que él se le adelantara y ocupara posiciones. Pero a Octaviano le salió un nuevo problema, el número de soldados y barcos que, según sus informadores, podría llegar a acumular. Necesitaba aumentar el número de legiones y barcos, y para eso necesitaba dinero urgentemente; todo el dinero que se había gastado en reformar la ciudad; recaudar impuestos era la única manera de conseguirlo. Esta decisión haría que los esfuerzos por ganarse la simpatía de los ciudadanos cayeran en saco roto. Hubo protestas y disturbios. La gente estaba cansada de ser exprimida para costear una guerra tras otra. Pero una serie de acontecimientos iba a ponerlo todo a favor de Octaviano. Para empezar, la noticia de que Cleopatra en persona iba a estar al frente del ejército compuesto tanto por asiáticos como por romanos, hizo que la gente se lo tomara como un intento de invasión extranjera, además de un insulto. Seguidamente llegó otra noticia mucho más escandalosa: Antonio se divorciaba de Octavia en favor de una reina extranjera; toda una ofensa imperdonable. La gente comenzaba a dar por bien empleado el dinero que Octaviano les pedía. Pero lo mejor estaba por llegar.
Lucio Munacio Planco había sido gobernador de la Galia, nombrado por Julio César. También llegó a ser cónsul por dos veces y nombrado por Antonio gobernador de Asia y desde entonces fue un fiel asesor de éste. Y como no podía ser de otra manera, Planco se unió a Antonio en la guerra que se avecinaba. Pero cuentan que lo recibió fríamente, señal de que había tirantez entre ambos por alguna causa que desconocemos. No se sabe si fue esta actitud de Antonio o la certeza de que no ganaría esta guerra, o puede que incluso no viera con buenos ojos el tema de que Cleopatra estuviera tan implicada en el conflicto, lo que hizo que Planco se escabullera en secreto y pusiera rumbo a Roma. Nada más llegar se presentó ante Octaviano. ¿Qué pretendía Planco? El desertor puso a Octaviano al corriente de todo lo que acontecía en el golfo de Ambracia y toda la costa que lo rodea; una información que le vendría muy bien para organizar su estrategia. Pero aquella información, aunque muy valiosa, no era nada comparado con lo que aún tenía que contarle. Por lo visto, siendo asesor de Antonio, conocía algunos secretos de sus más preciados secretos. Uno en especial, que se convertiría en un gran revés para Antonio.
El mensaje enviado a las Vírgenes Vestales tuvo como respuesta una negativa a entregar lo que a ellas había sido confiado. No podía esperarse otra cosa de una mujeres que habían consagrado a la diosa Vesta. Lo que a ellas se confiaba, se consideraba seguro, pues nadie osaría nunca profanar su templo para robárselo. ¿Nadie? Octaviano se presentó ante ellas y les exigió el documento. Nadie está seguro del modo en que lo consiguió. Pudo ser saqueando el templo o pudo ser amenazando a las vestales, pero Octaviano salió de allí con lo que había ido a buscar. Primero leyó el documento a solas y luego se presentó ante el senado dispuesto a leerlo en público. Era el testamento de Marco Antonio, solamente él y Planco sabían dónde se encontraba. Ahora se había convertido en un arma letal contra Antonio. El senado, al enterarse de la forma en que lo había conseguido, montó en cólera contra Octaviano, pero nada más comenzar a leerlo, se fueron aplacando. La humillación sufrida por las vestales, bien podía ser soportada a cambio una información que toda Roma estaba en su derecho de conocer. ¿Qué era aquello tan importante que contenía el testamento de Antonio? Pues allí venía a confirmarse ni más ni menos que todo lo que se sospechaba de él, firmado por su puño y letra. Antonio repartía su herencia, no solo entre los hijos que tuvo con Octavia y con su anterior esposa, sino también entre los hijos que tuvo con Cleopatra. Además, dejó escrito que Cesarión era hijo legítimo de Julio César. La guinda la puso con su deseo de ser enterrado en Alejandría. El revuelo que armó la lectura del testamento fue descomunal. Aquello era un escándalo intolerable, Antonio había ido cambiando a lo largo del tiempo hasta convertirse en un oriental; Cleopatra lo había hechizado. La mayoría de seguidores de Antonio se volvieron ahora en su contra y votaron para que no fuera elegido para el consulado que se había acordado concederle al año siguiente.
Octaviano tenía vía libre para declarar la guerra, pero no contra Antonio, no contra otro romano por muy asiático que se hubiera vuelto; no podía declararse otra guerra civil. Cleopatra se lo había puesto en bandeja al ponerse al frente de sus tropas y al ser éstas en buena parte asiáticas. La guerra debía declararse contra ella. Había una ceremonia para estos menesteres. Frente al Campo de Marte, dios de la guerra, había unos terrenos declarados oficialmente extranjeros. En ellos se alzaba la columna bellica (columna de la guerra). Unos sacerdotes sacrificaban un cerdo y con su sangre manchaban unas lanzas que luego arrojaban a este terreno. Finalizada la ceremonia la guerra ya estuvo declarada oficialmente contra Egipto.
Marco Antonio tenía resguardada sus naves en el golfo de Ambracia, situado en el mar Jónico, en el suroeste de Grecia. El promontorio de Accio es una lengua de tierra arenosa que se extiende justo en el estrecho que da entrada al golfo, y es frente a estas costas donde se va a dar la batalla. Durante el verano y otoño del año 32 a.C. Antonio había estado transportando tropas, distribuyendolas por los territorios que circundan este golfo. Además, también había llevado algunas legiones a la isla de Creta y a la provincia de Cirenaica, cerca de Egipto. Según la distribución de la flota y las tropas, hoy se intenta dar una explicación a la estrategia que quería seguir Marco Antonio. Al dejar el norte de Grecia libre, parece como si quisiera dejar deliberadamente que Octaviano entrara sin ninguna oposición. Seguidamente, podría subir con su gran flota, mucho más numerosa, hacia el norte y lograr un bloqueo que impidiera entrar grano procedente de Egipto en Italia, mientras el ejército de Octaviano quedaba atrapado y siendo hostigado en Grecia. Antonio disponía de tiempo y dinero para ir desgastando lentamente a Octaviano, ya que sabía que no disponía de muchos recursos. Atrapado en Grecia le iba a ser muy difícil reclutar tropas, y en Roma, sin grano, lo iban a pasar muy mal. ¿Le saldría bien su estrategia a Antonio?