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Fotograma de la serie Roma, HBO |
La exhibición de Octaviano
Octaviano sabía que Antonio se repondría del desastre, toda vez que contaba con el dinero de Cleopatra. Volvería a intentar, como así lo hizo, la conquista de Partia. De momento había atacado Armenia y la había declarado provincia romana. El rey armenio, por lo visto, se había puesto del lado de los partos. Esta nueva provincia, aunque Antonio no tuvo ninguna dificultad para adherirla al Imperio y no levantó demasiado entusiasmo en Roma, no dejaba de ser un mérito para Antonio. No le convenía, pues, a Octaviano, quedarse demasiado tiempo pegado al sillón en Roma. Tenía que moverse un poco para conseguir algunos méritos que lo alzasen como un buen general. Los platos rotos los iban a pagar los ilirios. Illyricum era un territorio salvaje cubierto de tupidos bosques en la costa oriental del mar Adriático. Fue declarada provincia romana allá por el 229 a.C. Los romanos marcharon sobre ella y se la apropiaron, pero nada más, pues los ilirios jamás se sometieron. Con la excusa de haber sido vistas varias embarcaciones ilirias sospechosas de ser una amenaza cerca de la costa italiana, Octaviano había decidido ahora, que había que poner orden y someter a aquellos salvajes. Aquella guerra también le daría la excusa para no enviarle ninguna legión; él, Octaviano los necesitaba en Illiria. Porque, Octaviano se estaba temiendo que el propio Antonio se presentase en Italia a reclamar tropas, algo que estaba en su derecho de hacer, y nadie podría negárselo.
Octaviano no reparó en recursos y se lanzó con tres flotas y dos ejércitos contra las costas de de Illiria. Las flotas tenían la misión de acabar con la piratería en los puertos ilirios. Uno de los ejércitos atacaría a las tribus de Panonia en el noroeste. El otro, comandado por Octaviano, se dirigió el valle del río Colapis, en el sudeste. Las tribus que iban encontrando a su paso iban rindiéndose sin demasiada dificultad, pero al llegar a Metolum, las cosas iban a ser diferentes. La ciudad estaba rodeada de fuertes murallas, y allí tuvieron que emplearse a fondo. Las rampas de tierra que quisieron construir se hundían, pues los ilirios cavaban túneles debajo. Las torres de asalto eran incendiadas. Luego se levantaron dos montículos de tierra y desde ellos se extendieron pasarelas de madera hasta las murallas. Y fue aquí donde Octaviano dio otra exhibición de coraje y valor. Ya lo hemos dicho en más de una ocasión; que no era un excelente general, pero en ocasiones de gran peligro parecía desafiar a la mismísima muerte. Algunas pasarelas se habían hundido o las habían desmantelado los ilirios. Solo quedaba una y nadie se atrevía a pasar por ella. Octaviano observaba desde una torre de madera, desde donde dirigía las operaciones. Al ver que nadie cruzaba, bajó y se puso al frente. Le acompañaba su inseparable Agripa. Dándo gritos de ánimo, Octaviano fue el primero en adentrarse en la pasarela, y detrás toda la tropa. Demasiados hombres a la vez, las tablas no resistieron el peso y se hundieron. Octaviano se rompió una pierna y los dos brazos, pero sobrevivió y dio los ánimos suficientes para que se extendieran más pasarelas y las legiones tomaran la ciudad. La hazaña tuvo un gran valor propagandístico en favor de Octaviano. Se hablaba y se hacían comparaciones con los grandes generales que arriesgaban su vida poniéndose a la cabeza de situaciones tan peligrosas como el asalto a las murallas de una ciudad, cosas así solo se habían visto entre los más audaces, como Alejandro Magno, nada menos. El propio historiador Livio escribiría que «la belleza de Octaviano se realzó con la sangre y la dignitas del peligro en el que se encontró». Justo la propaganda que andaba buscando.
Pasó algún tiempo, y Marco Antonio parecía como si hubiera decidido quedarse para siempre en Egipto, junto a cleopatra, que dio a luz su cuarto hijo, el tercero de Marco Antonio. Por Roma se corrió el rumor de que se habían casado, a pesar de que la bigamia no estaba bien vista entre los romanos. Los historiadores no ven probable que este matrimonio se llevara a cabo aunque sí hay constancia de una ceremonia de este tipo, pero se cree que no fue más que un acto simbólico de unión entre el dios Dioniso, al cual se asociaba Antonio, y la diosa Isis, asociada con Cleopatra. Sea como fuere, las relaciones entre ambos eran más estables que nunca y Antonio se había convertido de facto en monarca Egipcio. Tan bien parecía encontrarse en aquel país, que ni siquiera fue a Roma a celebrar la conquista de Armenia. En vez de eso, organizó una procesión triunfal y entró en Alejandría en su carruaje, precedido se prisioneros armenios. La puesta en escena fue de lo más exótica. No quiso en ningún momento imitar un triunfo, ni siquiera iba vestido de general. Iba ataviado con una toga dorada y una corona de hiedra, representando al dios Dioniso. Su bastón era de hinojo, rematado por una piña de pino y forrado de vid. Su carruaje también era una imitación del representado en las esculturas de este dios, tirado por leopardos y panteras. Cualquiera diría que Marco Antonio se había vuelto loco de remate; y quizás fuera así, pero lo cierto es que a los habitantes de aquellas tierras les agradaban aquellas algarabías, y que sus gobernantes se identificaran con los dioses les hacía sentirse más protegidos.
En Roma, sin embargo, pensaban que quien lo había vuelto loco eran el vino, con cuyo dios se identificaba, y Cleopatra, que ejercía una gran influencia sobre alguien que ya padecía una gran dependencia sobre esta bebida. La noticia sobre la victoria celebrada en Egipto no gustó nada a nadie. Nunca antes se había celebrado un triunfo fuera de Roma; y aquello iba a utilizarlo Octaviano para criticar con dureza a su rival.
Las donaciones de Alejandría
Loco o cuerdo, el caso es que Marco Antonio dependía del dinero de Egipto si quería continuar con la guerra parta, por lo tanto, no le bastaba con vivir plácidamente al lado de su amante Cleopatra y tenerla contenta, había que ganarse al pueblo también. El desfile tras la conquista de Armenia no era suficiente. Puede que aquello fuera divertido, pero, ¿qué ganaban los egipcios con unas guerras y unas conquistas que ellos estaban costeando? Armenia era ya una provincia romana, y Partia entera también lo sería, según Antonio, aunque estaba por conquistar. Y he aquí que a Marco Antonio se le ocurrió una original idea: donar todos estos territorios a la ya numerosa prole de Cleopatra. El evento tuvo lugar en el gimnasio de la ciudad, un magnífico edificio que también se utilizaba para conferencias filosóficas. No se sabe si fue al aire libre, en los campos donde entrenaban los atletas, o en el interior, en el salón más grande del edificio, pero se colocaron dos espléndidos tronos dorados, donde se sentaron Antonio y Cleopatra, ataviada ella como la diosa Isis, y rodeados de todos sus hijos. Cesarión, que tenía en aquellos momentos trece años y era conocido oficialmente como Ptolomeo XV César, gobernaba junto a su madre, ya que las mujeres no podían reinar en solitario. Allí Antonio dio un discurso donde declaraba que Cesarión era hijo legítimo de Cayo Julio César, ya que éste se había casado con Cleopatra. Aquella desafortunada afirmación iba a traer consecuencias muy graves, no solo para Antonio, como iremos viendo.
Ahora venía el turno para los hijos reconocidos por Antonio. Alejandro sería rey de Armenia y todas las tierras al este de la India, unos territorios partos que todavía no habían sido conquistados, ni lo serían. Su hermana gemela, Cleopatra Selene, sería reina de Cirenaica, (la mitad de la actual Libia) y la isla de Creta; y Ptolomeo, el más pequeño, se convertiría en rey de todos los territorios sirios. ¿Y qué quedaba entonces para Cesarión? Pues el hijo de Julio César sería ni más ni menos que el rey de todos los reyes que acababa de nombrar; y su madre, Cleopatra, reina de reyes. Así, de esta manera, Antonio quería convencer al pueblo egipcio de que todas sus conquistas serían gobernadas por manos egipcias. ¿Consiguió Antonio convencerlos? A Cleopatra está claro que sí, sin embargo, el poeta alejandrino Constantino Cavafis no vio al pueblo tan convencido cuando escribió:
«Y los alejandrinos corrían ya a la fiesta y se entusiasmaban, y aclamaban, encantados con el bello espectáculo a pesar de que ciertamente sabían que palabras vacías eran esos reinos».
Ciertamente, el pueblo no era tonto y veía la ambición de Antonio, que intentaba incluso vender la piel del oso antes de cazarlo. ¡Cuánta semejanza con la política actual! Cuántos aplausos dirigidos a políticos ambiciosos y corruptos, a pesar de que quienes les aplauden saben que nunca cumplirán sus promesas. El pueblo no es tonto, aunque muchas veces lo parezca.
¿Podía Antonio repartir los territorios asiáticos a su antojo? Bueno, ya lo había estado haciendo desde hacía tiempo. Él era el gobernante de Asia, según el convenio firmado por los triunviros, y a él le correspondía nombrar gobernantes. Darle el título de rey a alguien sobre una provincia después de conquistarla no significaba más que nombrar a un simple funcionario de Roma. Antonio ya había designado gobernantes de su confianza por varias regiones asiáticas, con el fin de tenerlo todo controlado a la hora de invadir Partia. Uno de ellos, Herodes, que luego se ganaría también la confianza de Octaviano y el Senado y sería nombrado rey de Judea; el mismo que, según el evangelio de Mateo, fue el responsable de la matanza de los inocentes; aquellos niños que murieron bajo la espada de los soldados enviados a matar a todos los recién nacidos, con el fin de acabar con el mesías anunciado, según las interpretaciones de los astrólogos que observaban el cometa visto en el cielo por aquellos días. Por lo tanto, en Roma nadie se hubiera extrañado por el reparto de los territorios asiáticos, de no haber sido porque lo hizo sobre sus propios hijos, aún muy niños, y esto dio que pensar a todo el mundo; pero el verdadero escándalo lo levantó la afirmación de que Julio César no solo tenía un hijo (cosa que, por otra parte, todos sabían) sino por el hecho de declararlo legítimo al haber estado casado con Cleopatra. Esto no solo ponía en muy mal lugar a la esposa de Julio César, Calpurnia, sino que venía a ofender a todos los romanos, que eran reacios a casarse con extranjeros. Pero sobre todo, venía a poner en peligro la posición de Octaviano, hijo adoptivo de César, al cual le había salido un competidor, hijo legítimo, según Antonio. Las relaciones comenzaban a tensarse cada vez más entre los triunviros, próximos a renovar sus acuerdos, ya que, los que tenían en vigor estaban a punto de caducar.
Guerra dialéctica
El segundo acuerdo del triunvirato expiraba en diciembre del 33 a.C. año en que Octaviano fue cónsul por segunda vez. A principios de año pronunció un discurso ante el senado donde criticaba enérgicamente a Antonio. Comenzando por Sexto Pompeyo, denunció haber ordenado su muerte; él, Octaviano, lo hubiera perdonado. También denunció haber engañado al rey de Armenia, pues no estaba claro que este rey hubiera traicionado a Antonio; más bien fue una excusa para anexionar el territorio a Roma. La forma de capturarlo fue poco ética: lo citó para dialogar con él pero no fue más que una trampa para apresarlo. Todo esto, afirmaba, dejaba en muy mal lugar a Roma y hacía que los demás aliados desconfiaran. Y por supuesto, no quedaron en el tintero los nombramientos que Antonio hizo sobre sus hijos con Cleopatra, a la cual también había nombrado reina de reyes, algo que, según Octaviano, era totalmente inaceptable. No faltó tampoco una dura crítica hacia su colega por haber declarado legítimo al hijo que César tuvo con Cleopatra, ya que esto podía traer graves consecuencias, no solo a él, sino a Roma entera, si este niño un día le daba por reclamar sus derechos. También habló sobre el tratamiento dado por Antonio a su hermana Octavia, la legítima esposa de éste.
El discurso dividió a buena parte del senado e hizo que algunos seguidores de Antonio se pasaran a las filas de Octaviano, muchos otros, sin embargo, y a pesar de que no aprobaban la conducta ni la gestión de Antonio, prefirieron seguir fieles a él, pues no acababan de fiarse del más joven de los triunviros. Se hicieron octavillas sobre aquel discurso y se enviaron cartas, una de ellas dirigida a Antonio, que inmediatamente contestó, quejándose de que no se le permitiera reclutar tropas en Italia, o de que Octaviano se hubiera apropiado de Sicilia sin haber contado con su opinión. En esto, Antonio no llevaba razón, pues nunca apareció por Italia para reclutar tropas; y Sicilia, aunque en el momento de la firma del tratado estaba ocupada por Sexto, formaba parte de la zona asignada a Octaviano. Sí llevaba razón cuando se quejó de que lépido había sido destituido de su cargo sin consultarle. Y así, una tras otra, iban cruzándose cartas con más y más acusaciones. Muy curiosa (y obscena) la parte donde Antonio, cansado de que su colega lo reproche ser un mujeriego, le contesta que si acaso él no hace lo mismo acostándose con otras mujeres; que no entiende por qué se sorprende de que él lo haga con una reina, y por qué se lo reprocha ahora, después de llevar con ella nueve años. Y lo hace, como ya se ha dicho, en unos términos bastante obscenos. Pero claro, el reproche ahora viene porque la afectada es su propia hermana. En cualquier caso, y aunque sea cierto que Octaviano tampoco le era fiel a su esposa, el tema de Marco Antonio era bien diferente; pues con la excusa de los preparativos para la guerra parta, llevaba ya muchos años apartado de Octavia, tal como si Alejandría fuera su nueva casa, y con tres hijos reconocidos concebidos con Cleopatra; vistiéndose y hablando como un egipcio. Esto último también se lo criticó Octaviano. Decía que su latín se había vuelto rimbombante y recargado; tachándolo de loco, que escribía más para ser admirado que entendido, introduciendo en la lengua latina una verborrea locuaz y sinsentido, más propia de los oradores asiáticos.
En octubre del año 33 a.C. Antonio se encontraba en la frontera entre Armenia y Media, a punto de reanudar la guerra parta, cuando le llegó una nueva carta de Octaviano rechazando todas las acusaciones en su contra y en la que rechazaba que sus soldados tuvieran derechos sobre ninguna tierra en Italia. Esta era la respuesta a la reclamación de Antonio donde le pedía que concediera tierras a sus tropas licenciadas, como era la costumbre. Aquello era una clara provocación que Antonio no estaba dispuesto a tolerar, y no tuvo más remedio que asumir que las relaciones entre ambos estaban completamente rotas. Partia debía esperar, una vez más. Ahora, la prioridad estaba en Roma, así que preparó una pequeña flota y se embarcó por el mar Egeo, ordenando antes a sus generales que le siguieran con dieciséis legiones, en cuanto estuvieran preparadas. También envió un mensaje a Cleopatra, que su unió a él por el camino, llevando con ella un cofre. En su interior, una gran fortuna, nada menos que 20.000 talentos, unos 480 millones de sestercios. Dando por buenos unos estudios recientes que valoran el sestercio en algo más de un euro a día de hoy, estaríamos hablando de unos 600 millones de euros. ¿Para qué, una fortuna semejante en medio de una guerra? Pues está claro que para afrontar cualquier gasto que se presente; como contratar tropas, comprar armas, barcos, y demás. El cuartel general lo establecieron en Éfeso, cerca de la actual Selkut, en Turquía.