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La batalla de Mutina

En febrero, Octaviano marchó con su ejército de veteranos, que ya era un ejército legal, al haber obtenido el cargo de propretor, a reunirse con las fuerzas del cónsul Hircio. El otro cónsul, Pansa, se quedaría para reclutar otras cuatro legiones. Y mientras marchaba, reflexionaba sobre ciertas cuestiones, porque Octaviano era joven, pero no estúpido, y sabía que lo estaban utilizando. Apiano cuenta que se dio cuenta que lo estaban tratando como a un niño. ¿Realmente le convenía acudir a luchar contra Marco Antonio, el cual no hacía otra cosa que atosigar a uno de los asesinos de su tío?

Y si acababan con el ex cónsul ¿qué sacaría él con todo esto? Una vez aniquilado el enemigo del senado ya no les sería útil. ¿De qué forma iba a conseguir hacerse con el legado político de Julio César? Quizás el verdadero enemigo no era Marco Antonio, éste solo lo era de la república, igual que lo era él, Octaviano. Una vez se hubo reunido con Hircio, se dio cuenta de otro detalle. Allí el que mandaba era el cónsul. Él solo era un propretor, y por consiguiente solo tenía bajo su mando a sus propias tropas, nada más. Aquello le puso de mal humor. Y más aún cuando le comunicaron que se estaba tratando de llegar a un acuerdo con Marco Antonio, pues esto podía suponer que él dejara de ser útil al senado mucho antes de lo que había previsto. Aunque no quisiera acabar con Marco Antonio, ahora lo que más le convenía era una batalla, una victoria que le congraciara con la facción republicana del senado.

Marco Antonio se hallaba acampado a las afueras de Mutina. Le habían llegado noticias de que a las legiones de Hircio y Octaviano pronto se uniría Pansa con cuatro legiones más. No era mala idea atacarlos ahora antes de que llegaran refuerzos. Y como si el pensamiento de Antonio lo hubiera adivinado Hircio, se dispuso enseguida a hacer un movimiento estratégico que despistaría a su rival. Hizo retroceder a una legión y 500 pretorianos de la guardia de Octaviano hasta la población de Forum Gallorum. La idea era que Antonio los siguiera. Y así lo hizo, pensando que caerían en una emboscada. Pero estas tropas, lo que pretendían era encontrarse con las cuatro legiones de Pansa. Forum Gallorum era un pequeño pueblo al borde de la via Emilia, cuyos terrenos circundantes eran pantanosos. Allí comenzaron el combate la caballería de Antonio y los pretorianos de Octaviano, que por cierto, se había quedado en Mutina con su ejército de veteranos. Pronto llegaría Pansa y sus cuatro legiones, el plan de Hircio parecía haber funcionado. El combate fue bastante penoso, obligados como se veían los soldados a moverse en un cenagal. Pansa fue herido en un costado y entonces sus tropas se vieron desbordadas y obligadas a retroceder. Habían sido varias horas de duro combate, los hombres de Antonio celebraba su victoria mientras marchaban de vuelta a Mutina, era ya avanzada la tarde. Y fue entonces cuando les salió al paso Hircio con tropas de refresco. Aquello no lo había previsto Antonio y parte de su ejército fue aniquilado antes del anochecer. Los pantanos quedaron repletos de muertos y heridos; estos últimos fueron recogidos durante la noche por la caballería que había conseguido escapar de la masacre. Hircio había conseguido su victoria, pero ¿la había conseguido Octaviano? Dión Casio cuenta que se había quedado, por orden de Hircio, defendiendo el campamento. Una vez más fue tratado como un niño al que no se le había permitido entrar en batalla. Algún tiempo después, Antonio se mofaría de él diciendo: No apareció hasta el día siguiente habiendo perdido su caballo y su capa morada de general. Sin embargo, no podría mofarse de lo que aconteció a continuación.

Octaviano no había tenido ocasión de participar en ninguna batalla seria, ya hemos visto que no había podido acompañar a su tío a la campaña de África ni a la de Hispania contra los pompeyanos. Tampoco había le había dado demasiado tiempo a entrenarse entre las legiones en Apolonia, y si a esto añadimos que siempre había sido un muchacho enfermizo, estamos ante un general que, ni sabe luchar, ni sabe nada de estrategia militar. Pero a veces, la valentía y el arrojo, y sobre todo, las ganas de hacerse notar a cualquier precio, pueden dar la sorpresa. Hircio había sido el vencedor de la anterior contienda y ahora le quedaba la tarea de completar la misión por la que había venido hasta allí, liberar a Décimo Bruto que todavía se encontraba sitiado por las tropas que aún le quedaban a Marco Antonio. El 21 de abril se dispuso a entrar en Mutina y Antonio se vio obligado a hacerle frente haciendo venir a las tropas que tenía acampadas no muy lejos de allí. Octaviano no estaba dispuesto a desaprovechar de nuevo la ocasión de entrar en combate. Hircio ordenó atacar el campamento y en una cabalgada fue herido delante de la tienda de Antonio. Octaviano, que había presenciado cómo el cónsul caía abatido irrumpió con sus hombres y logró sacarlo de allí. De pronto se vieron rodeados y corriendo un gran peligro, pero Octaviano dio ánimos a sus hombres, que eran veteranos expertos, para que lucharan como nunca lo habían hecho. El joven general fue herido, y aún así siguió luchando hasta que consiguieron salir de allí. Y según Suetonio, todavía tuvo tiempo para más gloria, ya que: a pesar de estar herido y sangrar, tomó un águila de manos de un aquilifer muribundo, se la cargó al hombro y la llevó hasta el campamento. Marco Antonio fue derrotado una vez más. Hircio no logró sobrevivir, pero Octaviano salió de aquella batalla como un héroe. Poco más tarde fue a visitar al cónsul Pansa que había sido herido en el primer enfrentamiento, su herida no parecía grave, sin embargo, se infectó y murió a los pocos días. La muerte de ambos cónsules dejaba a Octaviano en una situación privilegiada que ni siquiera había imaginado cuando salió a unirse a Hircio. Esto hizo que se corriera el rumor de que fue el propio Octaviano quien mató a Hircio durante la batalla y más tarde ordenó que el médico infectara la herida de Pansa para que muriera también. Pero nada de esto pudo probarse y el propio Décimo Bruto salió en defensa del médico asegurando que era un hombre fiel y nadie más que él lamentó la muerte de Pansa.

Marco Antonio había sido completamente derrotado y huyó con lo que le quedaba de ejército. Con los dos cónsules muertos, Octaviano quedaba como general de las ocho legiones que ahora se mostraban más fiel a él que a la república. Por eso, cuando una delegación del senado se presentó ordenando que los ejércitos de los dos cónsules fallecidos se pusieran a la orden de Décimo Bruto, Octaviano se negó alegando que aquellos hombres no querían luchar al mando de uno de los asesinos de César. Y por supuesto, él tampoco iba a cooperar con Décimo Bruto: «Mi naturaleza me prohíbe mirar y dirigirle la palabra a Décimo.» También se negó a perseguir a Marco Antonio, y cuando un oficial del excónsul fue capturado ordenó que se le tratara con respeto y fuera puesto en libertad. Cuando este oficial le preguntó qué política mantenía respecto a Antonio, la contestación fue: «he dado muchas pistas a gente que tiene la perspicacia de entenderlas. Por más que diese, aún no serían suficientes para los estúpidos.» 

En Roma había regocijo con la derrota de Antonio, los senadores daban por salvada la república, y por eso no supieron interpretar correctamente lo que suponía la muerte de los dos cónsules y que las legiones de hubieran adherido fielmente a Octaviano. En vez de eso, le ofrecieron un triunfo a Décimo Bruto sin que el joven Octaviano fuera tenido en cuenta para nada. Además, se reducía drásticamente la recompensa prometida a los legionario, cuyo dinero se les hizo llegar directamente, sin entregárselo a su general como era costumbre. El malestar de las legiones fue comunicado a Roma. Y mientras tanto, aquel que daban por derrotado cruzaba los Alpes y ganaba para su causa las legiones de los gobernadores Lépido en la Galia, y Lucio Muciano y Cayo Asinio en Hispania. Un gran ejército que se ponía a las órdenes de Marco Antonio y estaba dispuesto a vengarse por la derrota de Mutina. Décimo Bruto, que con su desaliñado ejército había salido en persecución de Antonio, no consiguió otra cosa que ser atrapado por un jefe galo. Cuando su captura fue comunicada a Antonio, éste ordenó de inmediato su ejecución. Era el primero de los asesinos de César en morir.

Candidato a cónsul

Octaviano, por su parte, estaba dispuesto a ocupar una de las plazas vacantes que habían dejado los cónsules fallecidos, así que mandó a cuatrocientos centuriones a presentar su candidatura al senado, que por supuesto, no fue aceptada. Las normas eran claras, nadie menor de cuarenta y dos años podía ser cónsul. Y a pesar de eso, esas normas habían sido varias veces pasadas por alto en momentos de crisis. Recientemente, el propio Julio César se había pasado las normas por el forro. Sin embargo, el senado no estaba dispuesto a nombrar cónsul a un joven de diecinueve años. Pero los centuriones habían venido, demás, a reclamar la cantidad íntegra del dinero que se les había prometido, cosa que también se les negó. No había más que hablar, dieron media vuelta y volvieron a la Galia Cisalpina, donde estaba su comandante. Hay quien cuenta que antes de irse, un tal Cornelio, el que estaba al mando de aquella delegación, apartó su capa dejando ver su espada a los senadores, como anunciando que volverían para conseguir por la espada lo que se les había negado por las buenas. No hizo falta usarla.

Apenas Octaviano fue informado del rechazo convocó a sus oficiales para comunicarles su intención de marchar sobre Roma. Todos estuvieron de acuerdo y las ocho legiones tomaron el camino del sur. Puesto el senado sobre aviso, fue enviado un mensaje urgente para que tres legiones vinieran desde África a defenderles. Pero al encontrarse con las ocho legiones de Octaviano, lo único que pudieron hacer fue unirse a ellas. Próximos a la ciudad, Octaviano envió a varios hombres para que pusieran a salvo a su madre y su hermana, por temer que éstas pudieran ser usadas como rehenes. Una vez estuvo seguro de que sus vidas no corrían peligro, esperó veinticuatro horas antes de cruzar el Rubicón. El 19 de agosto del 43 a.C. fue nombrado cónsul. Era la primera vez que alguien con solo diecinueve años ocupaba este cargo que era ni más ni menos que el equivalente a primer ministro o presidente del gobierno. El otro consulado fue para Quinto Pedio, otro sobrino y heredero de Julio César. Informado de su nombramiento, Cayo Julio César (Octaviano) cruzó el Rubicón al día siguiente y entró en Roma junto a sus guardaespaldas. En el foro fue recibido por multitud de políticos, afines y opositores, que mostraron con diferente entusiasmo su disposición a serle fiel. A continuación, el flamante cónsul quiso asegurarse de que su madre y su hermana se encontraban bien y fue a visitarlas al templo de las vestales. Su madre tuvo la satisfacción de ver a su hijo convertido en cónsul antes de morir unos meses más tarde; no se sabe a causa de qué.

Tras el nombramiento de los nuevos cónsules, se hicieron sacrificios en el campo de Marte, tal como era costumbre. Las vísceras de los animales presagiaban un futuro próspero y feliz. Y para más satisfacción, cuando Octaviano levantó la vista vio seis buitres pasar. Más tarde vio pasar doce, lo mismo que le sucedió a Rómulo durante la fundación de Roma. Todo eran buenos augurios, lo cual aprovecharon los partidarios de Octaviano como propaganda. El mensaje era que Roma estaba siendo fundada por segunda vez. Luego liquidó las donaciones que Julio César había prometido a los ciudadanos y pagó a los legionarios la cantidad prometida por el senado por vencer a Marco Antonio y liberar a Décimo Bruto. Todavía estaba pendiente legalizar su adopción, cosa que no le costó conseguir de inmediato. Ahora ya era legalmente hijo de Julio César, del cual había heredado una fortuna, su nombre, y el poder político; ya estaba, pues, en disposición de vengar la muerte de su padre adoptivo. Aunque antes debía conseguir que se aprobara una ley en la que se declarara que el asesinato de César había sido un crimen que dejaba fuera de la ley a quienes lo perpetraron. Se constituyó un tribunal especial para declarar culpables a todos los acusados, que por cierto, no estaban presentes; algunos estaban muy lejos de allí por ser gobernadores de provincias y los que había en Roma huyeron despavoridos. Ahora ya podía salir en su persecución de forma legal, pero aún había algunos problemas. Las arcas del tesoro habían quedado prácticamente vacías en su empeño con cumplir con la ciudadanía y las legiones, no había dinero para campañas militares. Por otra parte, había una amenaza más grave que la falta de dinero: Marco Antonio se había hecho con un formidable ejército, mucho más numeroso que el suyo, al haberse aliado con generales galos e hispanos. No iba a ser fácil perseguir a los asesinos de César y aguantar la embestida de Antonio al mismo tiempo.

Y por si fuera poco, había aparecido otro personaje en escena que dificultaría aún más su tarea. ¿Quién era este personaje? Sexto Pompeyo, hijo de Pompeyo el Grande, y hermano de Cneo. Sexto había sobrevivido a la campaña de Julio César en Hispania. Había escapado y el general no se molestó en perseguirlo creyendo que era demasiado joven para considerarlo una amenaza. Sin embargo, Sexto no tardó en reunir un nuevo ejército que combatió a los principales gobernadores provinciales en una eficaz guerra de guerrillas. Tenía dieciocho años, y con la muerte de Julio César pasó de ser un enemigo del estado a obtener el apoyo del senado, que lo nombró prefecto de la flota y los puertos. Todo esto ocurría en el año 43 a.C. Como podemos ver, Octaviano, a pesar de haber conseguido una gran éxito ante el senado y ante el pueblo de Roma, no las tenía todas consigo. ¿Qué hacer ante tales amenazas?

El segundo triunvirato

El recién nombrado cónsul César Octaviano salió de Roma con sus once legiones mientras su primo Pedio, el otro cónsul, se quedaba en la ciudad manteniendo a raya al senado, que en realidad, habían pasado a ser marionetas de ambos. Octaviano avanzó por la costa adriática buscando encontrarse con Marco Antonio. ¿Se disponía a enfrentarse a él? No exactamente. Ambos ejércitos habían marchado hasta Bononia, bordeando el río Lavinius. En este río había una isla, y hasta allí condujeron cada uno a 5.000 hombres. Después de tender un puente hasta dicha isla, cruzó Lépido con una tropa para inspeccionarla y asegurarse de que allí no se ocultaba nadie. Acto seguido cruzaron los líderes con sus guardaespaldas, y una vez allí los hicieron alejarse a todos, quedando solos los tres: Octaviano, Marco Antonio y Lépido. La reunión iba a durar dos largos días en los cuales se iban a discutir y planear los asuntos más horribles y tenebrosos que nadie hubiera imaginado jamás.

El poder de Roma estaba a punto de repartirse entre tres. Nacía en aquella diminuta isla un nuevo triunvirato, pero contrariamente al pacto secreto que supuso el primero, esta vez no habría secretismo. Se creaba de nuevo el cargo de dictador, cargo que el mismo Antonio había abolido unos meses antes y que ahora sería compartido entre tres. Tendrían poder para promulgar y revocar leyes de forma inapelable. Octaviano renunciaba a su cargo de cónsul en favor de un general de Antonio. Y por supuesto, había que buscar la forma de financiar la guerra contra los asesinos de César. Las arcas del tesoro estaban vacías, no así los bolsillos de los senadores y otros ciudadanos ricos, muchos de ellos enemigos del bando cesariano. Era necesario poner en marcha la proscripción, un mecanismo que ya había utilizado Sila en el año 81 a.C. por el que liquidaban enemigos políticos y se confiscaban sus bienes. Era la solución más macabra, la más mezquina, pero era la solución perfecta para el plan que querían llevar a cabo. Ahora solo quedaba elaborar la lista de los que iban a morir.

Cuentan algunos historiadores que Octaviano, al ser tan joven, se dejó enredar por los otros dos, mucho más curtidos en la guerra y en la muerte. Marco Antonio, por ejemplo, ya había demostrado que a la hora de cometer asesinatos, los de sus propios hombres, no le temblaba la mano. Lépido también llevaba muchos muertos a sus espaldas, pero Octaviano era un crío. Y sin embargo, el historiador Apiano escribió que aunque estaba indeciso sobre la propuesta, aunque una vez que la proscripción fue acordada la llevó a cabo más implacablemente que los otros. Lo cual nos viene a decir que el heredero de César fue bastante precoz tanto a la hora de convertirse en líder como a la de convertirse en un matarife despiadado. Pero, parémonos a revisar un poco la lista de sentenciados, porque no tiene desperdicio. Cada uno podía dar la lista de nombres que creyera conveniente y luego se discutía sobre si era necesario ejecutar a tal uno o tal otro. En principio se habló de oponentes políticos, pero poco a poco fueron añadiéndose a los adversarios personales; todos tenemos a alguien que alguna vez nos ofendió, nos perjudicó, o simplemente no nos cae bien. Además, cuantas más víctimas, más recaudación de bienes. El propio hermano de Lépido entró en la lista y éste lo consintió. Octaviano tembló cuando mencionaron a Cayo Toranio, su antiguo maestro, pero Marco Antonio exigía su muerte, como también la de Cicerón, por haberlo ofendido públicamente con aquellos discursos conocidos como las filípidas; y el joven tuvo que ceder, si no quería ver fracasar sus planes.

Una vez que todo estuvo acordado, los triunviros llegaron a Roma, y ante el asombro de unos y el horror de otros, expusieron en el foro las tablas con los nombres de los proscritos. Todos cuantos aparecían en la lista perdían inmediatamente la ciudadanía y estaba fuera de la ley. Para todo el que delatara a un proscrito habría recompensas. Y cualquiera que diera muerte a alguno de ellos tenía derecho a quedarse con una parte de sus bienes. Lo que estaba a punto de empezar era ni más ni menos que uno de los episodios más vergonzosos y criminales de la historia de Roma. Leer lo que escribió Apiano es la mejor forma de hacerse una idea del horror que allí se vivió:

«Mucha gente fue asesinada de todas las maneras posibles y decapitada como prueba para cobrar la recompensa. Muchos huyeron de forma poco digna, cambiando sus ropas por disfraces extraños. Algunos se escondieron en pozos o bajaron a las cloacas y otros se sentaban en silencio entre los trastos de los desvanes. Para algunos, lo más aterrador fue que sus verdugos eran sus propios familiares con los cuales no tenían buena relación, esclavos, acreedores o vecinos terratenientes que codiciaban sus bienes.»

El propio tío de Marco Antonio, Lucio César, fue incluído en la lista. Plutarco cuenta que acudió a su hermana Julia, la madre de Marco Antonio, y esta lo protegió. Cuando llegaron los soldados a matarlo, ésta se encaró a ellos diciendo: «¡No mataréis a Lucio César sin matarme antes a mí, la madre de vuestro comandante!». Los legionarios no tuvieron más remedio que retirarse y Antonio, recriminado por su madre acabó por indultarlo. Otro que consiguió salvarse fue el hermano de Lépido, que huyó a Mileto y allí vivió exiliado. No corrió la misma suerte Cicerón, que fue capturado y ejecutado. Antonio expuso su cabeza en el foro y cuentan que su esposa se acercó, le sacó la lengua y le clavó un alfiler mientras decía: así aprenderás a no hablar mal de mi esposo. La lista de proscritos fue ampliándose según las necesidades monetarias. Según Apiano murieron alrededor de trescientos senadores y unos dos mil equites, clase social muy adinerada en Roma. El caso es que, a pesar del dinero recaudado con la apropiación de bienes de los ejecutados, todavía no les bastaba para la guerra que estaba por venir, había que financiar nada menos que cuarenta y tres legiones. Se habían librado ya de todos sus oponentes y ya no sabían a quién añadir a la larga lista. Por otra parte, no creían conveniente seguir asesinando a más ciudadanos, pues cada vez era peor la mala imagen que estaban mostrando al pueblo. La solución la encontraron añadiendo a la lista a cualquiera que fuera rico, con cualquier excusa, aunque fuera una falsedad, con la variante de que solo sería desposeído de sus bienes pero no lo matarían. Llegaron incluso a robarle el dinero a las vírgenes vestales y a inventar nuevos impuestos con el fin de aumentar las arcas destinadas a la guerra.

La causa republicana

Tenemos a Sexto Pompeyo como almirante de la flota romana, cargo que fue revocado tras el establecimiento del triunvirato. Sin embargo, Sexto se negó a entregar la flota y se estableció en Sicilia tras obligar al gobernador a entregarle el mando. En esta ventajosa situación, Sexto podía controlar el abastecimiento de grano a Roma proveniente de Egipto. Hasta allí acudieron muchos de los proscritos a refugiarse, tal como escribió Apiano:

«Sus botes y barcos recogían a los que llegaban por mar. Se ponían señales para ayudar a los que se hubiesen perdido y recogían a todo el que encontraban. Sexto acudía en persona a darles la bienvenida a los recién llegados.»

La intención de Sexto no era otra que ganar adeptos. Octaviano pronto se dio cuenta de que con este sujeto en Sicilia controlando el grano y Casio y Bruto en oriente, era cuestión de tiempo que se pusieran de acuerdo para caer sobre Roma y aplastarlos a él y a Marco Antonio. Como primera medida envió una flota para acabar con Sexto, pero no tuvo éxito y acabaron derrotados, pero al menos sirvió para tantear su fuerza. ¿Y qué había sido de Casio y de Bruto? Recordemos que Antonio les había concedido el gobierno de unas poco importantes provincias, todo para que se sintieran humillados y quitárselos de encima. ¿Y hacia dónde fueron los asesinos de César? Casio se dirigió a Siria, donde tenía sus conocidos, y no le costó demasiado conseguir que siete legiones se pusieran bajo su mando, y en Egipto consiguió cuatro más. Por su parte, Marco Bruto se hacía pasar por estudiante en Atenas, pero lo que realmente hacía era pasar desapercibido mientras contactaba y se ganaba el favor de gente importante y sus hombres se hacían con el control de Macedonia. Las legiones de la vecina Illyricun terminaron uniéndose a él, y el gobernador, Cayo, hermano de Marco Antonio, fue asesinado. Todo esto se fraguaba mientras Octaviano y Marco Antonio tenían sus desavenencias hasta formar alianza. Casio y Bruto se limitaban a observar, y ahora que veían cómo Roma se sumía en el caos del triunvirato y cientos de senadores republicanos eran asesinados creyeron que era el momento de unir sus fuerzas y actuar.

El 1 de enero del 42 a.C, bajo la histeria y el terror que se vivía en la ciudad de Roma, los triunviros se propusieron celebrar una ceremonia en la cual sería dificado Julio César. Los tres juraron que César se había convertido en dios y que todos sus actos eran sagrados. El senado al completo fue obligado a jurar en los mismos términos. Además, pusieron la primera piedra en el foro, en el lugar exacto donde fue incinerado y donde más tarde se construiría un pequeño templo. Pudiera ser que esta fuera una de las condiciones que puso Octaviano a la hora de negociar el establecimiento del triunvirato, pues era él el principal beneficiado por la deificación de su tío. Ahora podía distinguirse entre todos como un divi filius, hijo de un dios, y eso daba su prestigio.


Historias de terror

Las proscripciones causaron muchas víctimas y proporcionaron multitud de historias dramáticas, de heroicidad y traición, de deslealtad familiar, de amigos que delataron a amigos, esclavos que asesinaron a sus amos, y muchas atrocidades más; auténticas historias de terror que darían para llenar muchos libros. Vamos a recoger aquí, muy resumidamente, algunas de ellas.

-Se cuenta que un niño fue asesinado camino del colegio. Otro murió el dia de la ceremonia que lo convertiría en hombre. Eran niños que habían heredado fortunas. Un joven llamado Atilio había heredado una gran fortuna al morir su padre. No tardó en ver su nombre añadido a la lista de proscritos. Los esclavos le abandonaron y entonces acudió a su madre que tampoco quiso cobijarle por miedo. Después de esto, no quiso pedirle ayuda a nadie más y huyó a las montañas, pero fue hecho prisionero por unos traficantes de esclavos. Vendido y obligado a trabajar duro, después de haber crecido rodeado de comodidades, decidió huir, pero lo encontró una patrulla de soldados que rápidamente lo identificó, le dio muerte allí mismo y le cortaron la cabeza para llevarla a Roma y cobrar la recompensa.

-Una mujer que había tenido escondido a su marido durante un tiempo y fue finalmente descubierto, pidió morir con él. Sobre cualquiera que diera cobijo a un proscrito pesaba la amenaza de muerte; sin embargo, esto no se llevó a cabo de forma sistemática y la mujer no fue ejecutada. No obstante, ella dejó de comer y finalmente murió también.

-Muy distinta es esta otra historia de una mujer que pidió y consiguió que proscribieran a su marido. Cuando llegaron los soldados a detenerlo, lo encontraron encerrado en una habitación donde ella lo había llevado engañado. A las pocas horas de la ejecución de su esposo, la mujer se casaba con su amante.

-Esta otra cuenta que un hombre dedicó unos versos a su esposa. Este hombre fue un proscrito al que su mujer ayudó a escapar. Pero al cabo de un tiempo, ella lo echaba de menos y tuvo la valentía de acudir a Octaviano a pedir su perdón para que regresara. Octaviano se apiadó de ella y lo perdonó, pero Lépido se negó a reconocer la decisión de su joven colega y la acusó de haber ayudado a un proscrito. La mujer entonces se presentó ante Lépido a suplicarle, pero el triunviro ordenó que la sacaran de allí y la apalearan. No está claro si murió en aquel momento, pero Octaviano enfureció con la decisión de Lépido, y a partir de ese momento las relaciones entre los dos comenzaron a ir de mal en peor. El marido tardó en volver y se cuenta que en el funeral de su esposa leyó lo siguiente: “Tú proveíste abundantemente para mis necesidades durante mi huida y me diste los medios para llevar una vida digna al enviarme todo el oro y las joyas que llevabas.”

-Un esclavo delató el escondite de su amo y fue recompensado por ello además de obtener la libertad. No contento con ello, continuó extorsionando a la familia de su antiguo amo. Cuando los triunviros tuvieron conocimiento de esto, ordenaron detenerle y fue condenado a muerte.

-Se afirma que Marco Antonio tenía una vena de locura y siempre inspeccionaba detenidamente las cabezas de las víctimas que le llevaban, incluso si estaba sentado a la mesa comiendo. Tampoco su esposa tenía escrúpulos y era igualmente despiadada.

-También hubo historias que no acabaron en tragedia, fue el caso de la madre de Marco Antonio que tuvo el valor de proteger a su hermano sin importarle las consecuencias, ya lo hemos contado. En este caso se trataba de su propia madre, pero el cruel triunviro también concedió otros indultos en su propio beneficio. Fue, una vez más, una valiente mujer que acudió a él a suplicarle clemencia en favor de su esposo, que había sido detenido y estaba a punto de ser ejecutado. Marco Antonio se fijó inmediatamente en que aquella mujer era muy bella y no dudó en conceder el perdón; a cambio, claro está, de sus favores sexuales.

-Por último, una historia que acabó bien. Una mujer que daba protección a su esposo, tuvo la osadía de llevarlo a presencia de Octaviano. ¿Cómo lo hizo? Lo encerró en un arcón y lo llevó a presencia de éste, que se encontraba presidiendo unos juegos en el anfiteatro. Una vez allí abrió el arcón, hizo salir a su marido y le imploró clemencia. La muchedumbre quedó tan impresionada por la lealtad y valentía de la mujer, y comenzaron a gritar pidiendo clemencia, tal como se pedía el indulto de un gladiador. Octaviano no pudo ignorar la petición del público y concedió el perdón.

Todas estas atrocidades ya las habían vivido los romanos en tiempos de Sila, que también se había deshecho de los “enemigos de la república” de igual manera. Sin embargo, tal como comentaban por Roma, Sila tenía una edad muy avanzada cuando cometió sus crímenes, pero Octaviano era demasiado joven para tener ya tantos enemigos.

La batalla de Filipos

Tracia era un territorio al este de Grecia que los romanos convirtieron en provincia hacia el año 46 a.C. Como en todos los territorios que conquistaban, no tardaron en construir una carretera que iba desde el mar Adriático hasta Bizancio y las provincias de Asia Menor. A esta gran carretera la llamaron Vía Egnatia. Entre esta vía y el Adriático hay unos pantanos o marismas, muy cerca de la ciudad de Filipos. Es en estas marismas donde se van a enfrentar los dos enormes ejércitos, Marco Antonio y Octaviano contra Bruto y Casio al frente de los llamados Luchadores por la Libertad. Los triunviros disponían de cuarenta y tres legiones, habiendo desplazado hasta allí aproximadamente la mitad, unos 100.000 soldados y 13.000 jinetes. Por su parte, Bruto y Casio controlaban diecinueve legiones, unos 70.000 soldados y 20.000 jinetes.

Era el verano del año 43 a.C. cuando Antonio y Octaviano se pusieron en marcha, mientras Lépido se quedaba en Roma encargado de gobernar la ciudad. Marco Antonio quiso evitar que los republicanos se apoderasen de Grecia y enviaran su flota sobre el Adriático antes de que él pudiera llegar con sus ejércitos. Para ello envió una avanzadilla que fue derrotada. Bruto y Casio marcharon hacia Filipos donde pensaban atrincherarse. El terreno escarpado y boscoso con un pantano al sur era un buen lugar para montar el campamento fortificado. Los triunviros lo tendrían difícil a la hora de atacar y mientra tanto, la flota republicana bloquearía todos los suministros que desde Roma enviaran a Antonio. A pesar del control del Adriático por parte de los republicanos, los triunviros pudieron desembarcar en Dyrrachium. Durante el viaje, Octaviano comenzó a no sentirse bien, y una vez que desembarcó, se puso enfermo. Atrás quedó el joven triunviro, él y su ejército, mientras Antonio siguió adelante, a toda prisa, hacia Filipos, donde acampó a escasa distancia de donde se encontraban Bruto y Casio. Se encontraban aproximadamente a un kilómetro y medio de distancia, en un terreno bajo y por lo tanto desfavorable, y sin embargo, allí plantó Antonio su campamento, rodeándolo de zanjas y empalizadas. Después de algunos enfrentamientos y una emboscada que preparó, y en la cual fracasó, las cosas comenzaron a no ir bien para Antonio.

Desde la cama donde intentaba recuperarse les llegaron las noticias a Octaviano, el cual intentó levantarse pero no pudo tenerse en pie. No obstante, el joven no quería que su ejército permaneciera ni un día más inactivo y ordenó ponerse en marcha aunque él tuviera que ser transportado en litera. Las razones para no retrasarse más no eran solo el afán por ayudar a Marco Antonio, como relata Dion Casio:

«Octaviano se enteró de la situación y temió el resultado de las dos posibilidades, tanto si Antonio, actuando solo, era derrotado como si vencía. Pensó que, en el primer caso, Bruto y Casio estarían en una posición privilegiada para oponerse a él, mientras que en el segundo caso sería Antonio el que estaría en esa posición.»

Como vemos, Octaviano no se fiaba lo más mínimo de su socio, y temía que si salía victorioso sin estar él presente, aprovechara su enfermedad para atacarle por sorpresa.

Octaviano llegó por fin a Filipos y compartió campamento con Antonio. Luego, pasaron los días sin que nada ocurriera, hasta que el 30 de septiembre, y siguiendo las tradicionales supersticiones romanas, los hombres de Bruto y Casio pensaron habían visto una señal que no les favorecía. ¿Qué habían visto los Luchadores por la Libertad? Nada menos que dos águilas salir volando. Unas águilas que había llegado días antes y se habían posado en sus estandartes, una buena señal. Pero ahora que los abandonaban, la señal se volvía en su contra y no presagiaba nada bueno. Mientras tanto, Antonio no había perdido el tiempo y estuvo ideando un plan consistente en abrirse paso a través del pantano y atacar por sorpresa por donde menos lo esperasen. Los altos cañaverales impedía al enemigo ver lo que los triunviros planeaban. Durante diez días, los soldados estuvieron abriendo una pista por donde poder cruzar y sorprender el ala izquierda republicana. Esta maniobra fue finalmente descubierta y los republicanos hicieron retroceder a los triunviros, además de construir un dique para impedirles el paso. Pero una noche, los triunviros consiguieron sobrepasar el dique para más tarde estar encaramados a sus fortificaciones con escaleras y palancas para destruirlas. Antonio consiguió penetrar en el campamento de Casio y arrasarlo. Pero a su vez, Bruto estaba teniendo una feroz pelea contra las legiones de Octaviano, que llevaron las de perder y fue su propio campamento el arrasado. Las cosas no fueron bien para ninguno de los dos bandos, pero parece ser que los triunviros tuvieron el doble de bajas que los republicanos. 9.000 contra 18.000. Muchos muertos, pero ningún golpe que fuera definitivo ante unos ejércitos que sobrepasaban los 100.000 en ambos lados. Sin embargo, ocurrió algo inesperado: Casio se suicidó. ¿Por qué razón?

El suicidio de Casio

Casio había sufrido una derrota aplastante. Con el campamento arrasado, quedó desolado y no le quedaba más esperanza que una buena noticia desde el lado donde se encontraba Bruto. Desesperado, subió a una colina, pero desde allí solo se veía una inmensa polvareda, la que levantaba la gran batalla que libraban Bruto y Octaviano, pues hacía tiempo que no llovía y el terreno estaba excesivamente seco. Algo más tarde, le pareció ver que un destacamento de caballería cabalgaba hacia ellos. Nadie podía reconocer si eran hombres de Bruto o por el contrario eran enemigos. A la polvareda se añadía la escasez de luz, pues la tarde estaba ya muy avanzada. Casio resolvió enviar a un mensajero, un tal Titinio. Mientras tanto seguía observando. Cuando titinio llegó hasta la caballería, ésta se detuvo y algunos hombres, al reconocer a Titino, bajaron de sus caballos para abrazarle, a continuación chocaron sus espadas, una especie de saludo entre colegas. Desde la colina, aquellas muestras de afecto fueron confundidas y Casio creyó que Titinio fue hecho prisionero. Por lo tanto, los que avanzaban eran enemigos, Bruto también había sido vencido. Ante tal contrariedad, Casio, más triste y abatido si cabe, se retiró a una tienda vacía, de las pocas que quedaban intactas, acompañado por un esclavo liberado llamado Píndaro, que portaba su armadura. Y entonces, llegó un mensajero anunciando que los que se acercaban no eran enemigos, sino un destacamento que Bruto había enviado para anunciar la noticia de su victoria. Sin embargo, aquello no hizo sino aumentar la vergüenza de Casio, que, según Apiano contestó:

«Dile que le deseo la victoria total».

Luego, volviéndose hacia Píndaro le dijo:

«Date prisa. ¿Por qué no me liberas de mi vergüenza?

Se quitó la capa y dejó libre su cuello para que le decapitara. Después de hacer lo que Casio le había pedido, Píndaro desapareció por miedo a las consecuencias. La muerte de Casio suele presentarse como la consecuencia de un mal entendido; de la desesperación al saber que todo estaba perdido. Sin embargo, si lo que cuenta Apiano es cierto, fue consecuencia de la vergüenza al saber que su compañero había tenido éxito mientras él había fracasado. Sea como fuere, había muerto el segundo de los principales asesinos de César.

Bruto estaba considerado peor general que Casio, pero había vencido al ejército de Octaviano. Pero no hay que olvidar que este ejército ni siquiera contaba con su principal general, pues se encontraba convaleciente, y en cualquier caso, era un joven con una casi nula experiencia militar. Después de que su campamento fuera atacado, se creyó que Octaviano había muerto, pues había quedado en su tienda y ésta estaba destrozada, aunque nadie halló el cuerpo. ¿Dónde estaba Octaviano? Si hacemos caso a lo que cuentan algunas fuentes, al saber que sus tropas estaban siendo vencidas, ordenó que lo llevaran en camilla al campo de batalla. Agripa y Mecenas, dos de sus mejores amigos de la infancia que lo seguían a todas partes, le hicieron caso y lo llevaron donde les había pedido. Pero ante el peligro que corrían al ponerse la batalla de parte de Bruto, parece ser que corrieron a refugiarse al pantano. Sin embargo, hay quien piensa que lo más probable es que antes del comienzo de la batalla fue aconsejado por su médico para que se retirara a un lugar seguro, ya que estaba tan débil que ni siquiera tenía fuerzas para andar y mucho menos para correr en caso de peligro. Cualquiera de las dos versiones puede ser válida, pero el hecho de que Octaviano estuviera desaparecido durante el combate fue usado por su enemigos para tacharlo de cobarde.

La lluvia otoñal

Llegó el mes de octubre, y con él llegaron las lluvias. El polvo se convirtió en barro y las tiendas se vieron inundadas. Se pasó de un sofocante calor a un intenso frío. La vida en el campamento de la llanura se hizo insoportable. Y para colmo de males, les llegó la peor noticia que podían recibir. La flota que transportaba dos legiones que venían como refuerzos, además de traer suministros, había sido atacada por los republicanos, que, como ya se ha dicho, dominaban el Adriático, además de que Sexto Pompeyo hacía de las suyas en el Mediterráneo. El desastre para los barcos triunviros fue total. Nuevamente Apiano nos lo relata con toda su crudeza.

«Algunos se suicidaron cuando las llamas llegaron hasta ellos, otros saltaron a bordo de los barcos enemigos para no perecer. Varios barcos medio quemados siguieron navegando mucho tiempo con hombres a bordo, incapacitados por quemaduras o por hambre y sed. Algunos se agarraron a palos o maderos y las olas los arrastraron hasta playas y acantilados desiertos.»

La cosa pintaba bastante mal si la flota republicana seguía dominando los mares, los triunviros que podían quedar atrapados en Grecia. Y sin poder salir de allí, Bruto se harían de forma fácil con el poder y obtendría por fin su recompensa por haber acabado con la vida de César. Había que evitarlo a toda costa. Para empezar, había que levantar el ánimo de los soldados prometiendo más dinero y conseguiendo suministros. Para ello, enviaron una legión a la ciudad más cercana en la cual no consiguieron demasiados alimentos, pero lo suficiente para aguantar un tiempo más. Aprovechando el estado de ánimo momentáneo, Marco Antonio decidió atacar. Sobre la colina donde se asentaba el campamento republicano, los ánimos no estaban mucho mejor que en la llanura. Allí, sus tiendas no se encharcaban tan fácilmente, pero el frio era igualmente intenso y presentían que el tiempo pasaba y no jugaba precisamente a su favor. Octaviano estaba recuperado, pero todavía débil. Aún así, no hizo caso a quienes le sugirieron que se quedara guardando el campamento. Esta vez no, esta vez estaría a la cabeza de su ejército. No hubo preámbulos. Ambos ejércitos se enzarzaron en un feroz combate Las empalizadas republicanas fueron fácilmente superadas y los hombres de Bruto se vieron desbordados. El empuje de los triunviros fue tan brutal que fueron desplazando al enemigo hasta provocar una desbandada desesperada hacia los bosques. Las legiones de Octaviano estaban saboreando la venganza por su anterior derrota. Los republicanos fueron perseguidos provocando la aniquilación de legiones enteras. Bruto consiguió escapar con cuatro de ellas, aunque no completas. Pero Marco Antonio no desistió en la persecución y consiguió averiguar su paradero. Pronto estuvieron rodeados, y así pasaron la noche.

Todos pasaron la noche en vela. Por la cabeza de Bruto no pasaba otra idea que el suicidio, y entonces, quiso dejar frases célebres para la posteridad, recitando a Eurípides:

Oh, funesto valor, no eras más que un nombre,

y sin embargo yo te adoré como si fueras real.

Ahora parece que no eras más que el esclavo de la fortuna.

Y mientras Bruto se consumía en su amargura, lo que le quedaba de ejército pactaba la rendición ante Marco Antonio. Bruto asistió a la deslealtad de sus legiones y se quedó solo con unos cuantos amigos que quisieron estar con él hasta el final. Al amanecer le avisaron para escapar; Bruto se puso en pie y caminó unos pasos, se paró, se puso la punta de la espada en el pecho, y se tiró contra ella. Así moría el tercero de los principales asesinos de César. Su presunto hijo, por el que el dictador había sentido especial predilección, le favoreció, le protegió y hasta le incluyó en su testamento.

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