¿Quién fue el primer emperador romano?
Fácil. La respuesta es: Augusto. Aunque hay quien cree que fue Julio César; razones no faltan para creerlo. Pero no; fue Augusto. Claro que, esa solamente es la respuesta oficial, según la historiografía moderna, porque dar una respuesta absoluta a este tema puede ser bastante complejo. Podría incluso afirmarse que, oficialmente, nadie en Roma obtuvo nunca el título de emperador. Adjudicar y ostentar ese título (o uno equivalente que tuviera el significado actual) era tanto como proclamar que la república romana había vuelto de nuevo a ser monárquica, y la monarquía era algo a lo que los romanos tenían pavor. El propio Julio César, ya lo hemos visto, fue asesinado por miedo a que se pudiera proclamar rey.
Para empezar, el título de imperator (que no tenía ni de lejos el significado que se le da hoy) se le otorgaba a quienes tenían el mando del ejército fuera de los límites de Roma, es decir, en los territorios conquistados que pasaban a ser provincias de ésta. Julio César y otros generales romanos ya obtuvieron este título, y en el tramo final de su mandato fue acumulando muchos más, aunque renunció a ser rey. De haberse convertido en monarca, hoy no habría duda de que el primer emperador fue Julio César; rey de reyes, que es lo que en la actualidad significa esta palabra. Pero los romanos, a pesar de haber transcurrido algunos siglos, no guardaban buen recuerdo de sus reyes antepasados. Julio César sabía que proclamarse rey era ganarse multitud de enemigos, más de los que ya tenía. Podía gobernar como tal, e incluso designar a un heredero, sin necesidad de ostentar el título. Y así fue.
El caso es que, su heredero Octavio y todos los que le sucedieron, siguieron la misma tónica; a ninguno de ellos se les proclamó reyes. Roma dejó atrás la república sin abrazar oficialmente otra monarquía. En la práctica, los hoy llamados emperadores eran una especie de jefes de estado permanentes a los que se les había dado todo tipo de poderes y magistraturas. Hoy al nuevo sistema de gobierno se le llama principado, ya que uno de los títulos que le otorgaron a Octavio fue el de princeps (primer ciudadano). Este título honorífico fue el preferido de Octavio Augusto y se convirtió en hereditario, y por esa razón se le considera el primer emperador. Julio César acumuló un sin fin de magistraturas y títulos, pero no el de princeps. Este hecho, unido a que la república no había acabado de colapsar durante su mandato, es la razón por la que a Julio César no se le considera emperador. Sin embargo, fue él quien estableció todas las bases para el nuevo sistema, incluida la sucesión hereditaria.
Cayo Octavio
A finales del año 45 a.C. el joven Octavio viajó a Apolonia de Iliria, en la actual Albania, donde contaban con una célebre escuela, comparable con las de Atenas y Rodas. Allí aprendería retórica o el arte de hablar en público, estudiaría literatura y lengua griega, a la vez que se preparaba como soldado entre las legiones que se iban acumulando a las afueras de la ciudad a la espera de la llegada de Julio César. Desde allí tenían previsto emprender la marcha contra el imperio parto. Pero Julio César nunca llegó, y a últimos del mes de marzo, quien se presentó fue un mensajero con la noticia de su asesinato. Octavio, de tan solo dieciocho años, quedó consternado; su madre le aconsejaba en la carta que actuara con cautela y volviese a Roma de forma discreta. Pronto recibió la visita de amigos y generales de las legiones acampadas a las afueras. La mayoría de ellos eran fieles seguidores de Julio César que estaban dispuestos a marchar sobre Roma para vengar su muerte. Octavio pidió consejo aquella noche a los amigos más allegados. ¿Debía volver a Roma como le aconsejaba su madre o intentar unirse a las legiones?
¿Y quién era Octavio? Aclaremos, antes que nada, que Octavio era solo uno de los muchos nombres que adoptaría desde su nacimiento hasta hacerse con el poder de Roma. Pero en estos momentos era solamente el hijo adoptivo de Julio César y su nombre era Cayo Octavio. Nació en el año 63 a.C. en una pequeña propiedad en las faldas del monte Palatino, Roma. Su familia, los Octavios, eran respetados y de considerables recursos económicos. Eran comerciantes pertenecientes a la clase media de los equites, caballeros o clase ecuestre. Los equites eran llamados así porque esta clase social venía desde muy antiguo cuando los ricos podían permitirse tener dos caballos. Su padre era Cayo Octavio, nombre que heredó el recién nacido, y su madre Atia, de la familia Julia, y por lo tanto, emparentada con Julio César. Atia era su sobrina. A los cuatro años de edad, Octavio quedó huérfano de padre y dos años más tarde, su madre se casaba de nuevo con Lucio Marcio Filipo. Después de la muerte de su padre, parece ser que Octavio fue criado por su abuela materna, la hermana de Julio César, y con ella permaneció hasta su muerte, cuando el niño tenía doce años. Entre tanto, su tío abuelo Julio César andaba conquistando las Galias, por lo que Cayo Octavio apenas lo conocía, aunque lo admiraba por todo lo que había oído hablar de él.
Poco pudo disfrutar Octavio de la presencia de su tío en Roma una vez hubo vuelto de las Galias, pues no tardó en abandonarla al estallar la guerra civil contra Pompeyo, a lo que se añadió la larga temporada que pasó en Egipto disfrutando de unas merecidas vacaciones junto a Cleopatra y los meses que tardó en sofocar una revuelta en Asia Menor. Para octubre del 47 a.C. César ya había vuelto de nuevo a Roma, aunque tampoco esta vez pudo quedarse por mucho tiempo, unos dos meses; en África, los leales a Pompeyo todavía oponían resistencia. No obstante, le dio tiempo a conocer y a tantear qué tal era el muchacho, que ya contaba 16 años, y muy buenas debieron ser las impresiones que le causó, pues no tardó en ordenar que lo nombraran patricio, o lo que es lo mismo, hizo que el muchacho entrara a pertenecer a la nobleza romana, que si bien su madre, al ser juliana lo era, no lo era su padre. A esto, Julio César añadió a su sobrino el nombramiento honorífico de Prefecto de la Ciudad durante una especie de feria que ellos denominaban feriae latinae en la cual se llevaba a cabo una ceremonia en un templo del monte Albano. De todo esto se deduce que Julio César quedó encantado con su sobrino nieto, pero sus debilidades por el muchacho no habían hecho más que empezar.
En diciembre, César se embarcaba rumbo a África, y Octavio, que se había encariñado con tu tío, pensó que era un buen momento para adquirir experiencia militar, así que le pidió permiso a su madre para viajar con él. Pero su madre no estuvo de acuerdo, pues, aunque lo que le pedía el muchacho era algo natural en la época, Atia posiblemente lo sobreprotegía, al ser éste propenso a enfermar con frecuencia. Su primera aventura al lado del líder de Roma debía esperar. César volvió victorioso y decidió que ya era hora de celebrar los éxitos de sus recientes campañas y se organizaron los tres triunfos pendientes, en uno de los cuales Octavio participó en el desfile a lomos de su caballo. Su participación fue el regalo que César le hizo, al coincidir estas celebraciones con su diecisiete cumpleaños. A los triunfos siguieron todo tipo de actos entre los que no faltaron sacrificios de animales, carreras de aurigas y lucha de gladiadores. A todos ellos acudía Octavio al lado de su tío, hasta que cayó enfermo. No se sabe qué tipo de enfermedad padecía, pero se cree que en esta ocasión se trató de una insolación, nada que fuera preocupante, dada su naturaleza enfermiza, sin embargo, la alarma saltó cuando los médicos anunciaron que el muchacho estaba muy grave y su vida corría peligro. La preocupación de César fue tal, que acudía a diario a visitar al enfermo y a preguntar a los médicos por su estado. Finalmente, la enfermedad remitió y comenzó a recuperarse, aunque quedó tan débil que todavía tardaría algún tiempo en estar completamente recuperado. Una vez más se frustraban sus planes de emprender viaje con su tío; esta vez había decidido ir con él a Hispania.
Cneo y Sexto Pompeyo habían huido a Hispania, donde eran muchos los seguidores de su padre, y allí reunieron un gran ejército de trece legiones. A César no le quedaba otra que acudir si quería acabar con la guerra civil de una vez por todas, y para el mes de diciembre dejó atrás de nuevo Roma. Mientras tanto, Octavio seguía recuperándose hasta que estuvo lo suficientemente bien para salir de casa e ir haciendo planes para reunirse con César. Esta vez su madre no pudo impedírselo. Octavio reunió los suficientes voluntarios para, aproximadamente en el mes de febrero poner rumbo a Hispania. No se sabe si viajó por mar o por tierra; solo se sabe que naufragó cerca de las costas de Cartago Nova (actual Cartagena). Esto nos llevaría a pensar que viajó por mar, pero hay quien cree que entraron por las Galias y desde Tarragona navegaron bordeando la costa. Llegaron a su destino en marzo, cuando la guerra ya había terminado, aunque César andaba aún ocupado en sofocar los últimos focos rebeldes. Cuando finalmente se encontraron, el general se llevó una gran alegría. Daba igual si se había perdido la gran batalla final o la guerra entera, a César le hacía ilusión que hubiera tenido el detalle de acudir; y mucho más teniendo en cuenta que serían muchos los dignatarios que saldrían de Roma a su encuentro para ponerse a su lado y lo felicitarían por su victoria, una vez que ya sabían ya el resultado final, era la costumbre; Octavio, sin embargo, había acudido antes de saber el desenlace, lo cual lo convertía en un aliado fiel.
Una vez de regreso a Italia, César se fue a descansar unas semanas a una de sus villas en las afueras de Roma, pues era consciente de que su salud se había deteriorado últimamente. El mismo día de la batalla de Munda tuvo un ataque epiléptico y ya había tenido otro en África. Después de haber repuesto fuerzas, entró en la ciudad y se dedicó a sus asuntos, como recibir y perdonar a todos aquellos partidarios de los Pompeyos que quisiera acogerse a su clemencia. Hasta el propio Marco Antonio, que últimamente no gozaba del favor del general por su desastrosa gestión como gobernante de Roma mientras éste estaba ausente, fue perdonado. El senado por su parte lo colmó de honores y le fue añadido el título de imperator con carácter hereditario. Y Octavio, según cuentan los historiadores antiguos, regresó a su casa para alegría de su madre que siempre andaba preocupada por la inestable salud de su retoño. Pero el dictador no descansaba y ya hacía planes para futuras conquistas, el imperio parto era su próximo objetivo. En esta campaña, si nada se torcía de nuevo, sí le acompañaría Octavio. Por lo tanto, César lo organizó todo para que su sobrino pasara unos meses en Apolonia, y desde allí, se uniría a las legiones que partirían hacia oriente.
La decisión de Octavio
A la carta donde se le informaba de la muerte de su tío abuelo le siguió otra donde su padrastro Filipo le daba algunos detalles más de cómo estaban las cosas por Roma. El senado, siguiendo los consejos de Cicerón había aprobado una amnistía para los asesinos y no serían perseguidos. Sin embargo, durante el funeral, la gente pareció enloquecer y pidió venganza. Las propias legiones tuvieron que intervenir para calmar los ánimos. Pero, ¿qué estaba ocurriendo en Roma después del asesinato? Lo que ocurría era que había miedo, pues rara vez se cometía un asesinato en el que además no murieran seguidores o familiares del asesinado. El propio Marco Antonio se ocultó varios días por temor a ser la siguiente víctima, pues el consulado, entre otros favores, se los debía a César. Pero esta vez sería distinto. Los asesinos creían haber librado a la república de un tirano y que el pueblo se lo agradecería, así que, con la víctima principal bastaba. Pero el pueblo reaccionó de forma fría al principio y pidiendo venganza a medida que asumían lo ocurrido. Entre el senado hubo quienes dieron por buena la muerte del dictador, incluso salieron a felicitar a los asesinos por el servicio prestado a la república. Entre estos senadores se encontraba Cicerón, que fue el que sugirió la amnistía. Una amnistía que indignó a la mayoría de los ciudadanos, para los que Julio César fue un buen gobernante antes que un tirano. Sin embargo, Cicerón no hizo la propuesta por favorecer a los que mataron a César. Iniciar una persecución contra ellos podía suponer dividir al senado entre los que estaban a favor y en contra y eso podía llevarlos a una nueva guerra civil, y Roma no podía permitirse otra guerra después de las anteriormente sufridas. Por otra parte, concederles el perdón era tanto como reconocer que Julio César había sido un tirano, y eso iba a sentar muy mal a la ciudadanía. Pero ahí no quedaba la cosa. Si César había sido un tirano, todo lo que había hecho y concedido durante su mandato era ilegal y debía ser deshecho. Las leyes promulgadas no tendrían validez, las tierras concedidas a los legionarios licenciados debían ser devueltas. Las magistraturas concedidas serían invalidadas, y cualquier gobernador de cualquiera provincia, por ejemplo, dejaría automáticamente de serlo. En definitiva, Roma se sumiría en un caos. Así que la propuesta de Cicerón fue sensata y acertada. Los asesinos serían amnistiados, para contentar a los detractores de César, y a cambio, se ratificaban todos los actos del dictador; no solo para contentar a sus seguidores, sino para mantener a Roma en pie. La propuesta de Cicerón fue aprobada, pero los ánimos seguían estando revueltos por la ciudad, todo el mundo sabía ya que Octavio era el heredero, y por eso sus padres temían nuevas e inesperadas reacciones a su llegada a Roma, o que alguien pudiera atentar contra su vida allá donde lo encontrasen. Por eso, muchos fueron los amigos y generales que le aconsejaron a Octavio que no volviera a Roma de momento y que se refugiara entre las legiones.
Pero él ya había tomado una decisión, viajar a Italia, y reuniendo un buen grupo atravesaron el Adriático hasta llegar a Brindisi, donde fue informado con todo detalle cómo fue asesinado de su tío. Entre los asesinos se encontraba Bruto, al cual tanto había favorecido, hasta el punto de incluirlo en su testamento. Mientras lo escuchaba todo, Octavio no pudo evitar llorar. Fue estando allí, cuando recibió otra carta de su madre y su padrastro, en ella se le comunicaba que el gran favorecido era él, Octavio, al cual reconocía como hijo adoptivo y le dejaba las tres cuartas partes de su fortuna, además de su nombre, y todo el legado político. Las adopciones en Roma podían hacerse aunque el padre del adoptado viviera. No está claro en qué momento adoptó Julio César a Octavio, pero todo indica que nadie sabía nada sobre esta adopción , ni del testamento que con fecha del 15 de septiembre del 45 a.C. justo después de regresar de Hispania tras la batalla de Munda, había entregado a las vestales para su custodia. Hoy se discute la legalidad de aquella adopción, pues debía hacerse en vida y no podía ser póstuma. Sea como fuere, Octavio era el gran heredero, pues aunque tenía otros dos sobrinos, fue en éste en el que vio mejores cualidades, y no se equivocó. Marco Antonio, no obstante, llegaría a acusarlo de haber ganado la herencia a cambio de favores sexuales. Una acusación que Nicolás de Damasco desmentiría, alegando que era fruto del odio a su oponente.
Octavio partió para Roma con su grupo, que ya lo llamaban César. Cayo Julio César era ahora su nombre, y si bien era tradición conservar un rastro familiar, en este caso se hubiera añadido Octaviano, pero parece ser que no lo hizo, aunque sus enemigos se encargarían de recordárselo para que no olvidara que provenía de una familia de poco lustre. Los historiadores modernos lo llaman César Octaviano al hablar de él, para distinguirlo de su tío abuelo. Y bien, el joven César llegó a Roma dispuesto a entrevistarse con el cónsul Marco Antonio. Cicerón, que se encontraba fuera, se enteró de su llegada y quiso estar informado de cuanto ocurriera en torno a Octaviano, que por su juventud, no lo consideraba peligroso. Marco Antonio pensaba tres cuartos de lo mismo y decidió recibirlo, no sin antes putearlo haciéndolo esperar una eternidad. Delante de él había otros peticionarios y el cónsul no consideraba al joven más importante como para hacerlo pasar antes que a nadie. Cuando por fin lo hizo pasar, lo recibió de la forma más fría y distante, para enseguida pasar a una actitud paternalista, tratándolo como a cualquier inexperto muchacho. Pero el muchacho pronto se le puso insolente y le reclamó, sin preámbulos, el dinero que César le había dejado en herencia y del que Antonio se había hecho cargo, como de todos los documentos que el difunto dictador tenía en su casa. Antonio siguió con su aire paternal diciéndole: jovencito, ese dinero no puedo dártelo, pues todas las arcas del estado las hallé vacías y lo necesito para gestionar asuntos públicos. El caso es que, Octaviano no podía reclamar legalmente su herencia, pues su adopción todavía no era oficial. Por eso, le pidió que al menos cumpliera con la voluntad de Julio César de repartir el dinero prometido entre los habitantes de Roma; pero Antonio volvió a esgrimir los mismos argumentos: los fondos disponibles eran necesarios para otros menesteres más importantes.
La campaña contra Marco Antonio
El joven César Octaviano no pensaba rendirse y puso en marcha un plan de desgaste contra Antonio. Las legiones que había dispuestas para la campaña contra los partos habían sido casi todas creadas por el propio Julio César durante su conquista de las Galias, el cual había sido siempre generoso con sus hombres a la hora de repartir botines de guerra. Tanto generales como soldados le habían sido fieles y le hubieran seguido hasta donde él hubiera querido, por lo tanto, estaban dolidos con su muerte y se mostraban simpatizantes del joven heredero. Por eso no le fue difícil hacerse con parte del dinero que su tío tenía dispuesto para la guerra parta. En Brindisi, donde también había muchos seguidores del muchacho, también pudo haber interceptado impuestos provenientes de Asia. Más tarde tendría algunos problemas con el senado por esta causa, aunque salió airoso al considerarse que el dinero fue utilizado en favor de la república. En todo caso, él afirmaría que entregó todo el dinero íntegro a las arcas del tesoro y que todos los fondos los consiguió al poner en venta las posesiones de su tío y gracias al apoyo de sus padres y de los otros sobrinos de Julio César que le entregaron su parte de la herencia. Sea como fuere la forma de conseguir el dinero, así fue como comenzó una campaña donde anunció que pagaría de su propio bolsillo el dinero prometido a los ciudadanos de Roma, ya que Marco Antonio no le entregaba el dinero. Recorrió el centro de la ciudad protegido por un grupo de seguidores pronunciando discursos que dejaban en muy mal lugar al cónsul:
“Cólmame con todos los insultos que quieras, Antonio, pero deja de saquear los bienes de César hasta que los ciudadanos hayan recibido su legado. Entonces podrás quedarte con todo el resto.”
Palabras muy duras que no sentaron nada bien a Marco Antonio y ordenó a sus oficiales que actuaran echándolo de la ciudad. Pero éstos le aconsejaron no ponerse en contra del hijo de César. La gente andaba muy dolida con la muerte del dictador como para atacar ahora a su hijo adoptivo. Antonio debía reconsiderar su postura. En realidad, el muchacho no era más que un contratiempo sin importancia -eso pensaba él-, pero lo cierto era que había puesto a buena parte de los ciudadanos en su contra, y eso, añadido a que Antonio no se llevaba nada bien con el senado, y a que Cicerón lo consideraba un borracho informal, comenzaba a ser bastante grave. Pero no haría nada. En vez de eso esperaría paciente a finalizar su consulado. Lo normal era que todo cónsul, al acabar su magistratura, accediera a un puesto de gobernador de cualquier provincia. En este caso Antonio tenía reservada Macedonia. Pero esta provincia le quedaba algo lejos de Roma, y entonces decidió cambiarla por la Galia Cisalpina durante cinco años. Era sin duda una posición más ventajosa desde donde poder controlar todo cuanto ocurriera en la ciudad de Roma, e intervenir rápidamente en caso de necesidad. El único inconveniente era que en esa provincia ya gobernaba Décimo Junio Bruto Albino, no confundir con Marco Junio Bruto, aunque ambos participaron en el asesinato de Julio César. Recordemos que los asesinos estaban amnistiados y por lo tanto seguían, como era el caso de Décimo, en su cargo de gobernador. Pero eso no iba a ser un impedimento para que Antonio se hiciera con el control de la provincia. Décimo sería relevado del mando y asunto resuelto.
Marco Bruto y Casio no se atrevían a volver a Roma por temor a represalias, pero seguían siendo incómodos para Antonio que quería tenerlos en un lugar localizado y alejados. Les propuso puestos que para ellos eran insultantes, como encargarse de la recogida de las cosechas de maíz en Asia. Cicerón escribiría: ¿Podía haber algo más humillante? Así que Antonio mejoró la oferta y quiso nombrarlos gobernadores militares de Creta y Cirene. Ninguno aceptó su nuevo puesto, pues eran provincias inofensivas y sin apenas ejército. Y para no ser humillados de nuevo, desaparecieron del mapa, aunque estuvieron vigilantes de los acontecimientos. Mientras tanto, Cicerón se daba cuenta de que Antonio hacía y deshacía a su antojo mientras se quitaba de enmedio a posibles enemigos y adeptos a la república. Cada vez se fiaba menos de él, y pensó que, quizás el joven Octaviano podía serle útil: «A Octaviano no le falta inteligencia ni carácter… Es cuestionable hasta qué punto se puede confiar en su edad, herencia y educación, pero aun así se le debería animar y, al menos, mantenerlo apartado de Antonio.» En el mes de julio Octaviano organizó los Juegos de la Victoria anuales de César, un acontecimiento donde se dejó notar su presencia en Roma. Y entonces ocurrió algo que para los romanos era un mal augurio, se dejó ver un cometa. Sin embargo, Octaviano convenció a todos de que aquello era el alma de Julio César ascendiendo a los cielos para convertirse en dios.
Mientras tanto, Antonio seguía con su plan de mudarse a las Galias y de tener legiones a su disposición, haciéndolas venir de lugares como Macedonia. Se cree que Octaviano introdujo espías entre estas tropas que había servido con Julio César, para convencerlas de que no fueran leales a Marco Antonio. Sea o no cierto, el caso es que muchos de ellos desertaron y Antonio responsabilizó a Octaviano y lo acusó de haber planeado matarle. Debido a la difusión de esas acusaciones, muchos comenzaron a ver con malos ojos a Octaviano, que al enterarse entró en cólera y se fue corriendo a la casa de Antonio para insultarle y desafiarlo a que lo denunciara. Acepto ser juzgado por tus amigos, le dijo. Pero nadie salió de la casa, y los que guardaban las puertas le impidieron entrar. Apiano escribiría más tarde que las acusaciones eran una invención para desacreditar al muchacho, pues no podía ser que a Octaviano le interesara la muerte de Antonio, ya que los asesinos de César le temían, por tanto, si éste moría, los beneficiados eran los asesinos.
En el invierno del año 44 a.C. había nuevos cónsules, Aulo Hircio y Cayo Vibio Pansa que observaban cómo Marco Antonio hacía todo tipo de maniobras para afianzarse en el poder. El ex cónsul se dirigió a Brindisi donde le esperaban las legiones procedentes de Macedonia. El encuentro tuvo lugar en el centro de la ciudad. No llegaron muy contentos, como tampoco lo estaba Marco Antonio. No hubo un cálido recibimiento, la tensión se palpaba en el ambiente. Antonio sabía la razón: las tropas le criticaban no haber vengado todavía el asesinato de César, así que Antonio subió a una tribuna a dar explicaciones, o eso pensaban ellos, porque lo que hizo Antonio de forma enérgica fue contraatacar pidiéndoles explicaciones a ellos por no haber descubierto y traerle prisioneros a los espías y agitadores infiltrados por Octaviano. Y a pesar de eso, ofreció a cada soldado un obsequio de 400 sestercios (no es fácil calcular el equivalente actual en euros, pero unos 700 aproximadamente). Eran soldados que lamentaban la muerte de César, al cual habían sido fieles; había que ganárselos para que le fueran fiel a él. Pero eso no iba a ser tarea fácil. Ante la bajeza de su ofrecimiento y sus reproches antes que dar explicaciones de por qué no se había vengado la muerte de su difunto general hubo risas sarcásticas y abucheos y muchos comenzaron a dispersarse entre un gran alboroto. Ante lo que tenía pinta de ser un motín pidió a sus oficiales localizaran a los que solían ser agitadores. Un grupo de ellos fue escogido al azar y fueron golpeados hasta morir. Así aprenderéis a obedecer-, dijo Antonio, todo ello ante la mirada de Fulvia, su esposa, que le acompañaba.
Octaviano por su parte ponía en marcha la siguiente fase de su plan y viajó a Campania, donde encontraría a numerosos veteranos que habían servido a su tío y que no les fue difícil reclutar. En total se hizo con el servicio de tres mil veteranos a los que pagó dos mil sestercios, más del doble de su paga anual, y les prometió mucho más si le seguían fielmente. El caso es que la ilusión de aquellos soldados se vino pronto abajo cuando se enteraron que iba a luchar contra Marco Antonio y no contra los asesinos de su antiguo general. No obstante, le siguieron, ya que la paga merecía la pena. ¿Qué hizo Octaviano con este ejército privado e ilegal? Marchar sobre Roma y ocupar el foro. El joven César había avisado a Ciceron esperando consejo y el apoyo del senado. Pero Cicerón se limitó a exclamar: «¡Es tan joven!» Y el senado prefirió ausentarse. Marco Antonio, al enterarse de la osadía del muchacho se puso en marcha para expulsarlo de Roma y entonces, muchos de los hombres de Octaviano se preguntaron qué hacían allí, a punto de enfrentarse a un cónsul legítimo. Aquello podía acarrearles problemas, por lo que decidieron abandonar. Octaviano, triste y abatido se retiró con el resto de los que sí estaban dispuestos a seguirlo hasta la ciudad de Arretium. Y sin embargo, la suerte estaba de su parte, pues a Marco Antonio, las cosas tampoco le estaban saliendo demasiado bien.
Marco Antonio había enviado un mensaje al senado convocando un pleno en el que denunciaría a Octaviano por la creación ilegal de un ejército privado. Pero los senadores sufrieron plantón, porque el ex cónsul no se presentó. ¿Qué le ocurrió a Marco Antonio? Cicerón, con mucho sarcasmo comentó que seguramente, por el camino, se había emborrachado en alguna taberna. Pero el problema de Marco Antonio era más grave que el de una simple borrachera. La ejecución al azar de aquellos soldados le pasó factura inmediatamente. Una de las legiones macedonias se había declarado partidaria de Octaviano. Cuando Antonio se enteró dio media vuelta y corrió a hablar con ellos. Los amotinados se habían atrincherado en un pueblo cercano a Roma y recibieron hostilmente a Marco Antonio, que no le quedó más remedio que volver por donde había venido dando por perdida la legión. No fue la única. A los pocos días una segunda legión también se declaró en rebeldía apoyando a Octaviano. Los soldados no se sentían representados por Antonio y echaban de menos a Julio César, y en su ausencia, preferían estar liderados por su heredero, que además, llevaba su nombre; con el atractivo añadido de los 3500 euros que ofrecía, frente a los 700 del ex cónsul. Lo único que le quedaba que hacer a Marco Antonio era aprovechar las legiones que aún no se habían rebelado contra él y ponerlas a luchar contra Décimo Bruto, al cual había decidido arrebatar la Galia Cisalpina, ¿no exigían luchar contra los asesinos de César? Pues ahora tenían la oportunidad de hacerlo.
Cicerón cada vez confiaba menos en Marco Antonio, tenía en aquellos momentos 63 años y aunque había llegado a ser cónsul en el 63 a.C. no tuvo una carrera política brillante; no obstante, tenía fama de gran orador y era uno de los hombres más influyentes del senado. Por eso, no le fue difícil conseguir lo que se había propuesto. En primer lugar, desprestigiar en lo posible a Marco Antonio, y para eso, pronunció allí mismo en el senado el primero de una serie de discursos en su contra. Estos discursos se conocen hoy como las filípicas, al ser comparados con los discursos que el ateniense Demóstenes pronunció contra el rey Filipo de Macedonia.
El discurso contra marco Antonio puede leerse íntegro aquí
En segundo lugar, Cicerón quería convencer a todos de la conveniencia de ganarse al joven Cayo César, como llamó por primera vez a Octaviano. Fue el 20 de diciembre en una nueva reunión del senado, donde pronunció su tercera filípica.
Cayo Julio César en muy joven, casi un chiquillo, pero posee una inteligencia y un coraje como los de un dios. Ha reclutado una fuerza poderosa de veteranos invencibles y ha sido generoso; no, generoso no es la palabra adecuada, porque ha invertido su herencia en la supervivencia de la República.
Hasta ahora se había negado a llamarlo César, se resistía a reconocerlo como hijo adoptivo del dictador, pero ahora estaba incluso dando por bueno el reclutamiento de un ejército ilegal. Poderosa fuerza, -decía. Esto era precisamente lo que le convenía al senado, tener una fuerza que los protegiera de una posible marcha golpista sobre Roma por parte de Marco Antonio. Por eso, lo más conveniente era legalizar esa fuerza. En un nuevo discurso en el senado pronunciado el 1 de enero del 43 a.C. volvió a sacar el tema y esta vez dijo que era un joven enviado del cielo y a continuación lo propuso para el cargo de propretor, algo que solo podía dársele a alguien que anteriormente hubiese sido pretor y miembro del senado. Y para terminar de convencer a todos prometió y se comprometió a que: Cayo Julio César sea siempre la clase de ciudadano que es en la actualidad. En definitiva, él se responsabilizaba de guiar al muchacho por el camino conveniente.
A Marco Antonio no le había sido muy difícil derrotar a Décimo Bruto y lo había puesto a buen recaudo en Mutina (actual Módena) en el norte de Italia. Al senado no le agradó la noticia y los nuevos cónsules, Hircio y Pansa pensaron que, ahora que habían reunido nuevas legiones y con el apoyo de las fuerzas añadidas por Octaviano podían acudir en su ayuda y liberar a Décimo Bruto. No olvidemos que Se habían confirmado todos los actos de Julio César y uno de ellos había sido el nombramiento de Décimo Bruto como gobernador en la Galia Cisalpina. Además, había que respetar la amnistía. Con esta acción, Marco Antonio ponía en peligro la estabilidad de la república.